Relato literario semanal (II)
Tal como os dije la semana pasada a continuación se publica la 2ª parte del relato "Por el camino de Zweig". J.P
Por el camino de Zweig. 2ª parte
En Petrópolis, Lotte tomó la
iniciativa para tratar de construir un nuevo hogar en ese cálido Brasil.
Mientras ella colocaba algunas
fotos que acababa de enmarcar sobre los muebles del salón, Stefan, sentado
frente a su mesa con unos folios en blanco intentaba escribir pero sin
conseguirlo ya que sus recuerdos lo llevaban a sitios muy lejanos.
En aquel
momento recordaba las conversaciones que había tenido con su amigo Freud en
Inglaterra sobre Hitler y la guerra.
Él que siempre
había tenido una idea optimista y positiva sobre el ser humano comenzaba a
coincidir con Sigmund.

En esos
instantes, también se mezclaban de forma anárquica en su cabeza, por un lado,
imágenes del entierro de Freud al que había acudido tiempo atrás con otros
amigos pero también de forma simultánea y sin poderlo evitar, procuraba retener
las noticias que en aquel momento leía en los titulares del periódico que
estaba sobre su mesa. En estos se destacaban los avances del ejército nazi por
toda Europa.
Su mente
volaba a través del tiempo pasado y se
preguntaba que sería de su casa de Salzburgo, de sus amigos, de sus pinturas,
de sus libros...
En aquel momento también se
preguntaba Stefan, por que razón le entristecieron más los avatares que pasó en Inglaterra para
conseguir la nacionalidad británica, que la decisión de los nazis de prohibir
todas sus obras literarias.
Tras una breve
meditación pensó que se debía al rechazo que el sentía por las patrias y
nacionalidades. A pesar de ello las circunstancias de la vida le habían tenido
que llevar a aceptar y valerse de esos conceptos para poder sobrevivir en el absurdo mundo que le había
tocado vivir.
****
Dos
días antes del posible encuentro con Sara decidí romper con todas mis normas y
principios de funcionario incorruptible. Yo mismo falsifiqué los vales de
racionamiento de agua y de ese modo conseguí una cuantiosa cuota extra que me
permitió bañarme, lavar mi pelo y mis ropas.
Deseaba
ir limpio y lo más presentable posible con el objeto de agradar a esa mujer que
comenzaba a ocupar todos mis pensamientos.
La
decisión de falsificar los cupos de racionamiento de agua, me produjo un
cataclismo ético que acentuó mi insomnio dadas las profundas contradicciones en
las que me adentraba. Todo eso me produjo confusión e inseguridad a la hora de
tomar decisiones en mi trabajo cotidiano. A pesar de ello lograba sobreponerme
con solo pensar que volvería a ver a Sara.
Aquella
mañana antes de salir hacia la biblioteca, me miré al espejo y parecía otra persona.
Estaba
limpio mi cuerpo y mi ropa; mi pelo parecía hasta diferente en su color y su
tersura. Aunque a mis cincuenta años era imposible rejuvenecer con un baño si
parecía haberse producido en mí un cambio no solo físico sino mental ya que me
sentía distinto y percibía que esa sensación también la transmitía a los demás.
Decidí
ir andando y no en bicicleta para evitar sudar
y que se estropearan los cambios conseguidos. Cuando me dirigía a la
incierta cita con Sara y observaba los centenares de coches abandonados en las
calles, recordaba ese pasado no muy lejano cuando los usábamos, quizás en
demasía, para desplazarnos a cualquier sitio.
Cuando
llegué a la biblioteca la vi de pié en la puerta de entrada.
Estaba
preciosa, radiante, aún más hermosa de lo que la recordaba.
Llevaba
una camiseta fucsia y una falda negra que le llegaba hasta las rodillas dejando
entrever unas piernas blancas pero con un ligero tinte color miel. En ese
instante me pregunté como lo lograría. Entonces se veían muy pocas mujeres con
faldas y menos aún con la piel bronceada, ya que esto parecía corresponder a
otra época.
Se
dirigió hacia mí adelantándose unos pasos al verme llegar.
Antes
de que hablase creí percibir en sus pupilas un brillo que denotaba alegría de
verme.
Luego
su sonrisa y su voz me envolvieron otra vez, provocando en mí una disminución
en la capacidad de respuesta.
-Te
estaba esperando para decirte que me tengo que marchar ahora, pero si quieres
podemos quedar para otro día.
Turbado, casi no supe que responder.
-¿No
te puedes quedar?- pregunté. Y sin esperar su respuesta agregué, -Por supuesto
podemos vernos cuando quieras.
Pasó a mi lado y me apretó la mano con
dulzura, delicadeza y con una carga comunicativa que yo quise interpretar que
me decía –Necesito verte-.
El encuentro
fue muy fugaz, pero acordamos una cita para el día siguiente por la noche.
Yo no
lo podía creer. Tenía el corazón acelerado, me pulsaban las sienes y me parecía
que el prisma con que yo veía mi vida y a mi entorno cambiaba radicalmente y de
forma súbita. Al día siguiente casi no pude trabajar; cometí errores en mis
funciones, fui amable con mi secretaria, ventilé mi despacho y me fui a la hora
en punto que terminaba mi jornada laboral. Habitualmente, casi todos los días
solía quedarme varias horas más fuera de mi horario oficial, realizando tareas
o simplemente llenando el vacío y la soledad de mi existencia.
Esa
noche al llegar a la cita con ansiedad y puntualidad, ella ya estaba allí. Al
acercarme hacia Sara me pregunté por qué una mujer bella, joven y enigmática
podía perder el tiempo en verse conmigo, viejo y gris.
Quise convencerme que sería por el gusto común
que teníamos por la literatura.
Nos
sentamos en un bar casi desierto y bebimos el refresco oficial del estado. No
había otra cosa para beber, pero no nos importaba.
Le
conté sobre mi afición por Stefan Zweig y la amistad que había tenido mi
bisabuelo con él cuando estuvo en Argentina. Me contó que era una apasionada de
la literatura pero que su profesión era la biología y que trabajaba en los
controles de calidad del agua de consumo.
Al
poco tiempo ya tenía la sensación de que esa mujer podría ser mi compañera para
siempre.
De
repente me tomó de la mano y me invitó a
su apartamento. Comenzamos a caminar por calles en penumbras dados los cortes
de electricidad; me cogió del brazo y apretándose contra mí, me sonrió.
Los
veinte minutos que tardamos en llegar a su casa fueron para mí de los mejores
momentos que pasé en mi vida. Pensé, si eso sería la felicidad.
Su
apartamento era como ella, cálido e interesante. Estaba abarrotado de libros y
de pinturas que habían sido famosas en el siglo veinte.
Me
quitó la chaqueta y me abrazó. Iluminados por unas velas, ya que no había luz a
esa hora, comenzamos a acariciarnos.

Nos desnudamos entre respiraciones jadeantes y
miradas que hablaban más que mil
palabras.
Nos
tumbamos sobre una fina alfombra de jarapa que había en el suelo e hicimos el
amor con frenesí y también con angustia como si estuviésemos viviendo un tiempo
fuera del presente real que los dos conocíamos. No dejamos ni un centímetro de
piel sin besarnos, acariciarnos, lamernos; intercambiamos nuestros fluidos como
buscando en esos contactos una unión tan firme que el entorno que nos rodeaba
fuese incapaz de separarnos.
Nuestros
cuerpos desnudos, sudorosos, pegados uno al otro, parecían decir - huyamos juntos, salvémonos juntos-.
A
partir de aquella noche comenzamos a vernos a diario.

Hablábamos
horas y horas de temas que sin saberlo previamente nos habían apasionado a
ambos. Todos los días hacíamos el amor, nos reíamos en silencio, nos
recitábamos poesías y nos acariciábamos sin descanso. Además contraviniendo
todas las ordenanzas de la época, nos
bañábamos juntos.
Nunca
hacíamos planes ni hablábamos del futuro, hasta que un día le pregunté como
ella con su juventud y hermosura se había enamorado de mí, más viejo y tan poco
agraciado físicamente.
No me respondió, se lanzó encima de mí y me
besó hasta que nos quedamos dormidos y abrazados tras hacer una vez más el amor
con fogosidad y ternura.
Cuando
nuestra relación llevaba unos tres meses comenzamos a hablar de un plan de fuga
a Sudamérica.
Durante
semanas elaboramos y contemplamos todos los detalles del plan. Analizábamos los
riesgos, y los posibles contactos, aunque por supuesto dado mi trabajo, yo me
encargaría de falsificar los salvoconductos para conseguir la autorización de
poder ir a Brasil.
Decidimos
dejar de vernos unos días ya que sospechábamos que podrían estar vigilándonos.
En
esas noches de soledad, en mi casi abandonado apartamento y con la intención de
llenar el tiempo libre, volví a la escritura relacionada con Zweig.
****
Stefan y Lotte
fueron bien acogidos en la ciudad de Petrópolis, una nueva ciudad para su
exilio. Allí, en poco tiempo conocieron a varias personas que pronto pasaron a
ser sus amigos con los que compartían tertulias, libros, cenas y también la
preocupación por lo que ocurriría en el mundo si la guerra la ganaban los nazis
como parecía entonces.
A mediados de
Febrero de 1942, Stefan sintió que no podía más. En sus sesenta años de vida
había visto al mundo hundirse en las
locuras genocidas de las dos grandes guerras que habían destruido Europa.
Sentía que su
mundo, sus amigos, sus obras, sus ciudades, sus teatros y museos, su
sensibilidad cosmopolita, creadora y solidaria ya no tenían cabida en el
presente que le rodeaba. El desarraigo para él no tenía que ver con el entorno
geográfico sino con la devaluación de los valores que habían sustentado su vida
produciéndole un gran impacto en su espíritu y en su cerebro en aquellos
calurosos días del verano de Brasil.
Decidió junto
a su mujer dejar este mundo. Y como había sido siempre, ordenado, meticuloso,
detallista y respetuoso con los demás, organizó su muerte para el día veintidós de Febrero.
Se vistió con
pulcritud, redactó cartas destinadas a las autoridades de la ciudad, explicando
que su muerte era un suicidio, dejó pagadas pequeñas deudas; ordenó libros
sobre la mesa indicando el nombre a quien debían devolverse y tras
administrarse él y su mujer unas altas dosis de barbitúricos se acostaron en la
cama abrazados uno al otro y se durmieron para siempre.
Previamente
había escrito unas líneas explicando su determinación que decía:
“Antes de
partir de la vida, con pleno conocimiento y lúcido, me urge cumplir con un
último deber: agradecer profundamente a este maravilloso país Brasil, que me
ofreció a mí y a mi mujer una estancia tan buena y hospitalaria. Cada día
aprendí a amar más este país, y en
ninguna parte me hubiera dado más gusto volver a construir mi vida desde el
principio, después de que el mundo de mi propia lengua ha desaparecido y
Europa, mi patria espiritual, se destruye a sí misma.
Pero después
de los sesenta se requieren fuerzas especiales para empezar de nuevo. Y las
mías están agotadas después de tantos años de andar sin rumbo. De esta manera,
considero lo mejor, concluir a tiempo y con integridad una vida, cuya mayor alegría
fue el trabajo espiritual y cuyo más preciado bien en esta tierra fue la
libertad personal.
Saludo a mis
amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado
impaciente, me les adelanto.”
Al
terminar de escribir esta última declaración de Zweig, seguí ensimismado
releyendo algunas páginas del libro de Müller de donde había extraído esa cita.
Al tomar conciencia del presente que yo vivía, pensé la frustración que
sentiría Stefan si supiese que el amanecer del que nos hablaba aún no había
llegado.
Aunque
habíamos quedado con Sara en no vernos en una semana para evitar posibles
seguimientos de seguridad interior, no pudimos aguantar y al cuarto día
decidimos cambiar de táctica y volvimos a estar juntos.
Fue
como la primera vez. Estuvimos abrazados mucho tiempo. No nos importaba comer,
ni beber si no amarnos con pasión y concretar el plan de huida del infierno que
nos rodeaba.
Acordamos
que ella con la documentación falsa tomaría el transporte para Sudamérica el
viernes y yo lo haría dos días más tarde para evitar cualquier vinculación
entre nosotros.
Nos reencontraríamos después en Brasil, la
misma tierra que había albergado a Stefan.
Por
fin llegó el día y una vez que me aseguré que ella pudo embarcarse sin
dificultad y abandonar Europa, respiré con tranquilidad. Para mí ese fue un día
de felicidad solo contaminado por la ansiedad que sentía esperando ese domingo
en el que yo emprendería el mismo camino para reunirme definitivamente con Sara
y poder disfrutar de nuestra felicidad en libertad.
Pero
ese domingo no llegó. Alguien delató mis planes y fui detenido horas antes de
embarcarme. Me torturaron, me humillaron y me vejaron. Mi única resistencia fue
el silencio. Solo me derrumbé cuando me aseguraron que había sido Sara quien me denunció. Soy conciente, como
ocurre muchas veces en la vida, que jamás sabré la verdad.
Ahora con una certeza exenta de
dudas se que no pertenezco a este mundo. En las largas horas que paso en mi
celda, recuerdo con agrado mi infancia y
mi juventud cuando amaba la paz, la literatura, la música y soñaba con un
hombre nuevo, racional y solidario. Pero también me invade la tristeza cuando
tomo conciencia de la persona en que más tarde me convertí al servicio del
estado totalitario.
Al
pasar los meses llegué a la conclusión que ya no merecía la pena vivir.
Mi
mundo también había muerto. Intenté suicidarme pero fracasé.
Ahora
estoy preso en un área de aislamiento e intento escribir esta historia que dudo
que pueda llegar a algún lector, pero lo
hago para sentir que sigo vivo en este
nuevo período histórico oscuro, retrógrado e insensato que me ha tocado vivir.
A
veces también acudo a otro mecanismo de defensa para mí muy eficaz. Intento
recordar de memoria algunas obras de mi autor admirado Stefan Zweig, sobre todo
su autobiografía “El mundo de ayer”.
Al
adentrarme en ella me identifico profundamente con este hombre singular y sufro
al reconocer la estupidez humana y constatar la
incapacidad de las personas para aprender de los errores pasados que
solo conducen a repetir los ciclos de sufrimientos una y otra vez.
Ahora
solo aspiro a tener otra oportunidad para seguir los pasos de Stefan. Espero
que sea pronto.
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