Arte. Museo Ruso. Anna Ajmátova




El museo Ruso de Málaga tiene desde hace unos días otras dos exposiciones temporales. Una es sobre el pintor Nikolái Roerich y la otra es más pequeña y trata de la obra y el entorno de la gran poetisa Anna Ajmátova.
A continuación hago una reseña de esta poetisa y del entorno temporal que le tocó vivir y transcribo algunos de sus poemas. También un video compuesto de algunas de sus poesías. Os aconsejo una visita al museo y la lectura de su obra.



El Espacio 3 de la Colección del Museo Ruso de Málaga acoge exposiciones de tamaño menor que complementan el discurso de las principales con piezas cuidadosamente elegidas. Ahora hay una exposición monográfica dedicada a una de las grandes figuras femeninas de la literatura rusa, Anna Ajmátova. Retratos de ella y los hombres de su vida, poemas, libros y objetos crearán, de la mano de la comisaria Yevguenia Petrova, un entorno evocador en que conocer mejor a la gran dama de la poesía rusa.

La vida y la poesía de Anna Ajmátova conocieron un antes y un después del terror staliniano. Su voz de juventud es hedonista, musical y ensimismada, con vislumbres proféticos de un futuro solitario. Eran tiempos para ella de acumular experiencias, de brillar en los juegos de seducción, de exprimir el goce de estar viva. Atraídos por su magnetismo irresistible, entran y salen de su vida grandes poetas como Mandelshtam o Gumiliov, con quien se casó muy joven, artistas como Modigliani o eruditos como su segundo marido, Vladímir Shileiko. El mundo exterior no entraba en su lírica en aquella época sino como telón de fondo de unas pasiones que elevaba a la categoría de arte.

Las privaciones de revolución y guerra, el fusilamiento de Gumiliov, el arresto de su tercer marido, el historiador Nikolái Punin y, más tarde, el de su hijo iban a forjar una segunda voz de madurez, más solidaria y doliente, más seca, más impersonal. En las interminables colas que compartió con las madres, esposas o hijas de presos alguien le preguntó si podría describir todo aquello. Puedo, respondió ella, y de esa orgullosa certeza surge Réquiem, el gran poema de las víctimas del comunismo, el que, prohibido, se transmitió de memoria como un fuego sagrado. Stalin, que la llamó mitad monja, mitad puta, ordenó respetarla para someterla a un sádico aislamiento. En su apartamento de la Fontanka, abandonada de todos menos unos pocos fieles, se convirtió en una leyenda de resistencia y dignidad.

«La gente, al evocarla, suele decir que era hermosa. Y no es cierto: era algo más que hermosa, algo mejor que hermosa».
Gueorgui Adamovich

«Mandelshtam decía […] que mirando sus labios se podía oír su voz, que su poesía estaba hecha de su voz y era inseparable de ella. Decía que los contemporáneos que la habían oído eran más afortunados que las generaciones futuras que no la oirían».
Nadezhda Mandelshtam

«Su sola mirada te cortaba el aliento. Alta, de pelo oscuro, morena, esbelta y ágil, con los ojos verdosos de un tigre polar, durante medio siglo la ha dibujado, pintado, esculpido en yeso y mármol, fotografiado un sinnúmero de personas, empezando por Modigliani. Los versos dedicados a ella formarían más volúmenes que su obra entera».
Joseph Brodski

“¡Oh musa del llanto, la más bella de las musas!
Oh loca criatura del infierno y de la noche blanca.
Tú envías sobre Rusia tus sombrías tormentas
Y tu puro lamento nos traspasa como flecha”.
Marina Tsvetáieva






La vida de Ana Ajmátova es, en muchos aspectos, la de los escritores y artistas rusos en los tiempos del “socialismo real”.
Hostigada, perseguida, deportada, vivió el turbio mundo de la dictadura de Lenin y de Stalin. Su primer esposo y padre de su único hijo, el poeta Nikolái Gumiliov, fue fusilado por los bolcheviques. Su último esposo, el historiador del arte Nikolái Punin, murió de agotamiento en un campo de concentración.
Su hijo, Lev Gumiliov, fue apresado y ella tuvo que, cada día, colocarse en el frente de la prisión de Leningrado para saber de él. La dictadura la llevó a quemar sus cuadernos de poesía para impedir que su hijo fuera fusilado por los verdugos de Stalin.
Su poesía fue proscrita. Y en medio de aquel régimen gris y homicida, se sostuvo con valor. 
Joseph Brodsky, el gran poeta ruso, que la trato y admiró dice de ella: “Su sola mirada te cortaba el aliento. Alta, de pelo oscuro, morena, esbelta y ágil, con los ojos verdosos de un tigre polar, durante medio siglo la han dibujado, pintado, esculpido en yeso y mármol y fotografiado un sinnúmero de personas, empezando por Modigliani. Los versos dedicados a ella formarían más volúmenes que su obra entera.”
Ana Ajmátova, al igual que un gran número de escritores y artistas de la entonces Unión Soviética, se negaron a plegarse y a prostituirse bajo la dictadura estalinista.
El valor y la integridad de escritores como ella y otros tantos autores talentosos que escogieron la dignidad a costa de privaciones, maltratos, celdas o el asesinato, fulguran mostrándonos que la dignidad siempre es posible en la peor de las circunstancias.

A continuación  un video del Poema Réquiem recitado por Luisa Pastor de Auralaria y  después algunos poemas de Anna Ajmátova


La sentencia

La palabra cayó como una piedra
en mi pecho viviente.
Lo confieso: estaba preparada
y de algún modo lista para la prueba.
Tanto que hacer el día de hoy:
matar la memoria, asesinar el dolor,
convertir el corazón en roca
y todavía disponerse a vivir de nuevo.
No hay silencio. El festín del cálido verano
trae rumores de juerga.
¿Desde hace cuánto adivinaba yo
este día radiante, esta casa vacía?


A la muerte

Vendrás de todos modos. ¿Por qué no ahora?
Cuánto he esperado. Vienen los malos tiempos.
He apagado la luz y abierto la puerta
para ti, porque eres mágica y sencilla.
Asume, por tanto, la forma que más te plazca,
apunta y dispárame un tiro envenenado,
o estrangúlame como un eficiente asesino,
o bien inféctame —el tifo sería mi suerte—,
o irrumpe del cuento de hadas que escribiste,
aquél que estamos cansados de oír día y noche,
en el que los guardias azules trepan las escaleras
guiados por el conserje, pálido de miedo.
Todo me da lo mismo. El Yenisei se arremolina,
la Estrella del Norte cintila como cintilará siempre,
y el destello azul de los ojos de mi amado
está oscurecido por el horror final.

Ya la locura levanta su ala
para cubrir la mitad de mi alma.
¡Ese sabor del vino hipnótico!
¡Tentación del oscuro valle!
Ahora todo está claro.
Admito mi derrota. El lenguaje
de mis delirios en mi oído
es el lenguaje de un extranjero.
Inútil caer de rodillas
e implorar piedad.
Nada que cuente, excepto mi vida,
es mío para llevármelo:
no los ojos terribles de mi hijo,
no la cincelada flor pétrea
del dolor, no el día de la tormenta,
no la tribulación en la hora de visita,
no la querida frialdad de sus manos,
no la sombra agitada en los árboles de lima.
no el fino canto del grillo
en la consoladora palabra de la partida.


La tierra natal

No la llevamos en oscuros amuletos,
Ni escribimos arrebatados suspiros sobre ella,
No perturba nuestro amargo sueño,
Ni nos parece el paraíso prometido.
En nuestra alma no la convertimos
En objeto que se compra o se vende.
Por ella, enfermos, indigentes, errantes
Ni siquiera la recordamos.
Sí, para nosotros es tierra en los zapatos.
Sí, para nosotros es piedra entre los dientes.
Y molemos, arrancamos, aplastamos
Esa tierra que con nada se mezcla.
Pero en ella yacemos y somos ella,
Y por eso, dichosos, la llamamos nuestra.


 Para Alexander Blok

Llego a casa del poeta.
Un domingo. Precisamente a mediodía.
La estancia es grande y tranquila.
Afuera, en el helado paisaje,
cuelga un sol color frambuesa
sobre cuerdas de humo grisazul.
La mirada escrutadora de mi anfitrión
me envuelve silenciosamente.
Sus ojos son tan serenos
que uno podría perderse eternamente en ellos.
Sé que debo cuidarme
de no devolverle la mirada.
Pero la plática es lo que recuerdo
de aquel domingo a mediodía,
en la amplia casa gris del poeta
cerca de las puertas del Neva.

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