Relato literario semanal (I)

Hace más de diez años escribí este relato donde se mezclan la ficción con aspectos de la vida  real del gran escritor austríaco Stefan Zweig. Con el tiempo no supe concretar bien el título del mismo y lo he cambiado en dos ocasiones.  Para facilitar su lectura en esta revista lo he dividido en dos partes.  En esta entrada publico la primera parte y en la próxima semana la segunda.
Si no has leído nada de Zweig, me sentiría muy satisfecho que con este relato se despertara en ti la necesidad o curiosidad por conocer su obra. En ese sentido te recomiendo leer "El mundo de ayer". Editorial Acantilado.
J.P

                      Por el camino de Zweig  (1ª parte)

  -No Stefan, no llevas razón, dijo Marcos, mientras se pasaba la mano por sus cabellos en un gesto que denotaba cansancio y hastío. Una vez más entablaba una discusión que de antemano sabía que terminaría en nada ya que ninguno lograría convencer al otro.
Stefan Zweig, escritor judío no practicante, cosmopolita y amante apasionado de las artes, de la cultura y del conocimiento, no podía dar brazo a torcer ante los argumentos de mi bisabuelo Marcos, sionista convencido, cuando abordaban el tema que ellos llamaban de la cuestión judía.
Mientras en Europa morían millones de personas victimas del odio y el fanatismo, mi bisabuelo y Stefan, sentados en un café de Buenos Aires, hablaban del futuro del mundo.
-Los males de la humanidad de los últimos siglos siempre han estado ocasionados por las religiones fanáticas e intolerantes, la codicia de los poderosos, los nacionalismos y los dogmatismos totalitarios, aseveró sin vehemencia Stefan, quizás, por que ya se lo había dicho tantas veces a Marcos que éste ni le contestó.
Zweig estaba de paso por Argentina ya que tras presentar su libro “Novela de Ajedrez” se marcharía a Brasil. A pesar de que rechazaba con firmeza y contundencia los argumentos de mi bisabuelo, Stefan transmitía a través de su mirada y de su rostro unos sentimientos de  tristeza, desilusión y pesimismo.
Charlotte, su esposa, permanecía callada a su lado cogiéndole de la mano y con su mirada parecía decirle, para que discutir, mejor es el silencio.
Stefan que había frecuentado y participado en los acontecimientos artísticos y culturales más destacados de las primeras décadas del siglo veinte, estaba ahora hundido en una silla y al comprender la mirada de su mujer, guardó silencio y casi no volvió a hablar aquella noche.
Solo concretaron algunos nombres de personas que en Petrópolis les ayudarían a asentarse en la ciudad que acogería esa nueva etapa del exilio.
 Al regresar al hotel, Zweig no pudo dormir.
Recordaba a tantos amigos que en la vieja Europa habían compartido con él la ilusión de un mundo creativo, tolerante, culto e innovador.
Aunque se lo había preguntado muchísimas veces a sí mismo, seguía sin encontrar respuesta en su cerebro sensible y racional sobre el por qué de la barbarie y sinrazón que asolaban  las tierras en las que antes se había disfrutado del arte, la ciencia y la esperanza de una sociedad mejor.
Después de mucho pensar concluyó que quizás su tiempo había terminado y su mundo había muerto.

                                             ****

Cuando iba a releer lo escrito oí tres golpes en la puerta de mi despacho. Era la forma habitual que Carmen mi secretaria anunciaba su entrada.
Al verla acercarse mi rostro adquirió la rigidez, seriedad e impenetrabilidad
que yo había aprendido a adoptar  para marcar las distancias con todas las personas que me rodeaban.
-Sr. Benzáquen, pronto se iniciarán los cortes de agua y energía, ¿activo el generador?-, me preguntó. Sin mirarla le respondí que sí.
Desde hacía cinco años que solo disponíamos de agua y energía unas cuantas horas al día. El despilfarro, el cambio climático, las guerras y la prolongadísima sequía, más de ocho años sin llover, nos habían cambiado la vida.
En realidad, ya casi no nos acordábamos de cómo vivíamos antes. Los paseos por la playa, el ocio en la piscina, las duchas diarias, las calles y casas iluminadas habían pasado al terreno de los recuerdos brumosos e inciertos. Quizás a veces estos recuerdos estaban agigantados por comparación con las actuales carencias e idealizados también, al ver   películas de otras épocas  que ya parecían pertenecer a un pasado muy lejano.
Mi fama en el ministerio de funcionario incorruptible, duro, distante e inflexible, producto de mi forma de actuar, me había transformado en otra persona. Me sentía juez o supremo hacedor  cuando decidía sobre la solicitud de visado de miles de personas que pretendían  dirigirse fuera de Europa.
Años atrás, las estrategias diseñadas por mí en la lucha sin cuartel contra la emigración ilegal me habían dotado de gran prestigio y ello facilitó mi ascenso en la institución gubernamental regional.
Sin embargo ahora me dedicaba a dos funciones primordiales. La primera consistía en conceder los cupos de racionamiento del agua tanto para uso familiar como industrial. La segunda, que era donde estribaba mi mayor responsabilidad se debía que yo era la autoridad incontestable e inapelable que disponía sobre la concesión de los pasaportes para poder viajar a Sudamérica.
Sudamérica se había convertido en el único sitio del planeta donde aún se podía vivir de forma parecida al pasado, al menos, según los relatos de los que habían tenido la suerte de ir allí.
Después de las confrontaciones fundamentalistas, de las guerras asiáticas y del holocausto de oriente,  el mundo estaba acabado.
Llevábamos solo diez años sin petróleo y parecía que habíamos retrocedido siglos.
En mi trabajo todos los que habían intentado engañarme, sobornarme o convencerme para que torciese mi celo funcionarial en la concesión de los visados habían terminado en la cárcel o en el destierro.
Mi oficina situada en esta pequeña ciudad del sur de Europa, recibía solicitudes de todo el continente. Tras la desaparición de los obsoletos estados nacionales el único elemento común de las personas era el anhelo de supervivencia.
Mi seguridad y mi elevada autoestima basada en la inflexibilidad a la hora de tomar decisiones se desplomaron como un frágil castillo de naipes cuando conocí a Sara.
Entonces creí que nuestro primer encuentro había sido casual aunque más tarde descubriría que no.
Aprovechando mi día libre quincenal había acudido a la única biblioteca pública que quedaba en la ciudad.
En estos últimos años estaba siempre vacía. Parecía que la gente había perdido el gusto por la lectura o por el conocimiento. Tal vez muchos pensarían como mi madre. Ella con frecuencia, haciéndome mirar al entorno decadente, me decía – Mira para lo que ha servido el conocimiento y la ciencia-; y antes de que yo pudiera contestarle cambiaba de tema para evitar una discusión que ella sabía que iniciaríamos y que no nos llevaría a ningún lado.
             Los ordenadores de la biblioteca eran ahora muebles decorativos ya que estaban todos fuera de servicio. Por eso fui por mi cuenta hacia la estantería donde sabía que estaban los libros de Zweig. Buscaba “La tierra del futuro”, que se había publicado en 1941. Tenía mucho interés en leerla ya que describía a Brasil como un paraíso a descubrir. En mi mente y ensoñaciones personales este era el  sitio al que en otra etapa de mi vida había deseado emigrar.
Este sentimiento era para mí un secreto íntimo e inconfesable. De solo pensar que alguien lo supiese me producía temor,  ya que sabía que eso me convertiría en un individuo frágil y corriente, imagen tan alejada de la que yo mostraba entonces a los demás.
Cuando me aproximé al sitio de la librería donde estaban las obras de Stefan, una mujer depositaba allí un libro de este autor, titulado  “La piedad peligrosa”.
Pasó a mi lado casi rozándome y lo que más me impactó fue percibir su olor a limpio. Desde hacia años debido a la falta extrema de agua nuestros hábitos higiénicos habían cambiado radicalmente.
No existía la ducha ni el baño, apenas nos aseábamos y nuestro cuerpo y nuestra ropa habían adquirido un olor desagradable, penetrante y constante que nos había llevado a acostumbrarnos a convivir con el.
           Giré mi cabeza disimuladamente y seguí observándola hasta que ella salió de la biblioteca.
Le calculé unos treinta años, casi veinte menos que yo. Alta, hermosa, caminaba con firmeza pero en silencio. Su pelo castaño claro, suelto, limpio, se movía suavemente al compás de sus pasos.
Llevaba un pantalón negro y una blusa azulada. Mi mirada se dirigió instintivamente hacia sus nalgas. Pensé si eso estaría codificado genéticamente, ya que muchas veces había elucubrado al respecto.
Sus piernas largas, ágiles y sus perfectos muslos me hicieron olvidar mi actitud de disimulo inicial. Visualicé unos pechos redondos,  firmes y un rostro que parecía ensimismado, ausente del entorno que le rodeaba pero con un gesto de paz y serenidad que llegó a sobrecogerme dado el contrapunto con lo que yo sentía en mi vida cotidiana.
              Durante las dos semanas siguientes no dejé de pensar en ella y visité a menudo  los alrededores de la biblioteca deseando encontrarla, pero no tuve éxito.
Cuando aquel sábado fui a devolver “Castalión contra Calvino”, nos volvimos a encontrar en la estantería de los libros de Zweig.  Me miró con unos ojos verdes,  dulces y en su boca se apreciaba una sonrisa encantadora.
-Parece que nos gusta el mismo autor-, me dijo.
La máscara pétrea e inhumana que yo sentía desde hacía  tiempo en mi rostro se derrumbó, desapareció.
-Sí me gusta mucho, además mi bisabuelo fue amigo suyo-, le dije con voz  entrecortada y nerviosa.
Mi seguridad, aplomo y rigidez desaparecieron de forma instantánea.
Cuando salimos de la biblioteca y nos dirigimos al lugar donde habíamos dejado nuestras bicicletas, ya habíamos intercambiado nuestras opiniones sobre las mejores obras de Zweig.
Seguimos hablando más de una hora en un banco situado a las afueras de la biblioteca donde otrora había existido un jardín.
Me volvió a impresionar su aspecto y olor a limpio y sentí vergüenza de mi cuerpo. En mi coherencia cerril respecto al uso del agua para baño que se imponía en aquellos años, ya casi se me había olvidado lo que era la sensación de frescor y limpieza.
 Y estaba yo allí sentado muy cerca de ella gozando de la proximidad, pero temiendo al mismo tiempo que ella percibiese el mal olor de mi cuerpo y el de mis ropas.
Desde el primer instante que conocí a Sara quedé subyugado por su voz, su mirada, su piel y sus movimientos.
Mientras charlábamos de Zweig en ese primer encuentro, por momentos yo dejé de oírla y mi mente y mi mirada recorrieron con disimulo cada centímetro visible de su piel bronceada, suave, aterciopelada y joven. Me desplacé por sus pies, sus tobillos, su escote y sus manos, deseando en ese momento, más que nada en el mundo poder acariciarla.
En ese instante de divagación pero que para mí era como una ensoñación inalcanzable, de repente se puso de pié y apoyó su mano derecha sobre mi hombro ya que yo aún permanecía sentado y me dijo -Bueno, espero que pronto nos volvamos a ver y que disfrutes de “Leporella”-.
Me incorporé torpemente y cuando ella se había alejado unos cuantos metros le dije con timidez –Sí espero que sea pronto, y como intentando concretar una cita, agregué –Volveré el sábado-.
Me saludó con una sonrisa y levantando su mano, como diciendo adiós, se despidió de mí. La sensación que había dejado su mano al apoyarse en mi hombro persistió en mi cuerpo y en mi mente durante muchas horas.
Después de aquel encuentro durante días estuve recordando cada uno de sus gestos, detalles de su cuerpo, su boca, sus labios, su piel y su ropa.
En aquel momento no pasaron por mi cabeza las sospechas que siempre me asaltaban cuando veía a alguien limpio o bien vestido.
 Con frecuencia cuando me encontraba con una persona de esas características consideraba que era sospechosa de incumplir el racionamiento del agua o de delitos peores.
Pero esta vez solo pensaba en Sara y sentía como que había vivido una situación  fantástica y afortunada y que empezaba a cambiar mi vida. No sabía si ella acudiría el siguiente sábado pero los días que faltaban hasta entonces me parecieron meses.
           Para combatir las horas muertas producto del insomnio que me ocasionaban las fantasías derivadas de ese encuentro, decidí volver a  los relatos que escribía sobre la vida de Stefan Zweig.
Meses atrás había leído en una circular del departamento de cultura, la posibilidad de participar en un taller literario para aprender a escribir.
Aunque era consciente que mi capacidad narrativa era pésima, pronto me di cuenta que aquello me entretenía bastante, me permitía conocer obras literarias y ocupaba mi tiempo libre atenuando mi insoportable soledad.
Llevaba más de diez años sin saber nada de mi ex mujer y de mi hijo. Alguien me contó una vez que habían desaparecido en Israel.  
  El sopor emocional que yo tenía entonces y la falta de cariño acrecentada por la tumultuosa separación, hicieron que nunca intentara comprobar si aquello había ocurrido de verdad.
En la quinta noche de insomnio volví a la escritura.

                                                      ****
(Continúa la próxima semana)


Comentarios

Entradas populares