Relato: Regalo de cumpleaños



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Regalo de cumpleaños

 Ricardo despertó aquel quince de diciembre en la soledad de su apartamento y pensó que este sería un día más, como todos los que vivía desde que estaba en esa pequeña ciudad de la serranía de Málaga.
Suponía que por ser su cumpleaños quizás recibiría alguna llamada telefónica de sus hijos, aunque éstos el año anterior lo habían olvidado.
Más tarde, mientras conducía su coche camino del hospital donde trabajaba como ginecólogo, fue reflexionando y haciendo un balance de los últimos años de su vida. Aunque en otra época fue un médico destacado, después de la  separación matrimonial solicitó traslado a un centro de menor complejidad y fue perdiendo progresivamente  todo el empuje laboral y científico que antes lo habían distinguido.
Cumplía cincuenta años y solo se lamentaba de no haberse divorciado mucho antes. Respetaba a su ex mujer pero creía que nunca se habían amado verdaderamente. Ahora la incomunicación con ella era total.
Una hora más tarde, mientras se lavaba en el quirófano para comenzar las operaciones que tenía prevista para ese día, sintió un torbellino de ideas y de sentimientos aparentemente inconexos en su cabeza. Dado que su cerebro estaba casi siempre en continua actividad reflexiva y analítica, pensó, eludiendo otras ideas no gratas, que ese tipo de anarquía de pensamientos sería lo que había llevado a los psicoanalistas a desarrollar las técnicas de asociación libre.

Pero, para no seguir divagando, hizo un esfuerzo en centrar la atención en lo que le pasaba y se dio cuenta de que estaba estresado por las intervenciones que tenía que practicar, ya que últimamente había tenido algunos accidentes quirúrgicos que probablemente en otras manos no hubiesen ocurrido.
Tampoco la tarde que le esperaba era muy halagüeña. El día anterior había visto la lista de las pacientes citadas en su consulta privada. Le agradaba ver a algunas de éstas; las conocía desde hacía tiempo y tenía muy buena relación con ellas y con sus maridos. Habían compartido momentos de preocupación y  de felicidad, especialmente aquellos en los que trajo al mundo a sus hijos.
Sin embargo, también tenía que ver esa tarde a pacientes que solo iban a medir sus conocimientos e inteligencia. Éstas acudían con el fin de tener otra opinión y compararla con la de otros colegas que ya habían sido visitados anteriormente. Con estas mujeres nunca lograba una buena relación e incluso le desgastaba el esfuerzo personal que tenía que hacer para guardar la corrección en el trato.
Esa tarde llegó un poco antes a su consulta. La enfermera lo saludó y le deseó feliz cumpleaños. También le dejó sobre la mesa un paquete que le habían dejado para él  en la portería.

El paquete estaba envuelto en papel rústico y tenía escrito a mano en una de las caras ¡Felicidades!
Lo abrió distraídamente y vio que se trataba de un libro de relatos. Se titulaba “Cuentos Fantásticos”. Le llamó la atención la peculiar y bonita encuadernación del libro. Tenía tapas negras y dos bandas rojas en los extremos superior e inferior. No figuraba el nombre del autor y tampoco llevaba tarjeta del remitente del obsequio.
Habitualmente, al recibir un regalo, su enfermera llamaba para agradecer en su nombre ya que a él le costaba mucho esfuerzo mantener contactos sociales distintos a los que establecía en la propia relación médico- paciente.
Dejó el libro a un lado y comenzó a pasar su consulta diaria. Solo lo aliviaba saber que era viernes y que descansaría el fin de semana.
Por la noche ya en su apartamento, después de leer el periódico en la cama, y con la amenaza del insomnio, recordó el libro que le habían regalado y decidió echarle un vistazo.
Siempre sentía placer cuando le obsequiaban libros o música y se preguntó quién sería la persona que se había acordado de su cumpleaños. A veces ocurría en su consultorio, que llegaban regalos, sobre todo en navidades, y las pacientes olvidaban poner remitente o tarjetas que indicasen el origen del mismo. Probablemente esto es lo que había sucedido en este caso.

Comenzó a hojear el libro de relatos y en la primera página leyó un extracto de un párrafo de El lobo estepario de Hesse que decía: “La mayor parte de los hombres no quieren nadar antes de saber, no quieren nadar naturalmente. Han nacido para la tierra y no para el agua. Y, naturalmente no quieren pensar, como que han sido creados para la vida, ¡no para pensar! Claro, y el que piensa, el que hace del pensar lo principal, ése podrá llegar acaso muy lejos; pero ese precisamente ha confundido la tierra con el agua, y un día u otro se ahogará”.
Esta reflexión sobre el pensar lo dejó meditabundo y abstraído mientras seguía pasando casi sin atención las páginas del texto.
Al llegar al relato número cuatro se quedó sorprendido por el título y la coincidencia con su nombre y apellido: “Vida y muerte de Ricardo Sánchez”. Esto le despertó mucha curiosidad y comenzó a leer.
Cuando llevaba treinta líneas quedó paralizado. Existía una gran similitud entre los datos y rasgos biográficos del personaje y los suyos propios. Además de llamarse como él, el sujeto del cuento había nacido también hace cincuenta años en Méjico, ciudad a la que sus padres habían emigrado exiliados tras la guerra civil.
Prosiguió la lectura con ansiedad y temor hasta el final. Esa noche releyó el cuento decenas de veces. Cada vez que lo hacía, estaba más perturbado y emocionalmente desquiciado.
Desde la horrible muerte de su madre un año antes no se había sentido igual.
Ahora  estaba sorprendido e impactado por la descripción de su propia vida en ese relato. Había detalles mínimos, precisos, que solo él o quizás alguien muy cercano podía conocer. Pero lo peor estaba en el desarrollo del cuento, sobre todo  en lo referente a lo que acontecía desde sus cincuenta años actuales hasta su final.

Se levantó de la cama y fue hacia el armario del cuarto de baño donde recordaba que guardaba unos ansiolíticos. Se tomó dos pero no sirvió para nada.
Esa noche no durmió.
Ventana a otra dimensión J.P acrílico sobre lienzo
Por la mañana estaba agotado pero intentando  pensar con lucidez. Se le ocurrió la posibilidad de que fuese una broma de mal gusto pero muy bien montada.
Al mismo tiempo se preguntaba quién podría conocer esos datos concretos y fehacientes que se contaban en el texto; ¿cómo podría alguien saber hasta sus sentimientos íntimos?; ¿quién se tomaría el trabajo de editar un libro para semejante broma?
En fin, parecía una cosa de locos; sin explicación de momento. Él, que era agnóstico, y no creía en ningún pensamiento supersticioso, descartó otras posibilidades que su cabeza empezaba a fabular.
Guardó el libro en el armario, y decidió hacer  su vida normal ese fin de semana. Hizo las compras en el supermercado; leyó los periódicos; dio un corto paseo por el centro de la ciudad y realizó la limpieza de su pequeño apartamento.
Desde un teléfono público llamó a su padre a la residencia de ancianos de Córdoba. Este vivía allí desde que falleció su madre. En ese momento reflexionó que sus padres, a pesar de no llevarse  bien, habían permanecido  unidos toda la vida, hasta que la enfermedad y muerte de su madre los separó finalmente.
Ese sábado consiguió a duras penas no pensar en el regalo que tenía guardado en su armario, pero el domingo, mientras preparaba en el microondas una comida precocinada, tuvo una crisis de pánico. Ésta se desencadenó al ser consciente que en ese libro que estaba en su habitación, estaba sentenciada su vida.
Dejó la comida sin probarla y leyó  nuevamente el cuento. En él se relataba, entre otras cosas, que a los cincuenta y dos años se volvería a casar y que su mujer sería Marina, una de sus compañeras de trabajo. Él la detestaba por que ésta era  insolidaria, envidiosa y muy  competitiva.
Pero lo que más angustia le produjo fue saber cuándo y cómo moriría. Siempre había pensado que los seres humanos tenían entre sus fantasías el deseo de saber cómo sería el final de sus días. Sin embargo,  ahora  le resultaba  insoportable conocer la fecha y el modo de la propia muerte. Le provocaba un desasosiego tremendo y le producía una rebeldía y una necesidad de intentar cambiar ese destino.
Hasta hace poco tiempo Ricardo soslayaba las preocupaciones que comúnmente las personas expresaban  por la muerte. Solía cortar estas conversaciones riéndose y mencionando una frase que él atribuía a Mitterrand, el ex presidente francés, que decía: “No le tengo miedo a la muerte sino a dejar de vivir”.

Pero últimamente, tras la separación, la soledad y la larga agonía que precedió a la muerte de su madre, a veces ni siquiera sentía gran interés en seguir viviendo.
Por todo esto,  estaba ahora sorprendido por la angustia que le había provocado el conocer en ese relato el final de sus días. Esa tarde de domingo en su apartamento, elucubraba sobre lo que debía hacer. 


Mientras pasaban las horas, Ricardo estaba en silencio y procuraba que su mente estuviese también tranquila. Pero no lo conseguía y volvía de forma reiterativa y compulsiva a plantearse la pregunta de cómo y quién podría conocer aspectos tan personales e íntimos de su vida.
Ya  en la madrugada del lunes, tomó la decisión de no ir a trabajar. Se tomaría unos días para tratar de aclarar de forma racional toda esta historia. Para ello actuaría como si fuese por encargo de otra persona y siguiendo más los pasos de una pesquisa casi policial.
Por la mañana temprano llamó al hospital para avisar de que no iría y lo atendió su colega Marina; cuando escuchó su voz sintió un escalofrío ya que le parecía imposible que ella fuese algún día su mujer, tal cual lo relataba el cuento.
Dedicó toda la mañana y la tarde a recorrer las librerías de su ciudad y también intentó por Internet conseguir alguna información de ese libro y de la editorial que en letras pequeñas figuraba en la solapa del mismo.
El primer día fue infructuoso pero su estado de ánimo ya era diferente; ahora estaba invadido de ansiedad por desarrollar un plan y seguir pasos concretos para conseguir su objetivo. Éste era el de encontrar al autor de esa obra.

Al día siguiente se desplazó a Málaga, y tras visitar sin éxito tres librerías muy conocidas, recordó una que vendía libros nuevos y usados; ésta estaba en una callejuela de la zona del centro de la ciudad y la atendía un hombre muy anciano que se comportaba siempre como si tuviese todo el tiempo del mundo para atender a sus clientes.
Se dirigió hacia allí y aunque había estado anteriormente, le costó encontrar la librería. Más tarde, ya en su interior se sintió a gusto entre los millares de volúmenes que allí había, el olor a libro viejo y la penumbra del local, todo esto  lo asociaba como muy característico de este tipo de tienda. Había descubierto este sitio dos años antes cuando llegó allí buscando un libro  que trataba del derecho de los animales y otro  llamado Antitauromaquia.

En ese instante encontró al librero detrás de una estantería y le pareció que estaba más envejecido de lo que él lo recordaba. Se dirigió a éste y le explicó  lo que estaba buscando.
-No, no conozco esa obra, respondió el librero. Y agregó-  tengo dudas si alguna vez he trabajado con esa editorial.
Ricardo se sintió decepcionado pero aún así le dejó su número de teléfono para que le llamase si recordaba algo relacionado con lo que él buscaba.
Los cien kilómetros que recorrió de regreso a su apartamento en Ronda, le parecieron muchos más, ya que volvía desesperanzado y exhausto.
Comió de pié en la cocina un bocadillo de queso y una cerveza y se sentó frente al ordenador para ver el correo atrasado que tenía.
Al leer el último mensaje, su corazón se sobresaltó. Era del librero de Málaga, que le daba unos detalles útiles para localizar la editorial del libro buscado.
La información se refería a una antigua casa editora que se creía ya inexistente pero que coincidía con la que él buscaba y que tenía su sede en la ciudad de Salamanca.
Ricardo ya no pudo dormir; estaba taquicárdico, sudoroso e hiperquinético. Caminaba de un lado a otro en el pequeño salón de su apartamento. Hablaba en voz alta consigo mismo formulándose preguntas que no conocía sus respuestas. Finalmente decidió salir esa misma noche en dirección a Salamanca.

Cuando llevaba dos horas conduciendo se dio cuenta de que no llevaba suficiente ropa de abrigo. Allí no existía la benignidad del clima de Málaga y ya transcurría la segunda quincena de Diciembre. Tampoco tenía dinero, aunque pensaba extraer de algún cajero con su tarjeta.
De repente se percató que el librero le había dejado el mensaje en su ordenador y él no le había dado otros datos que el número de su teléfono móvil. Esto también lo intranquilizó pero hizo su esfuerzo habitual de retomar la serenidad y pensó para sí mismo que ya habría alguna explicación.
Llegó a Salamanca a las diez de la mañana. Como preveía, estaba nublado y hacía mucho frío.
Durante el viaje pensó que se acercaría a alguna tienda para comprarse ropa de abrigo pero ahora no le importaba el frío; solo quería llegar a la dirección que le dieron de la sede de la editorial. Según le dijeron estaba en un barrio periférico de la ciudad.
Cuando llegó a este sitio encontró que allí no había ninguna editorial; solo había un local con la persiana bajada y que parecía, aunque no había cartel, que se trataba de una pequeña imprenta en decadencia.
Eran las once y media de la mañana y este establecimiento estaba cerrado. Se dirigió a un bar que había enfrente para desayunar y, sobre todo, tomar algo caliente pues empezaba a sentirse mal por el cansancio, el frío, y haber malcomido en las últimas veinticuatro horas.
Desde allí podía divisar la puerta de la imprenta por si llegaba alguien. No había terminado de desayunar cuando vio que un hombre muy canoso de unos setenta y cinco años, levantaba con dificultad la persiana del portal de la imprenta.
Pagó el desayuno y salió corriendo sin recoger el cambio. El hombre del pelo cano recibió a Ricardo con temor y desconfianza dado que éste llegó tropezando, despeinado, con una expresión de gran ansiedad en su cara y hablando con un acento que no era el de esa tierra.

Tras unos segundos de mutua observación, Ricardo sacó el libro del bolsillo de su chaqueta  y le preguntó si allí había sido editado.
El salmantino sin responder y con movimientos lentos se dirigió a una mesa que había a unos metros del mostrador y extrajo de un cajón un cuaderno muy deteriorado y comenzó a hojearlo.
Ricardo lo miraba con gran atención, mientras le sudaban las manos, las axilas y le palpitaba el corazón. Tras unos pocos minutos, aunque a él le parecieron muchísimos más, el anciano de pelo cano se dirigió a él y le dijo – Sí, aquí se hizo una tirada muy reducida de ese libro, y agregó –su autora vive en un pueblo de Salamanca llamado Bercimuelle y aunque no sé con exactitud el nombre de ella si tengo su dirección.
Bercimuelle. Salamanca
Esto sobresaltó aún más  a Ricardo y mientras miraba con ansiedad al anciano, éste escribía temblorosamente la dirección en un recorte de papel.
Cuando lo extendió para entregárselo, Ricardo casi se lo arrebató  de las manos y leyó con avidez. Ponía, Plaza de la Constitución 12- Bercimuelle (frente a la iglesia).
Con vehemencia inquirió al anciano - ¿Dónde está ese pueblo? ¿Dónde?
Éste malhumorado por la insistencia de Ricardo le respondió – no lo sé, creo que en los límites con Ávila.

Sin despedirse salió apresuradamente para buscar su coche. Cuando llegó al sitio donde lo había aparcado se encontró que la grúa se lo había llevado y habían dejado una pegatina en su lugar.
Tenía tal excitación que corrió hasta un cajero automático de un banco y extrajo todo el dinero que pudo. Minutos después paró un taxi y acordó con el taxista  que lo llevara a ese pueblo desconocido para él hasta ese momento  pero ahora tan importante ya que quizás le ayudaría a aclarar el enigma que tanto le obsesionaba.

No cruzó palabra alguna con el conductor del coche durante el tiempo que duró el viaje. Cuando éste le dijo que ya estaban llegando se sintió inexplicablemente vencido, cansado, como dispuesto a afrontar o recibir cualquier desenlace a este misterio pero sin capacidad de respuesta. Pensó para él mismo que quizás el estrés vivido lo había dejado así de incapacitado.
El taxi se detuvo en el número doce de la calle buscada. Era un atardecer oscuro, frío y no había gente en las calles de este pequeño pueblo.
Ricardo pagó al taxista pero le pidió que lo esperase. Se bajó lentamente del coche y llamó en una casa modesta que tenía una puerta antigua y muy desgastada.
Al ver que nadie respondía, insistió nuevamente. Segundos después comenzó a oír ruidos como cuando se quitan cadenas y barras de seguridad; luego escuchó el sonido  del giro de las llaves y la puerta se abrió.
 Ricardo palideció, y con un rostro que denotaba estar invadido por el desconcierto y la sorpresa,  exclamó balbuceante ... ¡¡ tú!!
Permaneció muchos meses en ese pueblo, hasta que un día su colega Marina del hospital de Málaga vino a recogerlo.
Ésta mujer fue la única que lo visitó durante los meses que estuvo en el psiquiátrico y cuando se marchó de alta, según cuentan, se fueron a vivir juntos, aunque nadie ha vuelto a ver a Ricardo.
JP



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