Literatura: Dos relatos para esta quincena


Ánimos en vaivén
JP

Ninguna terapia psicológica, ni los consejos de amigos sensatos, ni los manuales de autoayuda me servían para aceptar sin sufrimiento la llegada de la vejez.
Por momentos me consolaba el ver que otros estaban mucho peor que yo por motivos de salud, económicos o simplemente por tener más años. Me consolaba solo por que era consciente que aún podría ser peor.
Sentía una gigantesca rebeldía   pero sin saber adonde dirigirla.  Cuando percibía el deterioro intelectual, los déficits de memoria, el ocaso del cuerpo, en fin, la vejez, sufría…
Qué terrible condena, pensaba. Querer correr, amar, conocer, crear, saber, pertenecer, detener, aprender…y no poder. Quizás el gran desarrollo cerebral llevó al homo sapiens a esta contradicción entre el cuerpo y el deseo.
Además de las imposibilidades físicas estaban las marginaciones sociales sugeridas por el calendario y ejecutadas por el  stablishment.
Sentía el comienzo de la vejez pero aún no habían llegado sus compañeras, las enfermedades o al menos eso es lo que yo creía.
Pensaba también que debería estar conforme con lo vivido. Otros como yo, no habían podido vivir tanto tiempo. Accidentes, enfermedades, injusticias sociales y políticas les habían acortado su existencia.
Rumiaba todo lo anterior mientras esperaba el resultado de una prueba diagnóstica de un escáner pulmonar.
Un colega joven, al que yo había ilusionado años antes para que estudiara medicina, me dio la buena noticia. Al menos ahora no sería esta la enfermedad que marcaría el final de la vida.
Lo estreché en un abrazo y me marché con mi mujer a preparar la cena para mis hijos y nietos que nos visitarían esa noche.
La luz que percibía esa mañana en las calles, ahora me parecía intensa, cálida, esperanzadora.
Salida. Acrílico sobre lienzo. Joaquín Peral
Se esfumó el pesimismo. Me sentía afortunado de ir de la mano de mi mujer  y hacer planes para vivir un día más con alegría y optimismo saboreando con placer todo lo visto, conocido y sentido.
Al llegar a casa mi perro salió a recibirme como si el también estuviese aliviado de que no iba a perder a su compañero.
Ya solos, nos abrazamos mi mujer y yo y nos dijimos muchas cosas sin hablar. El broche de oro fue recibir una llamada de dos viejos amigos que estaban a miles de kilómetros de mí, pero también conmigo.
Aquella mañana  rejuvenecí y me olvidé del acortamiento de los telómeros y otras reacciones de nuestro cuerpo que aunque se seguían produciendo ya no me importaban. Al menos hoy.
JP
                                                             ******

A continuación se transcribe un relato cuyo autor es Sergio Pérez.
Sergio es médico, músico y colabora en ONG a los más desfavorecidos de nuestra sociedad. Tiene una formación humanista y una gran sensibilidad social que se puede apreciar en el texto de más abajo. Ya ha colaborado en otras entradas de Sinapsis. Para mí y para nuestra revista es un honor contar con él. Uno de sus relatos es Cenizas.



Cenizas

S.P

Siempre fue una niña sonriente. Enérgica y convencida, hasta casi con la inocente insolencia de quien intuye y siente en lo más profundo de su alma, que ha nacido libre. Descubría el mundo apostando por derrumbar los límites que la educación impone a los niños, al menos para conservar aquellos resquicios a los que nuestros abuelos llamaban las “reglas de urbanidad”. Qué gracia me hacia esa expresión, y me parecía rematadamente divertida cuando observaba el ímpetu y las ganas de vivir de mi hermana en su  tierna infancia obstinándose en derrumbar esas reglas siempre que fuera posible. Eso sí, ella con aquella mirada y esa sonrisa de por medio lograba que quedase olvidada toda travesura y enfado pueril que hubiese ocasionado. Hasta que el mundo, su mundo, nuestro mundo, se vino abajo.

Durante la larga enfermedad de nuestro padre las cosas se pusieron cada vez más difíciles. Poco a poco se fueron cerrando las puertas para él a cualquier actividad que comportara una mínimo esfuerzo físico. Su debilidad era cada vez más marcada y más dolorosa, también para nosotros, ya que venían a nuestra memoria aquellas tardes de vacaciones tras finalizar el curso  escolar en las que nuestro padre jugaba con nosotros y nos perseguía, balón en mano, hasta el campo de fútbol improvisado cada vez en distintas partes del parque. Días inolvidables en el recuerdo. La situación se agravó cuando además de la enfermedad de mi padre se sumó, la súbita y demoledora crisis económica, cuyos gurús acomodados la auguraban como de las peores y más duras de las historia.

Como consecuencia de esta crisis y a pesar de que llevábamos más de veinte años en el barrio y siempre habíamos sido apreciados, nos sentíamos señalados y se nos cerraron todas las posibilidades de trabajo. Pronto se empezaron a buscar responsables y, una vez más, debido a nuestro origen, y a pesar de más de veinte años de convivencia en el que habíamos considerado hasta entonces y de manera natural nuestro barrio, las puertas se cerraron definitivamente al trabajo en nuestra casa. Las marcadas facciones de mi padre y nuestro origen extranjero terminaron por ser determinantes en aquella situación. No había trabajo en nuestra familia y nuestra madre comenzó un largo y penoso caminar hasta la depresión a la par que las necesidades se convirtieron en precariedad y finalmente en llana miseria. El pozo de la depresión y la incomunicación pronto llevó a mi madre al aislamiento y a la inmovilidad que la condujeron al final de su existencia. No respondió nunca más a nuestros ruegos por salir de esa situación. Tardamos muchos años en entenderla, y lo que más sigue desangrando en esa herida es, conocer con la distancia, la profunda soledad en la que pasó su última etapa así como la incomprensión y la ignorancia que tampoco nuestro cariño ni solidaridad pudo amortiguar,  y que tan sólo el tiempo nos ha hecho vislumbrar.

Así pues, mi hermana y yo, aprendimos a sobrevivir de las limosnas y la ayuda de asociaciones y algunas instituciones, entre las que no faltaron las que necesitaban justificaciones para sus subvenciones y las que pretendían reconocimientos para recibir otras subvenciones.
Necesitábamos horizonte, sin saber si estaría o no a nuestro alcance. A pesar de todos los años de tristeza y calamidades sufridos, mi hermana siempre se mantuvo erguida, convencida de que todo iba a mejorar, siempre optimista y segura de progresar y buscar un futuro con expectativas y sueños llenos de confianza, algo en lo que mi condición reflexiva y racional no podía acabar de confiar. Poco tiempo después no supe más de ella.
Aquella última tarde en que la vi dejó en mi alma el recuerdo de una mujer esplendorosa, con la fuerza en la mirada de quién con sólo su voluntad puede derrumbar una montaña. Me recordó con su habitual beso en la mejilla, como siempre inesperado y envuelto en complicidad, que no tardaría en volver, y además, enfatizó, con buenas noticias, ya que aquella tarde una amiga y ella tenían previsto acudir a una propuesta de trabajo que podría suponer una gran oportunidad.

Años después, me encontré con ella en la unidad de cuidados intensivos, tras acudir a la llamada mecánica y fría de aquella doctora ajena a la empatía mínima para comunicar malas noticias. Quizá por su desidia innata o quizá por el desencanto amargo de años de lucha desagradecida, siempre entre el dolor y la muerte.
En los primeros momentos fui incapaz de reconocer a mi hermana, no sólo por el deterioro de su estado físico, que se manifestaba en sus demacradas facciones deterioradas por la droga y el mal vivir permanente, sino también por la ausencia en su mirada de esa luz que contagiaba antes de optimismo y esperanza.
Después de estar muchas horas a su lado y sólo cuando la medicación le permitió recuperarse vi  sus lágrimas derramarse por su angulosa mejilla. Sólo en ese momento reconocí y recordé aquel optimismo y  esperanza pero ahora reducido a cenizas por la esclavitud de la explotación sexual en ese sórdido prostíbulo en el que había permanecido tanto tiempo. Como sólo esos lugares pueden llegar a ser, violentos, infernales y bajo la prisión del consumo de droga a la que se le empujó, la adicción se convirtió en el yugo que la hundió definitivamente. No pudo decir una sola palabra, pero aquellas lágrimas dejaron en mí un lastre de dolor que nunca podré abandonar.
Sergio Pérez

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