Microrrelato: realidad y cine



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Noche de cine

Era yo muy joven en aquel invierno del 76. Esa noche era la tercera vez en esa semana que iba al cine en aquella ciudad del norte de Argentina llamada Tucumán.
Mientras esperaba el comienzo de la película de Saura, La prima Angélica, recordaba con gran placer los días de mi infancia cuando junto a mis padres y mi hermana acudíamos al cine.
En mis recuerdos ese día era una gran fiesta para nosotros; desde los preparativos, los bocadillos hechos por mi madre y comidos durante la película, hasta el ambiente de la sala del propio cine, hacían que el olor, la penumbra, el ruido de los ventiladores en el verano o la luminosidad de las pantallas de las estufas de gas en el invierno, nos produjeran tal deleite, que hoy recordamos esas noches como momentos de felicidad en nuestras vidas. El regreso a casa en tranvía, donde seguíamos hablando de lo visto, también era algo placentero.
Casi siempre veíamos dos películas; una que llamábamos de amor y otra de vaqueros o de aventuras. Me embargaba la tristeza cuando iba a acabarse la segunda película, significaba el final de la fiesta. Solo se superaba este sentimiento pensando que pronto se volvería a repetir.
En ocasiones se prolongaban los periodos sin cine por falta de dinero pero la vuelta al mismo cuando se producía, era aún más gozosa.

Pero en aquella semana de julio del 76 ya no era un niño si no un joven  que en pocos días había visto dos películas españolas. Para mí era como conocer España y a los españoles; ansiaba ir a ese país; quería retomar las huellas de mis ascendientes y también era el sitio al que quería huir para vivir en libertad. Había visto Peppermint frappé y El espíritu de la colmena y ahora mientras esperaba ver en La prima Angélica  a José Luis López Vázquez y a Lina Canalejas, reflexionaba que ya ni el cine era un sitio de paz en esa Argentina aterrorizada.
En ese preciso momento y a los pocos minutos de estar apagadas las luces, éstas se volvieron a encender e irrumpieron en la sala unas diez personas armadas que eran los comandos del terror de la dictadura. Cogieron a una pareja de jóvenes que estaban dos filas delante de la mía y se los llevaron casi arrastrando fuera de la sala. Los rostros de miedo de esa pareja aún siguen grabados en mi cerebro.
Aquel día no pude ver la película; me quedé sumido en la tristeza y la desesperanza. Los fotogramas que se proyectaban en la pantalla estaban como teñidos de rojo que era el color de la sangre que se derramaba por aquellos años en esa Argentina donde unos morían y otros decían por algo será.
JP


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