Artículo recomendado. Controversia con el ecologismo
En este artículo expuesto para el debate se da una visión diferente (alternativa a la del ecologismo) para abordar la problemática del cambio climático. Interesante lectura para la controversia. Publicado este año en Tribuna (El País).
Cambio climático y extinción del pensamiento
Cambio climático y extinción del pensamiento
Jhon Gray. Junio 2019.Tribuna en El País
Sobrevivir a la crisis climática no es un objetivo
irrealizable por naturaleza. Lo que se necesita no es un desarrollo sostenible,
sino una "retirada sostenible"
RAQUEL MARÍN. Ilustración
La situación del planeta lo está empujando al
centro de la mente humana. Para un número cada vez mayor de personas, el cambio
climático es un hecho tangible. Las comunidades isleñas y las ciudades costeras
sufren los efectos del aumento del nivel del mar, y todos somos testigos de los
fenómenos meteorológicos extremos y el dislocamiento de las estaciones. Los
políticos moderados han reconocido que se ha hecho urgente alguna clase de
acción más radical que cualquiera de las emprendidas hasta el momento. Todo el
mundo, excepto los negacionistas más contumaces, se da cuenta de que, en el
mundo que los seres humanos han habitado a lo largo de su historia, está
teniendo lugar un cambio sin precedentes.
Al mismo tiempo, como escribió Eliot en Cuatro
cuartetos, la humanidad no puede soportar mucha realidad, y pensar en el
tema resulta cada vez más ilusorio. El cambio, efecto colateral de la
industrialización mundial basada en los combustibles fósiles, ha sido
desencadenado por los seres humanos. Esto no significa que ellos mismos puedan
pararlo. Como han señalado los climatólogos, el calentamiento global se
prolongará cientos o miles de años después de que sus causas próximas hayan
cesado. El rigor de las exigencias de Extinction Rebellion —unas
emisiones netas de CO2 iguales a cero para Reino Unido en 2025, por ejemplo—
las convierte en imposibles. Pero incluso si se pudiesen poner en práctica, no
tendrían excesiva repercusión sobre las emisiones de gases de efecto
invernadero ni evitarían una alteración del clima que ya forma parte inseparable
del sistema. Los actuales movimientos ecologistas son expresión de un
pensamiento mágico, intentos de ignorar la realidad o evadirse de ella, más que
de entenderla y adaptarse.
Una de las realidades que el ideario ecologista
pasa por alto es la geopolítica. Pensemos en la idea, tan de moda, de que el
mundo —o, por lo menos, el Occidente capitalista— debería dejar de utilizar
combustibles fósiles. Desde el punto de vista medioambiental sería algo
altamente deseable aunque no detuviese el cambio climático ni las
perturbaciones que lo acompañan. Desde el punto de vista geopolítico, la receta
provocaría turbulencias en todo el mundo. Algunos de los Estados más
importantes necesitan estos combustibles para su existencia. El reino de Arabia
Saudí se hundiría sin los ingresos que recibe del mercado del petróleo. Las
rentas nacionales de Irán y Rusia dependen en gran medida de que el crudo sea
caro. Para todos ellos, el final repentino del consumo de hidrocarburos
supondría un descenso brutal del nivel de vida, así como una fractura política
a gran escala. Tanto mejor, dirán los ecologistas. No son regímenes demasiado
deseables.
Las propuestas
ecologistas implican un descenso del nivel material de vida de gran número de
personas
Pero sería una estupidez suponer que lo que
surgiría a continuación sería mejor. El reino saudí se fragmentaría o sería
sustituido por un régimen islamista más radical. Una Rusia empobrecida podría
ser más belicosa y temeraria en su política exterior y de defensa. Con Irán
privado de los ingresos del petróleo y sin perspectivas de seguir obteniendo
beneficios, habría menos, no más posibilidades de un giro democrático en el
país. La probabilidad de éxito de los cambios de régimen inducidos por las
políticas ecologistas no es mayor que la de los cambios de régimen impuestos
por la fuerza militar.
Otra realidad obviada por el pensamiento
ecologista es la historia del siglo XX. Las protestas contra el cambio
climático, como Extinction Rebellion, son hijas de los
movimientos antiglobalización de hace más o menos una década, y al igual que
estos, creen que el capitalismo occidental contemporáneo es defectuoso y se
dirige hacia el desguace de la historia. En eso tienen razón. El mercado libre
mundial ha sido siempre una entelequia, y la estructura tambaleante de los
precios de los activos financiados a base de endeudamiento y de las crecientes
rivalidades comerciales es frágil. Otra crisis crediticia como la de 2007-2008
probablemente la haría pedazos.
Esto no quiere decir que una economía socialista
fuese más beneficiosa para el medio ambiente. Las peores catástrofes ecológicas
del siglo pasado sucedieron en la antigua Unión Soviética y en la China
maoísta, en las que —bajo la influencia de la ideología marxista, según la cual
el mundo natural tiene que ser "humanizado"— la naturaleza sufrió un
menoscabo y una degradación peores que en cualquier país occidental.
Las agresiones al medio ambiente incluyen una de
las extinciones masivas de otras especies animales más rápidas de la historia.
Hace 50 años, alrededor de 180.000 ballenas desaparecieron de las aguas que
circundaban la Unión Soviética. En una muestra extraordinaria de vandalismo
medioambiental, la industria ballenera soviética acababa con estos mamíferos
con la simple finalidad de cumplir los objetivos de producción fijados por los
planes quinquenales. Apenas al 30% de las ballenas masacradas se les dio algún
uso económico. Era normal que los barcos regresasen con animales en estado de
putrefacción inservibles como alimento. Cumplir con el plan quinquenal solo
dependía de cuántas se matase. Las tripulaciones que no alcanzaban la cuota
eran penalizadas con descensos y despidos, mientras que las que superaban las
exigencias del plan recibían gratificaciones. Aparte de los equipos que
igualaban o excedían la cuota, nadie obtenía provecho de la matanza. Algunas
especies de ballenas quedaron al borde de la extinción, y los efectos del
sistema sobre las poblaciones de cetáceos son visibles aún hoy. (Ver Charles
Homans, The most senseless environmental crime of the twentieth century [El
crimen medioambiental más absurdo del siglo XX], Pacific Standard,
14 de junio de 2017).
La economía
industrial no aceptará los límites al crecimiento porque en la civilización a
la que sirve, aceptar cualquier límite último al poder humano es el peor de los
pecados
Por supuesto, los ecologistas les dirán que
quieren un sistema económico diferente de una economía socialista planificada
por el Estado, pero nunca han aclarado cómo funcionaría ese nuevo sistema, y en
la práctica sus exigencias se resumen en poco más que lo que ellos llaman
desarrollo sostenible. El problema es que las propuestas ecologistas implican
un descenso del nivel material de vida de gran número de personas, lo cual
sería insostenible políticamente. El impuesto de Macron al gasoil impulsó el
avance del movimiento de los chalecos amarillos en Francia, y el
principal beneficiario de la promesa electoral de Hillary Clinton de clausurar
la industria del carbón ha sido Donald Trump. Cuando las políticas ecologistas
imponen graves costes a los pobres y a la mayoría trabajadora —como ocurre con
frecuencia—, el resultado es una reacción popular.
En teoría, la solución a la crisis ambiental es lo
que John Stuart Mill, en sus proféticos Principios de economía política (1848),
llamó una economía del Estado estacionario, en la que el progreso técnico no se
emplea para expandir la producción y el consumo, sino para aumentar el ocio y
la calidad de vida. El problema es que una economía sin crecimiento es
políticamente imposible. La reacción de los populismos y la agitación
geopolítica darían al traste con cualquier transición a un Estado estacionario.
Detrás de estos obstáculos se esconde otra realidad que se ha excluido del
pensamiento actual. A pesar de todo lo que se dice del descenso de la
fertilidad en buen número de países, el crecimiento de la población humana
sigue siendo la causa última de la actual extinción masiva. Las especies
desaparecen a gran escala porque sus hábitats están desapareciendo, y la causa
principal es la expansión humana. Puede que, efectivamente, entrado el siglo el
crecimiento demográfico se estabilice en torno a los 9.000 o 10.000 millones de
habitantes. No obstante, la biosfera ya estará arrasada. Si entonces el número
de seres humanos desciende, lo hará en un mundo terriblemente depauperado.
Es interesante observar que John Stuart Mill ya
predijo este futuro en 1848, cuando concibió la idea del Estado estacionario en
sus Principios de economía política. No produce “mucha
satisfacción", decía, "... contemplar un mundo en el que nada se deja
a la actividad espontánea de la naturaleza; en el que hasta el más minúsculo
pedazo de tierra capaz de dar alimento al ser humano se ha puesto en cultivo y
el último retazo de pastizal florido ha sido arado; en el que los cuadrúpedos y
los pájaros no domesticados por el hombre han sido exterminados como rivales
que le disputan los alimentos; cada seto y cada árbol superfluo ha sido
arrancado de raíz, y apenas queda sitio en el que una flor o un arbusto
silvestre puedan crecer sin ser erradicados como malas hierbas en nombre del
progreso agrícola. Si la tierra debe perder la enorme parte de su placidez que
debe a las cosas que el aumento ilimitado de la riqueza y la población
extirparía de ella con el mero propósito de sostener a una población mayor, pero
no mejor o más feliz, espero sinceramente, por el bien de la posteridad, que se
contenten con estar estacionarios mucho antes de que la necesidad los obligue a
ello".
Más de 170 años después no parece que nadie se
contente con estar estacionario. Nada en el actual clima de pensamiento goza de
tan poca popularidad como el neomalthusianismo de Mill. Es
verdad que él lo vinculaba a la emancipación de la mujer, y que llegó a pasar
una noche en la cárcel por el delito de distribuir panfletos a favor del
control de la natalidad entre las mujeres de clase trabajadora. Sin embargo,
los liberales de hoy en día lo consideran una débil excusa para lo que
denuncian como la siniestra misantropía del filósofo y economista, que prefería
un mundo con una población reducida y grandes superficies de territorio salvaje
a otro asfixiado y desolado por miles de millones de seres humanos luchando por
sobrevivir.
Los políticos
moderados han reconocido que se ha hecho urgente alguna clase de acción más
radical que cualquiera de las emprendidas hasta el momento
Aquí es donde la crisis de la extinción asoma en
el horizonte. La economía industrial no aceptará los límites al crecimiento
porque la civilización a la que sirve ha rechazado cualquier restricción a su
capacidad de logro. Según la mentalidad actual, el hecho de que un objetivo sea
imposible de alcanzar no es motivo para no intentarlo. Más bien todo lo
contrario. Los sueños imposibles —nos dicen innumerables predicadores laicos—
hacen a los seres humanos únicos y especiales. En esta religión moderna,
aceptar cualquier límite último al poder humano es el peor de los pecados. En
consecuencia, el pensamiento mágico —que descansa sobre la creencia en la
omnipotencia de la voluntad humana— es obligatorio.
Sobrevivir a la crisis climática no es un objetivo
irrealizable por naturaleza. Lo que se necesita no es un desarrollo sostenible,
sino algo más parecido a lo que James Lovelock, en su obra A Rough Ride
to the Future [Una dura carrera hacia el futuro] (2014), denominaba
una "retirada sostenible". Utilizando las tecnologías más avanzadas,
entre ellas la energía nuclear y la solar, y abandonando la agricultura en
favor de los medios sintéticos de producción de alimentos, se podría alimentar
a la todavía creciente población humana sin seguir haciendo demandas aún más
intolerables al planeta. La intensificación de la vida urbana podría permitir
la recuperación de territorios salvajes que hubiesen quedado despoblados. Los
recursos se podrían concentrar en construir defensas contra el cambio
climático, que tendrá lugar hagamos lo que hagamos ahora los seres humanos. Los
sueños soberbios de "salvar el planeta" se sustituirían por ideas
sobre cómo adaptarnos a vivir en un planeta que nosotros mismos hemos
desestabilizado. Si los seres humanos no se amoldan, el planeta los reducirá a
un número menor a los condenará a la extinción.
Esta clase de programa es lo contrario de lo que
proponen los ecologistas. También es profundamente incompatible con la cultura
dominante. Una consecuencia de la decadencia de la religión es el declive
simultáneo de la idea de que el mundo natural impone límites a la voluntad
humana. En vez de verse a sí mismos como un animal entre tantos, como la
especie que domina en el presente, pero que, al igual que todas las demás, no
tiene asegurada su permanencia en la Tierra, los seres humanos se han crecido
hasta pensar que tienen el poder sobre la naturaleza del Dios en el que ya no
creen. Si Dios no hizo el mundo, la humanidad puede —y debe— rehacerlo a su
imagen. Esta es la base sobre la que se asienta nuestra civilización
supuestamente laica, y también la fuente última de la crisis de la extinción.
La crisis de la
extinción solo se puede mitigar reorientando nuestra mente para que aborde la
realidad
En estas circunstancias, cualquier programa
fundamentado en el hecho de que los seres humanos se enfrentan a un cambio
climático imposible de detener será tachado de fatalismo desesperado.
Tratándose de una civilización que se enorgullece de su devoción por la
ciencia, es una actitud curiosa. El propósito de la ciencia es la formulación
de leyes universales independientes de las creencias y los valores humanos. Si
estas leyes debilitan nuestras esperanzas y ambiciones, que así sea. Si el
sentido del ejercicio es la verdad objetiva, se deben dejar de lado las
emociones subjetivas. Y también la fe, ya sea religiosa o de otra clase. Si
creemos a sus ideólogos, la ciencia es una indagación del mundo natural del
cual el ser humano es parte consustancial. De hecho, la ciencia se ha convertido
en un canal de la creencia ‒heredada del monoteísmo‒de que la humanidad puede
trascender el mundo natural.
La paradoja de los movimientos ecologistas
actuales es que fomentan esta religión antropocéntrica. La crisis de la
extinción solo se puede mitigar reorientando nuestra mente para que aborde la
realidad. El pensamiento realista, sin embargo, está prácticamente extinguido
John Gray es catedrático emérito de Pensamiento Europeo en la London School of
Economics.
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