Viajes en la literatura
En la Revista Cultural Leedor (que os recomiendo visitar), Adriana Santa Cruz ha publicado recientemente un artículo sobre las ciudades imaginarias en la literatura. Os lo transcribo para compartirlo con vosotros.
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Las ciudades imaginarias
Por Adriana Santa
Cruz – Revista Leedor
26 octubre, 2018
“La ficción no solicita ser creída en tanto que
verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino
la condición primera de su existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que
tal, se comprenderá que la ficción no es la exposición novelada de tal o cual
ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que
trata”. Las palabras son de Juan José Saer y nos vienen muy bien para tratar el
tema de las ciudades de la literatura que no por inventadas son menos reales
que las geográficas, esas que habitamos a diario.
Vetusta de Leopoldo Alas, Macondo de Gabriel García Márquez, la Tierra Media de J. R. R. Tolkien, Arkham de H. P. Lovercraft,
Santa María de Juan Carlos Onetti,
las ciudades invisibles de Ítalo Calvino, Shangri-La de James Hilton,
Comala de Juan Rulfo, Santa Fe de
Tierra Firme de Ramón de Valle Inclán,
entre otras, se erigen como mundos ficcionales que, sin embargo, tienen muchas
de las características de ciudades palpables como Madrid, París o Buenos Aires.
Es más, aquellas adquieren tal entidad y tal relevancia que los lectores
juraríamos que Macondo o Santa María están ahí, en algún lugar, esperando
nuestra visita, o que Arkham con sus misterios nos acecha desde la oscuridad.
Si como proponía Jorge Luis Borges el microcosmos
cifra el macrocosmos, estas ciudades ficcionales representan en pequeña escala
los conflictos, las miserias, la alienación que encontramos fuera de los
libros. Sin embargo, para que tengan esa identidad que las hace únicas, cada
una ofrece características particulares, rasgos que las describen en sus
individualidades. Además, si son de tal o cual manera, es porque son el reflejo
de los personajes que las habitan o, a la inversa, están habitadas por
personajes que las definen.
Veamos algunas de esas descripciones.
Santa María (Juan Carlos Onetti)
“Encendían las luces de la plaza cuando llegamos a
Santa María; entre los árboles, las verjas de los canteros y el pedestal de la
estatua contemplé la fachada del hotel en la esquina, la iglesia y el cartel para
automovilistas en el nacimiento del camino que llevaba a la colonia; me volví
para mirar la superficie quieta del río y empezamos a descender una calle
arbolada que llevaba al muelle. El declive era suave, una luz rojiza se mecía
en la mitad de las aguas”.
Vetusta (Leopoldo Alas)
“La heroica ciudad dormía la siesta. El viento
Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al
correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente
de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en
arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose,
como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues
invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas
sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y
brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes
hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de
papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y
arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un
escaparate, agarrada a un plomo”.
Macondo (Gabriel García Márquez)
“José Arcadio Buendía, que era el hombre más
emprendedor que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la
posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de
agua, con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna
casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue
una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta
entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era
mayor de treinta años y donde nadie había muerto”.
Arkham (H.P Lovercraft)
“Al Oeste de Arkham las colinas se yerguen
selváticas, y hay valles con profundos bosques en los cuales no ha resonado
nunca el ruido de un hacha. Hay angostas y oscuras cañadas donde los árboles se
inclinan fantásticamente, y donde discurren estrechos arroyuelos que nunca han
captado el reflejo de la luz del sol. En las laderas menos agrestes hay casas
de labor, antiguas y rocosas, con edificaciones cubiertas de musgo, rumiando
eternamente en los misterios de la Nueva Inglaterra; pero todas ellas están
ahora vacías, con las amplias chimeneas desmoronándose y las paredes
pandeándose debajo de los techos a la holandesa.
Sus antiguos moradores se marcharon, y a los
extranjeros no les gusta vivir allí. Los francocanadienses lo han intentado,
los italianos lo han intentado, y los polacos llegaron y se marcharon. Y ello
no es debido a nada que pueda ser oído, o visto, o tocado, sino a causa de algo
puramente imaginario. El lugar no es bueno para la imaginación, y no aporta
sueños tranquilizadores por la noche”.
Comala (Juan Rulfo)
“El camino subía y bajaba: Sube o baja
según se va o se viene. Para el que va, sube; para él que viene, baja.
—¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve
allá abajo?
—Comala, señor.
—¿Está seguro de que ya es Comala?
—Seguro, señor.
—¿Y por qué se ve esto tan triste?
—Son los tiempos, señor.
Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos
de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella
suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su
lugar”.
Ciudades utópicas que albergan las pasiones y los
sueños de sus habitantes son también metáforas de los infiernos personales, los
de cada uno de nosotros. Nos quedamos, entonces, con las palabras de Ítalo Calvino: “El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya
existe aquí, el que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay
dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el
infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es
arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer
quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle
espacio”.
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