Psicología: la soberbia

En entradas anteriores (que se pueden ver en esta revista buscando hacia atrás en "entradas antiguas"), hemos contado con colaboradores especialistas en psicología que han abordado los temas de la envidia y de la vergüenza.
Ahora, en la entrada de esta semana contamos con la colaboración de María Navarro.




María Navarro es psicoanalista, miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis  y de la Escuela lacaniana de psicoanálisis. Escritora y editora.

Tratará a continuación el tema de la soberbia en relación a la sociedad actual.

De la soberbia y el mercado
María Navarro 

El concepto de identidad, tan utilizado por otros discursos, es puesto sin embargo  en entredicho desde el psicoanálisis porque promueve un ser ilusorio que se basa también en una unidad que no existe. Esta idea actualmente se intensifica dada la sobrevaloración que se le otorga al Yo y a todo su entramado narcisista, hasta el punto de hacer de éste uno de los más rentables objetos del Mercado.
Podríamos decir que se ha enaltecido lo que  para el cristianismo ha sido uno de sus más desprestigiados pecados: la soberbia.  Y aunque actualmente los “pecados capitales” son percibidos como restos de una época pasada —la Iglesia Católica  hace unos años consideró una nueva lista de pecados que pasó a llamar “pecados sociales”—,  podríamos  decir que asistimos a una exigencia casi religiosa que toma la deriva de un imperativo nada inocente.
La Real Academia de la Lengua Española define la soberbia como  “Altivez y apetito desordenado de ser preferido a otros” o “satisfacción o envanecimiento con menosprecio de los demás” y al narcisismo como la “excesiva complacencia en la consideración de las propias facultades u obras”.  Otras definiciones de soberbia  también hablan de la sobrevaloración del Yo junto con un anhelo exagerado de ser visto, admirado, reconocido y halagado por los demás, así como del menosprecio hacia el otro. El narcisismo, por su parte retomado por Freud  en 1914 del mito griego de Narciso que nos legara Ovidio, señala que en el momento de constituirse el “Yo”, la pulsión,  la energía que impulsa el psiquismo humano, puede dirigirse hacia el otro, o hacia sí mismo. Cuando predomina la investidura hacia si mismo, se va forjando entonces un ser humano que tenderá a dirigir su amor a las representaciones de lo que él es, lo que fue, lo que querría ser, o a una persona que experimenta  como extensión de si mismo.  O sea, el ideal.
Jacques Lacan
Esta elaboración freudiana fue  leída profundamente  por el psicoanalista Jacques Lacan en su insustituible  Teoría del espejo, a la que sumó otras connotaciones,  para explicarnos los primeros pasos de la constitución identitaria  del sujeto, donde el Yo es una construcción imaginaria que viene a velar la fragilidad del sujeto. O sea, que el yo es un desconocimiento. No se trata de la autonomía del yo o la autosuficiencia de la conciencia. Lacan hace una crítica a  estos criterios basados en el existencialismo, ya  que el yo no es más que ilusión, en la medida en que, por ser una construcción que se forma por identificación con la imagen especular, éste no es más que el lugar donde el sujeto se aliena de sí mismo, transformándose en otro —que no es más que su propia imagen en el espejo—; de tal manera que la autonomía del yo es sencillamente una ilusión narcisista de dominio.
Si hay algo que goza de autonomía es el orden simbólico, y no el yo del sujeto; él es esencialmente otro, por lo que, por ejemplo, si nos referimos al amor tendremos que preguntarnos ¿a quién se ama realmente?
Tenemos entonces que  es necesario un  cierto amor a la imagen para dar sostén al entramado de la identidad y el devenir de las identificaciones —hay identificaciones porque no hay identidad que responda a la esencia del ser hablante—  aspecto en el devenir de los sujetos que hoy se ha transformado en, podríamos decir,  virtud cardinal de lo que constituía el más serio de los pecados capitales. No en vano se le atribuyó a Lucifer la máxima soberbia por  querer ser igual a dios, como dijo Milton maravillosamente en El paraíso perdido.
Es una aspiración este enaltecimiento del yo, que podemos ubicar  en sintonía  con  el concepto de autoestima.  Que está muy vinculado al discurso capitalista, ya que conecta con la figura del sujeto totalmente seguro de sí, con ideas claras, emprendedor de sí mismo y que todo lo puede.  Hasta el punto de haberse convertido en uno de los pilares del pensamiento popular. No es extraño que  ante la interrogante de un sufrimiento, un sujeto diga: a mí lo que me ocurre es que me falta autoestima.  Falta que tratará de tapar en vano con la idea de adquirir un yo poderoso, dando lugar, al no conseguirlo, a la angustia, síntoma que cada vez más asola  bajo  diferentes aspectos al sujeto contemporáneo. Cuando de lo que se trata es de interrogar al malestar. La autoestima es un concepto que ha propiciado el Mercado: está en todos los tratados de autoayuda bajo la forma del tú puedes, todo se alcanza, querer es poder. Tú eres tú, como si fuera una dosis de  “sí mismo”  que inyectándola dará con un saber sobre aquello que nos molesta, sin atender a que todo malestar está en la imposibilidad de conformar esa falla subjetiva que nos permite por otra parte  ser un sujeto que habla, y por lo tanto padece, justamente por no ser idéntico a sí mismo.  Una época que promueve una pasión desmedida por el Yo, que no se responsabiliza de que Yo es otro, como diría  Rimbaud, ignorando así la responsabilidad que cada uno tiene con la existencia del inconsciente, que supone la negación de todo principio de identidad, y desvela que el yo es una ilusión que intenta negar el verdadero estatuto del sujeto, que no es otro que su división. El sujeto está dividido por el inconsciente que supone un saber al cual el yo no tiene acceso. Soberbia de querer ser uno sin fisura, en un discurso cada vez más exigente donde los sujetos construyen sin parar perfiles de Facebook, selfies  de cada instante, promesas de totalidad, un modo de ser inmortal donde la palabra muere poco a poco, ante el resplandor de la imagen. Instantes que pasarán al espacio de Internet o Whatsapp; imágenes de un ideal que no siempre se puede alcanzar ni sostener sin la pérdida, como condición necesaria, del objeto imposible que el Mercado promete.

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