Relato corto
Caja de bombones
Conocí a Ludmila en una cama de hospital. Yo era
su ginecólogo y al vernos por primera vez percibí en ella un sentimiento de
miedo, desconfianza y desprotección.
Estaba embarazada, y acababa de salir de un coma
prolongado en el que por las pruebas habituales se la había considerado como
con muerte cerebral.
Pero tras la sorpresa que la ciencia y la vida nos
depara a veces, estaba ahora ella frente a mí, lúcida y consciente de su
situación. Aunque no podíamos hablar entre nosotros por expresarnos en lenguas
diferentes nos entendimos desde el primer día.
Ella tenía un rostro pálido, triste y una delgadez
extrema. Presentaba problemas para la marcha e incontinencia parcial de
esfínteres. Había perdido también un ojo en aquel fatídico accidente que sufrió
en esa carretera secundaria de la serranía andaluza.
Con frecuencia las personas tenemos momentos o
situaciones que cambian nuestras vidas.
El accidente de tráfico de esa noche fue su
momento crucial.
Había llegado de Ucrania un año antes, joven,
bella y con deseos de mejorar su vida y la de su familia que habían quedado en
aquel país tan lejano del nuestro por distancia, historia e idioma.
Ahora estaba físicamente minusválida y en una
soledad extrema.
Esperaba un hijo no deseado y al que dejaría en
acogida por los servicios sociales de España.
Durante los meses que estuvo en el hospital no
recibió ninguna visita, ni llamadas, ni cartas.
La mayoría de las personas que la atendían la
trataban bien y llegaron a tenerle verdadero afecto.
Ludmila siempre estaba callada y su comportamiento
era prudente. Su mirada era triste y parecía sin esperanza alguna.
Cuando yo llegaba a su habitación para pasar mi
visita médica diaria la solía encontrar leyendo un libro sin tapas y hasta creo
que siempre estaba en la misma página. Nos comunicábamos de maneras diversas.
De ese modo me enteré que se trataba de una novela de amor escrita en su lengua
y esta era quizás la única pertenencia que ella poseía.
Decidí regalarle un libro para que le ayudase a
transcurrir las largas y vacías horas que debía pasar en el hospital pero me
advirtió que no sabía leer en español.
Le programamos su parto y tras el nacimiento de su
hijo pasó éste a adopción. Ella no quería hablar del tema pero se le notaba la
curiosidad que tenía por saber como era su hijo y que sería de su vida.
A la semana del parto los servicios sociales
programaron su repatriación por que era una inmigrante ilegal. La mañana
anterior a su partida, estaba seria, pensativa y ausente. Quizás hacía un
balance de todo lo que vivió desde que salió de su país; la esperanza, el
miedo, la incertidumbre y la frustración. Ahora todos estos sentimientos
propios de las personas que emigran se encontraban ahondados por su situación
particular.
Las enfermeras la vistieron, le regalaron algo de
ropa dado que no tenía nada personal, la maquillaron para ponerla
"guapa", palabra que ella repetía con un acento extranjero que nos
causaba gracia y simpatía.
La policía la recogería por la mañana para
llevarla al aeropuerto. Unos minutos después de recibir esa información
desapareció de la planta.
Cuando todos pensábamos que había huido para
evitar la dolorosa repatriación, la vimos aparecer caminando con dificultad por
el pasillo. Se acercó a nosotros que estábamos en el control de enfermería y en
un idioma que no entendimos nos dijo algo con una voz dulce y agradecida. Nos
entregó una pequeña caja de bombones y balbuceó gracias, mientras unas lágrimas
recorrían su rostro.
Al día siguiente ya no la vi; había vuelto a su
país.
A menudo recuerdo a Ludmila; su mirada, su
soledad, sus lecturas repetitivas y me pregunto que será de su vida.
La inmigración es a veces en sus diferentes
facetas muy dolorosa y requiere comprensión, apoyo y afecto. Estas actitudes
solidarias con cierta frecuencia suelen estar ausentes en muchas personas
agraciadas por su derecho de cuna o de origen.
Ludmila, deseo que algún día puedas ser más feliz
de lo que fuiste aquí. Mucha suerte.
JP
JP
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