Relato: Pilar, ya no volverá (Atocha 2004)
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Pilar,
ya no volverá
La
madrugada de ese jueves Pilar tuvo insomnio. Era su noche de libranza pero no
pudo dormir. Le esperaba un día importante.
Tenía
treinta años y había tenido una vida difícil pero ahora después de aguantar un
trabajo duro y mal retribuido tenía por fin, una oportunidad de mejorar. Debía
ir a una entrevista a la mañana siguiente para intentar ascender a jefa de las
limpiadoras de su empresa.
Hasta
ahora su trabajo consistía en limpiar oficinas durante la noche. Allí tenía
contacto con un ambiente de lujos, con oficinas y muebles de estilo y con una
decoración que ella soñaba para su humilde apartamento de Alcalá de Henares.
Sus horas fregando y aspirando eran de soledad pero ella las aprovechaba para
pensar y reflexionar.
Era
madre soltera y vivía con su hija de cuatro años. Cuando trabajaba, la niña
solía quedarse con su abuela.
Aquella
mañana, despertó pronto a su hija Alba y medio somnolienta, la llevó en brazos
al piso de su madre que estaba a unos metros de su casa. La niña al ver a su
abuela sonrió y se acurrucó en sus brazos. Con frecuencia pasaba Alba más horas
con su abuela que con su madre, tanto que a menudo no la llamaba a ella mamá
sino, Pilar.
Sin
saber por qué, esa mañana, se despidió de ellas de un modo especial. Las abrazó
a ambas y le dio a su hija un fuerte y prolongado beso.
Cuando
caminaba hacia la estación ella misma se preguntó por que lo había hecho de ese
modo. Pensó que se debía a los nervios de la entrevista que la aguardaba y que
así también les pedía, a su manera, que le desearan suerte. Ni ella ni su madre
eran muy expresivas en sus afectos. Ella lo atribuía a la dura vida que habían
tenido siempre. Pilar tenía pocos estudios pero era muy inteligente y
observadora.
Se
sentó en el asiento del tren y contempló a los que viajaban con ella. Veía
caras cansadas y tristes pero también otras que transmitían optimismo y en sus
ojos se leían las ganas de comerse el mundo. Su mirada también se encontró con
un rostro feliz como era el de aquella
embarazada que mientras leía una revista se acariciaba su barriga gestante. Le
gustaba el contraste que ofrecían los jóvenes que se dirigían al instituto,
bulliciosos, contentos, agresivos en sus modales pero contagiosos en su
alegría.
También
le llamaron la atención dos individuos con ropas deportivas y con mochilas, que
con cortesía pero con gran ansiedad atravesaron el vagón casi empujando a los
demás y descendieron en la estación antes de que arrancase el tren.
La
media hora que duró el viaje hasta la estación de Atocha de Madrid le sirvió
para imaginarse que todo le saldría bien; conseguiría su ascenso y esa misma
mañana compraría en una tienda un precioso vestido que desde hacía tiempo
deseaba para Alba.
Mientras
miraba por la ventanilla del tren tenía la vista perdida en la lejanía pero
sonreía imaginando la alegría de su hija cuando viese el vestido del que le
había hablado tantas veces.
Eran
las siete y treinta y nueve minutos de ese jueves fatídico de marzo cuando giró
la cabeza hacia el pasillo del tren y quizás percibió en milésimas de segundos
que dejaba de existir. Sus ojos saltaron de sus órbitas, sus brazos
despedazados tras una deflagración infernal se separaron de su cuerpo
fundiéndose en un amasijo de hierro y de cristales impregnados por su sangre. Al
dolor, siguió la nada. No supo que lo
que ella sintió, lo compartió con decenas de compañeros de viaje. No llegó a
entender y ni siquiera a preguntarse el por qué de este final.
Tampoco
pudo saber ya Pilar, que en ese mismo momento dos personas se dirigían a su
guarida, nerviosos pero emocionados por haberse convertidos en héroes de una
banda intolerante, fundamentalista y terrorista, para quienes el dolor, la
muerte y el miedo son acciones cotidianas en la defensa de sus absurdas
reivindicaciones.
Estos
jóvenes perversos, sin siquiera hablar entre ellos, buscaban afanosamente en la
radio del coche en el que circulaban,
información respecto al resultado de sus actos.
Cuando
oyeron las primeras noticias, el mayor de ellos, de silueta atlética, bien
vestido y con un gesto que transmitía firmeza,
se sonrió y sintió que había servido, a pesar de la extrema crueldad de
la acción, a los fines de su organización. Años llevaba atesorando en su mente
el odio hacia los que él consideraba sus enemigos y ahora había cumplido con su
militancia criminal. Como siempre, al igual que en todas las confrontaciones de
los poderosos y de los fanáticos, eran los pobres, los indefensos y los
inocentes los que pagaban el tributo del dolor y de la devastación.
El
otro genocida, que era el más inexpresivo de los dos, tenía un tic en el rostro
que demonizaba su semblante. Cuando llegaron a su apartamento, abrieron la
puerta con prontitud y encendieron el
televisor. Estuvieron frente a éste observando minuciosamente los resultados de
su obra. Ante sus ojos se repetían las
escenas apocalípticas de muerte, destrucción, miedo y terror, que ellos, junto a otros cómplices, habían
conseguido provocar.
A
pocos kilómetros de allí la madre de Pilar ya conocía la noticia de lo
ocurrido. Llamó al móvil de su hija y no obtuvo respuesta.
Sintió
un escalofrío que le paralizó el cuerpo, presintiendo en ese mutismo, la confirmación de lo que había pasado. Como
madre no necesitaba muchas constataciones. Intuía que su hija había muerto.
Cuando
poco después confirmaron sus presagios se quedó petrificada mirando a su nieta
que comenzaba a desperezarse en el sofá.
Se
acercó a ella, la abrazó fuerte. Lloró en silencio y le dijo tras una pausa –
Pilar, ya no volverá-
En
ese mismo momento, los crueles y sádicos personajes se encontraban frente a
algo desconocido. Vieron salir inexplicablemente a través de la pantalla del
televisor a cerca de doscientas figuras fantasmagóricas que en silencio los
rodearon poco a poco. Estas figuras estaban sosegadas pero tremendamente
tristes y solo lloraban y lloraban... Lo hacían por dejar la vida, por sus
cuerpos destrozados, por alejarse de sus seres queridos, y por un sentimiento
de rechazo a la injusticia que les transfiguraba sus rostros.
Los
cobardes asesinos, temblando despavoridos, comenzaron a ahogarse con el enorme
torrente de lágrimas que inundó la habitación hasta que minutos más tarde
habían perecido.
Alba
se puso de pié, se apretujó contra su abuela y le preguntó - ¿Por qué no
volverá mamá?. Su abuela con voz entrecortada por el llanto le dijo – No lo sé
hija, sinceramente, no lo sé- y las dos se abrazaron en la soledad de ese
humilde piso madrileño.
Carmen
y Alba, tomadas de la mano se mantuvieron calladas.
La
abuela que ya tenía sesenta años se preguntó por primera vez que era eso del
terrorismo; por qué existía; quién lo alimentaba, por qué estos desalmados
atentaron en Madrid, y por qué tendría ella que enterrar a su hija
descuartizada en el cementerio de Alcalá.
Pero
aún estaba muy confusa y conmovida para poder encontrar respuestas a sus
preguntas. Siguió inmóvil y en silencio. Su nieta, sentada a su lado le
apretaba la mano mientras miraba absorta un retrato de su madre en la mesita
del salón.
JP
JP
Conmovedor relato, para meditar...
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