Relatos breves para el fin de semana


Pinturas con enigmas/ Dreams




Me alojaron en la Casa Blanca de Giacometti. Pude verlo todo; el pasado y el futuro. Observar, conocer y sentir fueron mis atributos pero no pude comunicarme. Reconocí a mis amigos y familiares muertos pero no pude hablar con ellos. Seguía habiendo días y noches y no entendí por que debíamos descansar en las noches. Inmensos salones repletos de camas. ¿Hacía falta?. Estaba mirando desde la ventana de la casa cuando oí una melodía musical. Era el despertador. Aún somnoliento y mientras escuchaba a Pink Floyd vi en el cuadro de Alberto como se desdibujaba una de las ventanas. J.P




Conmoción

En ocasiones uno cree estar en lo cierto pero  está equivocado. Desde una supuesta certidumbre a la realidad, puede mediar un segundo o un fotograma de película como fue mi caso.
Llevaba yo más de un año jubilado y creía que  tenía superada la nostalgia de mi trabajo realizado durante cuarenta años.
Estaba la otra noche en el cine viendo una película algo intrascendente  y en ella se reflejó durante unos minutos  la actividad de un médico en su clínica.
Desde mi butaca observé a aquel personaje haciendo su trabajo y se despertó en mi cerebro un sentimiento inmenso de pérdida al ser consciente que había algo ya irrecuperable para mí.  Ya no podría volver a ejercer la medicina en un hospital.


Casi me olvidé de donde estaba. Quedé conmocionado. Solo mi mujer se dio cuenta que algo muy importante me había ocurrido en aquella sala de cine.
J.P



Insomnio

Miré hacia la mesita de noche y vi en el despertador que eran solo las tres de la madrugada. Desde hacía cierto tiempo a menudo tenía insomnio. Pensé lo malo que es el paso de los años. Al instante de tener ese pensamiento tuve una sensación desagradable dentro de mí dado que no me gusta reconocer los achaques de la edad. El dormir mal había comenzado tras mi jubilación. Palpé en la oscuridad entre las sábanas y a mi lado estaba mi mujer. Dormía profundamente. Le acaricié sus cabellos y me invadió una emoción placentera al saber que estaba cerca de mi.
 Mantuve los ojos abiertos y al rato ya me había adaptado a la penumbra de la habitación. Hice un intento de dormirme. Cambié de posición, cerré los párpados y procuré no pensar en nada. Sobre todo no quería pensar en lo que tenía que hacer a la mañana siguiente. Di muchas vueltas en la cama durante un largo rato y esto aumentaba mi desasosiego. Me fue imposible volver a conciliar el sueño. Aparecían en mi mente pensamientos relacionados con mi anterior trabajo y con la situación del mundo; recordé las absurdas noticias del telediario de la noche anterior que solo demostraban lo inmensas que pueden ser la estupidez y la maldad humana.

Como no podía dormirme me levanté sigilosamente. Caminé hasta el cuarto de baño y tuve mi lucha particular con las dificultades urinarias, situación que compartía con varios  amigos de la misma edad.
Luego fui al salón y me puse unos cascos para oír música. Comencé con Thelonious Monk,  y el jazz me transportó en el tiempo y en el espacio. No se porqué recordé a una novia de mi juventud.  Hacía mas de cincuenta años que no sabía de ella. Me imaginé como sería su rostro y su silueta ahora, ya que por entonces, era de un atractivo magnético y subyugante.  Quizás ella, si es que aún vive, estará como yo, denotando los efectos del paso del tiempo. Probablemente  ya no cautivará a nadie.
 Quise olvidar ese tema y lo hice cambiando de música. En unos instantes penetró en mi cerebro la interpretación de Glenn Gould de las Variaciones Goldberg de Bach. Esas notas de piano, además de deleitarme y trasladarme a otro lugar, despertaron en mi mente recuerdos de una novela que años atrás había leído. Se titulaba Sábado. Había sido escrita por McEwan y en ella se hacía referencia a esta pieza musical ya que uno de los personajes que era neurocirujano, las ponía en quirófano mientras operaba.
Disfrutando de Gould comencé a hojear un manuscrito que tenía desde hace tiempo sobre la mesa del salón. Era otras de mis ocupaciones pendientes. Había comenzado a escribir unas memorias de mi vida profesional como médico.  No se por qué, pero relataba bien y sin dificultad la rutina que había tenido durante más de cuarenta y cinco años. Sin embargo cuando escribía sobre casos clínicos que marcaron mis vivencias de ginecólogo, recordaba a las personas como individuos únicos y no como pacientes en general. Cada mujer y su núcleo familiar tenían una riqueza de matices que ahora y pasado los años los aprecio aún mejor. Lo cierto es que me detenía en cada historia particular de mis pacientes y de sus circunstancias lo que hacía que la proyectada memoria profesional  fuera mutando a otra cosa. Se transformaba en un relato de seres humanos que compartieron conmigo  quizás los momentos más importantes de sus vidas donde la existencia, la enfermedad y la muerte hacen su impronta para siempre. La mayoría de ellas confiaron en mi y las vivencias compartidas pasaron a formar un territorio común en los recuerdos. Me daba la impresión de que las vidas se nos habían entrecruzado en una telaraña que nos envolvía de forma placentera aunque también ahora algo triste por la sensación que se había llegado a un final.

 Al dejar el manuscrito sobre la mesa, golpee accidentalmente unas fotos enmarcadas que mi mujer tenía en el salón. Aunque siempre estaban allí, esta madrugada las observaba de modo diferente. En ellas estábamos toda la familia. Mis hijos, más pequeños, nosotros más jóvenes; todos sonrientes y felices en aquel hotel de las playas gaditanas que era como nuestro hogar de adopción en los veranos de nuestra vida. En ese instante me propuse a mi mismo que  debía evitar la fuga del pensamiento a recuerdos que ya no volverían pero de los que me sentía dichoso de haberlos tenido.  Apagué la música y me quité los auriculares. Siempre trato de ser muy racional ante los hechos de la vida pero hoy no lo estaba siendo. Miré el reloj y eran las seis y media de la mañana.  Volví al dormitorio.
En ese momento fui totalmente consciente que mi insomnio, hoy si tenía motivos claros para haberme alterado la noche. No era como en otras ocasiones. Me di cuenta que no había querido pensar deliberadamente en lo que teníamos que hacer mi mujer y yo aquel día.
A las siete de esa mañana primaveral sonó el despertador. La luminosidad de un día radiante infiltraba todos los resquicios de la habitación en el comienzo de ese lunes que hacía  prometer una jornada espléndida en  mi querida ciudad.
 Aunque ahora estaba totalmente despierto permanecí sentado unos veinte minutos más en la cama. María seguía dormida a mi lado y su cuerpo pegado a mí, pero inmóvil, demostraba poco interés en comenzar la jornada. Al menos eso es lo que me pareció a mí.
Hasta no hacía mucho tiempo era ella la que se levantaba primero y tiraba de mí lanzándome a la calle con variados planes para aprovechar un día como el de hoy. Mi mujer y compañera, antes locuaz, alegre y optimista había sufrido una transformación rápida y progresiva en su carácter desde que se notó aquel bulto en el cuello. Llevábamos semanas de pruebas médicas a las que yo acudía como un acompañante más, lo que me había costado mucho dado que durante años estuve al otro lado de la mesa en una consulta.
Tras acariciarle su rostro sin obtener respuesta, me levanté y me dirigí a la ventana de nuestro dormitorio. Como tantas veces, me extasiaba mirando desde mi piso el panorama de la ciudad comenzando un día tranquilo, soleado y con muy pocos coches en la calles. Desde allí la observación de los tejados de las casas y parte de la arboleda que nos envolvía producían un placer sensorial intenso solo opacado por los temores que se habían instalado en nuestras vidas desde que nos sentimos amenazados por la enfermedad y la muerte.
Preparé el desayuno y en una bandeja lo llevé a nuestro dormitorio. Desperté a María y desayunamos casi sin hablar.
Cuando ella salió de la ducha se abrazó a mí sin pronunciar palabra. No hacía falta.
Unas horas después, ya estando en la sala de espera del hospital, éramos llamados a la consulta de la médica. Nos recibió casi sin mirarnos y tenía unos informes sobre la mesa.  Mientras los leía nosotros estábamos tomados de la mano y sin quitarle la vista a las expresiones de su rostro. Unos instantes después, la doctora levantó la vista y nos dijo: -No es nada importante. Es solo un proceso inflamatorio antiguo. No hay que hacer ningún tratamiento.- Se puso de pié y se acercó a María. Le dio un beso en la mejilla y le dijo - nos vemos el año que viene.-
Salimos  de la consulta y casi corrimos por los pasillos del hospital. Parecía que los dos hubiésemos rejuvenecido y con la fuerza de la alegría y del optimismo nos sentíamos lanzados al paraíso de una felicidad recuperada.
Cuando llegamos a casa, estaban nuestros hijos esperándonos. Nos fundimos en un abrazo todos juntos y nos dispusimos a preparar una comida familiar especial.
Esa noche ya no tuve insomnio aunque soñé  que terminaba de escribir mis memorias al tiempo que escuchaba a Thelonius y  a Gould.
J.P



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