Javier Cercas. Artículo recomendado
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El
golpe inglés
Javier Cercas. El País
semanal
Tras la llegada de Boris Johnson al poder, muchos
están de acuerdo en que lo que se ha intentado en el Reino Unido es un golpe de
Estado.
EN 2017, UN AÑO DESPUÉS del referéndum del
Brexit, A. C. Grayling sostuvo que esa consulta y los actos
subsiguientes del Gobierno británico presentaban serias similitudes con un
golpe de Estado; pese a la contundencia de los argumentos del filósofo, hubo
quien pensó que exageraba. Ahora, tras la llegada de Boris Johnson al poder y
su intrincado despliegue de argucias destinadas a no evitar un Brexit por las malas, incluido el cierre temporal del Parlamento de
Westminster, muchos están de acuerdo en que eso es lo que se ha intentado en el
Reino Unido. Lo cual debería contribuir a zanjar la absurda discusión sobre si
lo que ocurrió en Cataluña en otoño de 2017 fue un intento de golpe de Estado o
no. Por supuesto que lo fue, y no sólo porque se ciña a la definición canónica de Hans Kelsen, según la cual un golpe se da
cuando “el orden jurídico de una comunidad es anulado y sustituido de forma
ilegítima por un nuevo orden”; también, porque ya nadie debería ignorar
que, al menos en Europa, o en Occidente, los golpes del siglo XXI no son como
los del siglo XX.
La historia es como la materia: no se crea ni se
destruye; sólo se transforma. En lo esencial, los seres humanos apenas
cambiamos (y no solemos escarmentar en cabeza ajena), cosa que explica que
muchos errores que estamos cometiendo hoy, tras la crisis de 2008, sean tan
semejantes a los que cometimos en los años treinta, tras la crisis de 1929. La
historia, sin embargo, nunca se repite, o no exactamente —lo que estamos
viviendo ahora no es igual que lo que vivieron nuestros antepasados—, aunque a
menudo se repite con máscaras diversas.
El nacionalpopulismo rampante
de hoy, por ejemplo, no es el fascismo rampante de ayer, pero sí es su máscara
posmoderna. Federico Finchelstein lo ha dicho así: “El populismo está genética
e históricamente ligado al fascismo. Se podría sostener que es su heredero: un
posfascismo para tiempos democráticos, que combina un compromiso limitado con
la democracia y que presenta impulsos autoritarios y antidemocráticos”.
Ahora bien, el fascismo fue una ideología violenta, engendrada cuando la violencia no había dejado de ser un instrumento político legítimo en Occidente, y en consecuencia sus golpes contra la democracia fueron con frecuencia violentos; en cambio, el nacionalpopulismo, nacido cuando, tras la II Guerra Mundial, la violencia ha quedado desacreditada entre nosotros como instrumento político, ya no usa la violencia (o sólo la usa en dosis homeopáticas) y sus golpes son menos aparatosos y más sutiles: como los golpes fascistas, se dan en nombre del pueblo; pero, a diferencia de los golpes fascistas, se dan en nombre de la democracia, usando el poder legítimamente obtenido en las urnas para destruir los procedimientos y las instituciones democráticas, como si la democracia pudiera existir al margen de ambos y no fuera, por citar de nuevo a Kelsen, “procedimiento y sólo procedimiento”.
Ahora bien, el fascismo fue una ideología violenta, engendrada cuando la violencia no había dejado de ser un instrumento político legítimo en Occidente, y en consecuencia sus golpes contra la democracia fueron con frecuencia violentos; en cambio, el nacionalpopulismo, nacido cuando, tras la II Guerra Mundial, la violencia ha quedado desacreditada entre nosotros como instrumento político, ya no usa la violencia (o sólo la usa en dosis homeopáticas) y sus golpes son menos aparatosos y más sutiles: como los golpes fascistas, se dan en nombre del pueblo; pero, a diferencia de los golpes fascistas, se dan en nombre de la democracia, usando el poder legítimamente obtenido en las urnas para destruir los procedimientos y las instituciones democráticas, como si la democracia pudiera existir al margen de ambos y no fuera, por citar de nuevo a Kelsen, “procedimiento y sólo procedimiento”.
Éste es el tipo de atropellos que ocurren o han
ocurrido, con éxito o sin él, en Hungría, Polonia, Venezuela, Reino Unido o
Estados Unidos (y también en Cataluña). Por supuesto, hay sustanciales
diferencias de forma entre cada uno de esos golpes o intentos de golpe, y sería
injusto equiparar la maquiavélica sutileza oxoniense de Johnson —que hasta hoy
ha acatado todas las resoluciones de los tribunales— con la zafiedad delictiva
de los dirigentes del procés, que arremetieron contra todo cuanto
se les ponía por delante, incluido el Estatut y la Constitución. Pero el fondo
es parecido.
Cuando escribo estas líneas, la valerosa rebelión
del Parlamento británico y de parte de la ciudadanía y la intervención de los
tribunales de justicia han logrado parar de momento el golpe inglés, pero aún
no sabemos cómo acabará la historia. Lo único que ahora mismo sabemos es que,
si esto ha ocurrido en la democracia más antigua del mundo (y una de las más
sólidas), puede ocurrir en cualquier parte. Winston Churchill, que contribuyó
como pocos a derrotar el fascismo en Europa, escribió que los próximos
fascistas se llamarían a sí mismos antifascistas; nosotros deberíamos haber
aprendido ya que los enemigos más peligrosos de nuestras democracias se llaman
a sí mismos demócratas.
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