Historias de la Ciencia. Octava entrega. F. Soriguer
HISTORIAS DE LA CIENCIA CON MORALEJA
Federico Soriguer. Capítulos ya publicados
1. El precio de la ignorancia. Marcel Proust y compañía. (http://joaquinperal.blogspot.com/2025/01/historias-de-la-ciencia-con-moraleja-i.html)
2. La guerra de los huesos. (http://joaquinperal.blogspot.com/2025/02/la-guerra-de-los-huesos-f-soriguer.html?m=1)
3. Koch, Ferrán y Cajal. Un cruce de historias (http://joaquinperal.blogspot.com/2025/02/koch-ferran-y-cajal-un-cruce-de.html)
4. Una factoría de genios (http://joaquinperal.blogspot.com/2025/03/una-factoria-de-genios-f-soriguer_7.html%.)
5. Cajal, Río Hortega y los “Fake News .(http://joaquinperal.blogspot.com/2025/03/cajal-rio-hortega-y-las-fake-newsv-f.html)
6. No es la raza, imbécil. (https://joaquinperal.blogspot.com/2025/04/no-es-la-raza-imbecil-vi-f-soriguer.html)
7. Lombroso. https://joaquinperal.blogspot.com/2025/04/lombroso-vii-historias-de-la-ciencia.html
A continuación la octava entrega:
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Pero, ¿existe tal cosa como el método científico?
Estos textos que estamos publicando en el blog SINAPSIS, tienen como título general “Historias de la ciencia con moraleja”. De todas las historias quizás esta que voy a contar a continuación sea la menor, pues no es sino un relato de cómo este modesto autor comenzó buscando ansiosamente el método como una necesidad imperiosa para poder hacer investigación científica. Se cuenta también cómo, poco a poco, el método se convirtió en un estorbo y cómo ha llegado a dudar de que tal cosa existiera para terminar, de nuevo, buscándolo desesperadamente. Una historia muy parecida, creemos, a la de otros muchos científicos españoles de la postguerra tardía. Pero antes permítanme una pequeña “excursión cuasi psicoanalítica” sobre la percepción que tenemos sobre nuestros empeños científicos. Y la hare con una pregunta que muchas generaciones de españoles se han hecho: ¿cuál ha sido la contribución española a la ciencia moderna?
La respuesta a esta pregunta ha ocupado la atención de la mayoría de los intelectuales de los dos últimos siglos. Para los creadores de la leyenda negra y sus corresponsales autóctonos la respuesta es: ninguna. Esta fue la tesis de Masson de Morvilliers en el capítulo sobre España publicado en “La Enciclopedia” dirigida por Diderot y d'Alembert entre los años 1751 y 1772. “Tal vez sea la nación más ignorante de Europa. ¡Las artes, las ciencias, el comercio se han apagado en esta tierra!”. “¿Qué se debe a España? Y desde hace dos siglos, desde hace cuatro, desde hace diez, ¿qué ha hecho por Europa?”. Pregunta retórica que él mismo respondía a continuación: “Nada se le debe”. La exageración es el principal enemigo de la verdad, en este caso la verdad histórica, que en lo que respecta a la historia de España no se puede separar de la leyenda negra que desde siempre ha dividido a los propios españoles entre los críticos pesimistas y los optimistas irredentos, aunque la historiografía reciente esté contribuyendo a poner las cosas en su sitio[1],[2].
Una de las cuestiones más interesantes del pensamiento español reciente ante la cuestión de la ciencia es que ha estado más interesado por los aspectos periféricos de la ciencia que por la generación de conocimiento científico propio. Lo vio con toda lucidez el humorista Mingote, ya en los años sesenta del siglo XX, cuando en una de sus viñetas dibujaba a varios de sus personajes en una tertulia en la que uno de ellos, según el pie del dibujo, decía “ en este país no se investiga porque quienes tenían que investigar están reflexionando por qué no se investiga”.[3]
Desde luego en España lo que no hubo fue una ruptura con el mundo antiguo tal como se produjo en Inglaterra o Francia, tras las revoluciones industriales y políticas. En todo caso la pregunta sobre si hubo o no ciencia en España, es una cuestión que ha acompañado a todos los historiadores[4]. Las respuestas han sido muy variadas y siempre acompañadas de un cierto fatalismo, de un componente dramático, cuando no de un claro “sufrimiento” a la manera unamuniana. Desde luego la pregunta misma lleva implícita la posibilidad de una respuesta catastrófica. Pero vengámonos arriba por un momento. ¡Claro que hubo y hay ciencia en España! Incluso en las épocas de mayor desventura hubo personas e instituciones que mantuvieron la llama sagrada del conocimiento científico, a veces con cierto éxito, siempre como un proyecto ético regeneracionista con la esperanza de que llegaran tiempos mejores. En este libro hablamos de algunos y de algunas. Y hubo y la hay a pesar de que las élites intelectuales españolas, por lo general, estuvieron más interesadas en la política, la literatura o el arte que en la ciencia. En palabras de Juan Pimentel[5]: “en cualquier historia general de España la ciencia ocupa un lugar subsidiario y generalmente bastante convencional, asociado a los grandes nombres, las grandes instituciones, los “logros” particulares. Es esta la razón por la que la ciencia ocupa un lugar sombrío y apartado dentro de nuestra imaginación y nuestra memoria colectiva, es decir dentro de todo aquello que constituye “nuestra identidad”. Una situación que lleva a Pimentel a considerar a la ciencia como una actividad fantasmal dentro de la cultura española[6].
El autor de este libro, como el lector habrá tenido ya oportunidad de conocer, ha sido (es) médico. Jubilado, pero médico. En los años sesenta pocos médicos tenían vocación científica. Eso era cosa de la mayoría de los biólogos, una carrera incipiente entonces, y sobre todo de los físicos y de los químicos. En mi caso y como a muchos clínicos de esa época la vocación científica apareció por añadidura al trabajo clínico, cuando los problemas, las dudas, las preguntas de la clínica diaria te sobrepasan. Una de las cuestiones más singulares de la medicina es que, más allá de la retórica sobre la naturaleza científica de la medicina misma, es dudoso que la clínica lo sea, al menos que sea una ciencia a la manera que los químicos, los biólogos o los físicos la entienden. Una cuestión que ya intentamos responder en el año 1992[7], con un cuasi panfleto de urgencia ante el pulso que en ese momento le estaban echando a la vieja “auctoritas médica” los trust tecno-gerenciales que se estaban haciendo con (todo) el poder sanitario que antes gestionaban los médicos en régimen de monopolio (y como un privilegio). Mi promoción terminó el año anterior al comienzo de la formación MIR en España y solo quienes no hicimos la formación MIR reglada podemos saber “el milagro” y el peligro, que suponía que un joven médico recién salido de la Facultad, sin experiencia clínica alguna o muy rudimentaria, comenzara por su cuenta y riesgo a practicar la medicina.
También era en esos tiempos un milagro que se despertara en un médico la vocación científica, pues aunque en la Facultad de Medicina de aquel momento los catedráticos mantenían la vieja retórica de “sabios por oposición”, la verdad es que en la mayoría de ellos, supervivientes de la dictadura o bien, nacidos en ella, hasta el lenguaje que utilizaban era ya anticuado para la época. En mi caso particular la oportunidad de incorporarme a un grupo de investigación clínica me permitió encontrar un lugar donde poder demorar el entrar de lleno en la práctica médica y así distanciarme de la angustia que suponía enfrentarse a la responsabilidad clínica con tan poca experiencia práctica. Pero esta es otra historia[8]. En aquel grupo de jóvenes postgrados que comenzábamos a hacer investigación, nadie había estudiado metodología de la investigación y ni siquiera estadística de la que solo habíamos tenido una asignatura trimestral en primero o segundo de carrera. Sin embargo, tuve mucha suerte. En aquella cátedra de Patología Medica nos juntamos un grupo de jóvenes muy distintos entre sí, pero todos teníamos en común al afán por hacer en nuestro medio lo que leíamos y veíamos que estaba ocurriendo en muchos otros países desde el punto de vista científico y que estaban en ese momento muy por delante de nosotros. Pronto comenzamos en un laboratorio rudimentario montado por nosotros mismos, a hacer investigación experimental y clínica, compatibilizándolo con las visitas a los pacientes en el viejo hospital de las Cinco Llagas. Iniciábamos así un largo camino de “médico de día y científico de noche”, tal como hemos contado en otro lugar[9], común a otros médicos de mi generación. Y con aquellos trabajos hicimos las tesis doctorales y comenzamos a publicar con más entusiasmo que ambición publicista, pues mirado ahora con cariño y con distancia, aquellos “paper” no estaban nada mal, aunque fuesen publicados en modestas revistas provinciales o nacionales. Ni se nos ocurría entonces publicar en el extranjero.
Si me he permitido introducir aquí esta historia personal es para justificar una pregunta relacionada con el tema que hoy queremos comentar. ¿Cómo era posible que hiciéramos investigación científica y que publicáramos en revistas científicas, sin tener ni idea de todo lo que más tarde yo mismo, por no hablar del resto de los miembros de aquel grupo, aprendería sobre el método científico y sobre epistemología? Me lo he preguntado a posteriori muchas veces y encontré la respuesta oyendo en aquel célebre programa de TVE española, “La Clave” de Balbín, seguramente en 1990 y en un programa sobre la sequía. En el debate de la película un experto israelita, escandalizado porque aquí nos quejáramos de falta de agua, exclamó: “para regar no hace falta agua lo que hace falta es “animus regandi”. Era exactamente eso lo que teníamos en aquel grupo, “ánimo investigador” y constancia, esa “inteligencia de los pobres” como la llamó don Santiago Ramón y Cajal. Sin ambas, animus y constancia el método científico, incluso el más sofisticado, no sirve para demasiado y de ambas a aquellos jóvenes médicos de la promoción del 69, reunidos en aquella cátedra del Profesor León Castro, bajo la sombra del viejo Hospital de las Cinco Llagas, hoy sede del Parlamento andaluz, les sobraba.
Desde luego que echábamos de menos la formación metodológica, especialmente de estadística y bien pronto volví a estudiarme el viejo Lamotte, el libro de estadística de primero de carrera, lo que me fue útil para calcular a mano la t de Student pues en aquella época no había aún ordenadores. Pronto aquella estadística básica se quedó corta, y tomé conciencia de que la estadística no es el método científico. Así que intenté remediarlo de manera autodidacta, a la manera como solíamos hacerlo en aquella época: con más estudio, pues lo que no sabías, te lo estudiabas. No era muy complicado. Así, pronto, del Lamotte pasé al Sokal y de este a otros libros de estadística. Y de la t de Student a las Anovas hechas a mano lo que no deja de tener su mérito y de ahí a cálculos estadísticos de mayor complejidad que me fueron acercando a la epidemiología. Pero sobre todo descubrí que navegar bajo la curva de Gauss, entender el significado de una variable aleatoria continua, encerraba, además de una gran utilidad, un goce “filosófico” del que me prohíbo en este momento hablar pues me desplazaría del objetivo marcado en este capítulo.
Mientras tanto, junto al Harrison de patología médica comencé a leer a los grandes referentes de la teoría y de la lógica científica, desde Popper hasta Thomas Kuhn pasando por Feyerabend. Así que cuando a finales de los ochenta me llamaron del Fondo de Investigaciones Sanitarias de la Seguridad Social (FISS) ya llevaba la lección preparada. Aquellos años en el FISS fueron apasionantes. Era un momento fundacional de la historia de la ciencia española ya en la democracia recién recuperada. Por primera vez y quizás solo con la excepción de la época de don Santiago Ramón y Cajal, la investigación biomédica tenía a nivel institucional unos interlocutores válidos. Aquel FISS cuyo director era José Ramón Ricoy junto a personas como Francisco Pozo, Gonzalo López Abente, Victor Abraira y algunos otros, convocó allí a un nutrido grupo de jóvenes médicos (que después nos autodenominaríamos grupo Perseo), con el objetivo de, entre todos, cambiar la cultura de la investigación biomédica en España. En aquella época la formación médica y la lógica clínica eran en España, dogmática e inductivista. Era necesario un “cambio de paradigma” y el instrumento de regeneración de la lógica clínica fue el estudio y la formación reglada de la epidemiología clínica.[10] Con ella la medicina clínica pasaba de ser dogmática a ser estocástica, dando el gran paso desde la tentación patognomónica, tan cara a la vieja clínica, hacia la transformación de la incertidumbre en riesgos mediante la adjudicación de valores numéricos a esa incertidumbre consustancial a las decisiones clínicas.
Aprendí mucho en aquel FISS y me enriquecí con los apasionados debates entre colegas sobre los grandes epistemólogos antiguos y modernos, a algunos de los cuales conocimos personalmente. Pero, sobre todo, desde entonces y durante muchos años, en seminarios y dentro de las instituciones, me convertí en un “apóstol” de la buena nueva. Pasaron los años, no demasiados y poco a poco la preocupación por el método dejó de ser cosa de unos cuantos iluminados para convertirse en un objetivo institucional. Al menos en biomedicina no había ya Consejería, Hospital o Centro de Salud que no tuviera un metodólogo de cabecera. La investigación había salido del armario y se había convertido en un objetivo institucional. En los gestores de las instituciones sanitarias se había producido una asombrosa “conversión” pasando de “prohibir la asistencia a la biblioteca por la mañana, porque ellos contrataban a médicos formados”, a introducir la actividad científica dentro de los criterios de productividad de los viejos servicios ahora renombrados como Unidades de Gestión Clínica, convirtiendo por decreto y de la noche a la mañana, a los médicos en científicos. Y para obrar este milagro contrataron a una legión de metodólogos, la mayoría de los cuales nunca habían hecho investigación. Aquellos metodólogos de cabecera con frecuencia, con demasiada frecuencia, confundían la estadística con el método y al protocolo de Feinstein[11] con el conocimiento.
No sé si esta historia, así contada de esa manera tan personal, puede tener algún interés para un lector no médico, aunque quiero creer que representa a toda esa generación de jóvenes que se fueron incorporando a la investigación científica, después del desastre humano y cultural, que supuso la guerra civil al interrumpir de manera brutal lo que se ha llamado la edad de plata[12] de la ciencia española de la que su máximo exponente fue Cajal.
¿Se ha evaluado alguna vez el desembarco de tanto metodólogo en las instituciones españolas? Creo que no, por eso me atrevo a afirmar que a pesar de la presencia ubicua de los metodólogos en la vida formativa de los médicos (no puedo hablar de otras áreas de conocimiento), con el paso de los años la producción en investigación clínica no había mejorado sustancialmente ni en cantidad ni en calidad, pues el crecimiento se venía ya produciendo da manera ininterrumpida desde los años sesenta antes del desembarco de metodólogos, sin que se apreciare un cambio significativo en las tendencias, hasta los comienzos del siglo XXI.[13]
Los nuevos líderes, ahora disfrazados de gestores del conocimiento, se habían olvidado en los programas formativos de la vocación como motor de la investigación. Y los nuevos pedagogos se habían olvidado de que el pensamiento crítico se aprende desde la escuela primaria. Y los nuevos líderes políticos ignoraban, al parecer, que para educar a un colectivo (en este caso el futuro colectivo de científicos) hace falta toda la tribu y que es difícil que surjan vocaciones allí donde la sociedad carece de recursos culturales para generarlos.
En el caso de la medicina y ya en los años noventa, pasado el sofocón del postfranquismo, había una contradicción institucional entre el discurso apologético sobre la necesidad de aumentar la actividad científica en las instituciones sanitarias, y al mismo tiempo la puesta en práctica de una política laboral y de un control de la autonomía de los médicos, hasta límites a veces sorprendentes[14]. El mejor ejemplo, la proliferación de “líderes” formados en las nuevas agencias de evaluación tecno-gerencial, entrenados ya en el binarismo digital e incapaces de pensar desde la complejidad de los procesos sociales (la medicina es un “proceso social”, bien que lo sabía ya el viejo Rudolf Virchow[15]).
Los años fueron pasando y mientras todo esto ocurría, en mi caso particular al tiempo que aumentaba el interés y el compromiso con la investigación clínica, se me estaba pasando el sarampión metodológico. Había llegado a la conclusión de que, siendo muy importante el método, este no era el objetivo de la ciencia, tal como le parecía a algunos metodólogos, verdaderos “castradores” intelectuales de iniciativas y proyectos imaginativos y arriesgados sin cabida en los estrechos márgenes de un sistema de justificación universal, al que llaman método. Las ideas, la constancia, la autocrítica, la reproducibilidad, la honestidad intelectual[16], y un cierto ensimismamiento (Laín Entralgo), son más importantes que el método, que es solo una ayuda para principiantes. Y esto, por lo general, no se enseña en las escuelas de salud pública ni en los másteres de investigación científica. Y no se enseña, entre otras cosas porque, como decía don Santiago Ramón y Cajal, a investigar solo puede enseñar el que investiga, un Cajal que escribió uno de los libros de metodología científica más sensatos de la historia de la ciencia, basado no tanto en las elucubraciones teóricas sobre qué cosa es el método sino sobre todo en cómo él había conseguido llegar a sus descubrimientos.[17]
Recientemente dos artículos sobre esta cuestión han despertado mi interés y, probablemente, han hecho que en el último momento me haya decidido a escribir, dentro de este libro y como una historia personal, esta del método científico.
La primera es de Antonio Lafuente y Elea Giménez Toledo que abordan la cuestión del inglés como lengua hegemónica en la ciencia[18]. Siempre hubo una “lingua franca” de la ciencia. La de ahora es el llamado “inglés global”. Es normal que así sea pues la hegemonía USA en ciencia es hoy por hoy tan aplastante que es razonable incluso que así sea. Pero el monopolio del inglés como lengua de expresión científica y como vehículo de transmisión del conocimiento tiene también serios inconvenientes que no se suelen mencionar y que Lafuente et al., abordan en su artículo. Los padeció Cajal, aunque entonces en Europa no era todavía el inglés la lengua vehicular de la ciencia sino el francés o el alemán, lo padeció Fidel Pagés (ver capítulo dedicado a él mas adelante), y lo han padecido todos los científicos españoles que después han venido, en mayor o menor medida. No es un tema del que se suela hablar. En un mundo tan competitivo como es el de la ciencia actual, quienes tienen el inglés por lengua materna les resulta más fácil publicar y alcanzar puestos de decisión en los comités, revistas o estructuras que marcan el devenir de la ciencia. Por otro lado tener el inglés como lengua materna facilita la utilización de, por ejemplo, metáforas, casi imposibles de construir si no es en la lengua materna propia y hoy ya sabemos cómo la metáfora es el punto de unión entre la ciencia y otras formas de creación.
La creatividad científica necesita de las metáforas y estas son muy complicadas de traducir y más aun de generar si no es en tu propio idioma. Hay otras muchas razones que dan ventajas competitivas a los angloparlantes y sobre todo, que hacen perder oportunidades al conocimiento universal. Hay numerosos científicos que se mueven solo en el interior de las fronteras lingüísticas y que prácticamente quedan excluidos de los grandes circuitos del conocimiento. No parece muy rentable a nivel nacional pero tampoco internacional (en los países de habla no inglesa) desperdiciar todo ese enorme empeño. Por último al ser la lengua franca de la ciencia, una “lengua privada”, deja fuera de la interlocución a millones de personas no angloparlantes, alejándolas cada vez más de la jerga científica, impidiendo a amplias masas de población su compresión y su potencial aportación en el necesario coloquio entre ciencia y sociedad. Y es que, como dicen Lafuente et al., la ciencia no sólo se hace con palabras, sino que se hace dentro de una lengua.
Y, en consecuencia, participa de todos sus componentes figurados y tautológicos. No es nada nuevo, ya decía Cajal en los “Los Tónicos de la Voluntad”[19], que la ciencia es universal, pero que los científicos no. Tienen que comer, vivir, amar, ganar dinero, hacer sus más vitales necesidades en algún sitio. Incluso necesitan de algún sitio para caerse muertos y, sobre todo, donde poder quedar para la posteridad. Algo que sigue siendo cierto a pesar del actual cosmopolitismo de la ciencia. Son por esto de gran interés iniciativas como la: “Iniciativa Helsinki sobre Multilingüismo en la Comunicación Científica”, responsables de la campaña "In all languages" ("en todos los idiomas"), una llamada de atención para los gestores de política científica, líderes, universidades, instituciones de investigación, financiadores y patrodinadores, bibliotecas e investigadores para promover el multilingüismo en la comunicación científica. Este es su banderín de enganche: “La investigación es internacional. ¡Así nos gusta! El multilingüismo mantiene viva la investigación localmente relevante. ¡Protégelo! Difundir resultados de investigación en tu propio idioma crea impacto. ¡Apóyalo! Es crucial para interactuar con la sociedad y para compartir conocimiento más allá de la academia. ¡Promuévelo! La infraestructura para la comunicación científica en lenguas nacionales es frágil ¡No la pierdas!”.
¿Unos idealistas? ¿Un movimiento romántico, destinado a entretener a científicos fracasados? ¿Una pérdida de tiempo? Es posible. Pero si lo hemos traído aquí es porque cuando se habla del método científico nos olvidamos de muchos de los problemas periféricos que afectan a la construcción de la ciencia y este de la lengua, para los que no somos angloparlantes nativos, ha sido uno de los mayores problemas del que, quizás por estar mal visto el reconocer las limitaciones idiomáticas, nunca se habla. Una cuestión que por su importancia desde la Academia Malagueña de Ciencias hemos abordado recientemente con mayor extensión. [20]
Recientemente el profesor Antonio Diéguez Lucena ha escrito un breve pero sustancioso artículo con el expresivo título de “¿Existe El Método Científico? Filosofía y ciencia en el siglo XXI”[21]. El artículo comienza diciendo que: “entre los filósofos de la ciencia es ya cosa bien establecida que “El Método Científico”, así con mayúsculas y en singular, no existe. Esto sorprende mucho todavía a algunos amigos de ciencias sociales con los que hablo, porque las ciencias sociales, a diferencia de las naturales, siguen obsesionadas con la cuestión del Método”.
Lleva razón el profesor Diéguez y es, desde luego en mi opinión, el caso de la medicina clínica de la que de una forma abusiva he dejado arriba mi testimonio personal. Diéguez comienza citando a Paul Feyerabend (no podía ser de otra forma) pues su obra “Contra el método”[22], escrita en 1975 y cuyo subtítulo reza: “Esquema de una teoría anarquista del conocimiento”, aunque este anarquismo en el libro se refiera a un anarquismo epistemológico, como un imperativo necesario para liberar a la ciencia del corsé del método, eliminando los obstáculos para el conocimiento. No nos atreveríamos desde aquí a tanto, pero siguiendo a Diéguez (con humor) nos atrevemos a recordar que las ciencias han adelantado “que es una barbaridad”, como muy bien sabían ya don Hilarión y don Sebastián quienes comentan así, los avances de las ciencias en general y de la medicina en particular en el famoso pasaje de la Verbena de la Paloma. Lo que ha ocurrido es que a lo largo del siglo XX han proliferado las filosofías de ciencias particulares (filosofía de la física, de la biología, de la economía, de la psicología, de la medicina etc.) y los estudios sobre aspectos metodológicos concretos (diseño experimental, procedimientos estadísticos, etc.). E incluso dentro de la misma medicina, por ejemplo, con el surgimiento de numerosas especialidades que hacen de la medicina una disciplina muy apropiada para ser entendida dentro de la teoría de sistemas como muy bien supo ver Mario Bunge en su libro “Filosofía para médicos”[23].
Hasta hace no demasiado la definición más común de la ciencia era la de aquella que se hacía ajustándose al método científico. Naturalmente es esta una tautología, que, en todo caso, hoy es difícil de sostener pues como bien dice el profesor Diéguez “estas supuestas reglas metodológicas científicas generales (observación, formulación de hipótesis, contrastación empírica de hipótesis por medio de predicciones, revisión de las hipótesis a la luz de la evidencia empírica) o la sistematicidad o el rigor, no son, hoy lo sabemos, exclusivas de la ciencia, siendo empleadas en la vida cotidiana por muchas profesiones para resolver numerosos problemas, profesiones que todavía no se consideran científicas. ¿Quiere decir esto que no existe tal cosa como un método científico? La respuesta es No, no existe tal cosa como un método científico, lo que existe hoy, utilizando el concepto de Feyerabend es un pluralismo metodológico. No es necesario tener una serie de reglas fijas y universales, exclusivas de la ciencia, para formar una idea clara de lo que es la ciencia. Porque los científicos hoy, los buenos científicos, ahora y, probablemente siempre, no se han preocupado demasiado de si su razonamiento era inductivo, deductivo, hipotético deductivo o abductivo, que son procedimientos de la lógica también utilizados fuera de la ciencia. Si acaso los grandes científicos se han caracterizado por su pragmatismo metodológico, en el que todo cabe, aunque todo no valga.
Lo que nos lleva voluntariamente a una encerrona de difícil solución. Si no hay un método científico universal, ¿cómo es posible separar lo que es ciencia de lo que no lo es? ¿Dónde han quedado los Popper, los Kunt y tantos otros que han dedicado lo mejor de su empeño a establecer unos criterios universales de demarcación entre las ciencias y las pseudociencias e incluso entre la ciencia y la técnica? La cuestión me sobrepasa ampliamente y no esperen que aquí la aclare. Les remito a que consulten a lo más granado de la filosofía de la ciencia y si después de eso han conseguido una respuesta les ruego por favor que me la cuenten.[24] He sido profesor de metodología de la investigación y de bioestadística durante años y he dado numerosos cursos y seminarios sobre la cuestión. Había dos temas que siempre me llamaron poderosamente la atención. En las clases los alumnos solían ser biólogos, médicos, enfermeras, farmacéuticos y algún químico. El primer día de curso pedía que levantaran la mano los científicos que había en la sala. Nunca ningún médico ni ninguna enfermera lo hicieron, a pesar de que solían ser mayoría y que entre los asistentes había algunos clínicos o cirujanos con un dilatado currículo en investigación. En cambio, lo hacían, sin pudor muchos de los biólogos, algunos de los cuales eran jóvenes recién licenciados que comenzaban las tesis doctorales. ¿Por qué los médicos no se consideran científicos a pesar de estar haciendo investigación científica?
La respuesta es compleja, nos llevaría lejos del objetivo de este capítulo, la hemos enunciado al principio y abordado en otros momentos[25]. La segunda sorpresa venía de una pregunta habitual que parece un chiste que habrán oído en otros muchos contextos, pero que la he vivido en primera persona. No hay clase de estadística que, en algún momento, no se aborde la cuestión de lo que es normal, anormal o patológico en medicina. Tras explicarlo concienzudamente y preguntar a los alumnos si lo habían entendido, siempre había algún listillo que precisaba: “doctor siempre hemos sabido lo que es lo normal hasta que usted se ha empeñado en explicárnoslo”. Pues así también con qué cosa es la ciencia y qué cosa es el método científico.
En otro lugar[26] hemos hablado más extensamente sobre el método científico y allí, en el intento de definir la ciencia fueron apareciendo decenas de definiciones muy distintas entre sí. Cada uno define la ciencia según le vaya el baile. Es, probablemente, esta dificultad para definirla, la mejor muestra de este pluralismo metodológico del que aquí solo dejamos unos breves comentarios. De entre todas las definiciones allí seleccionadas escojo aquí dos. “La ciencia es lo que dicen los científicos, eso es la ciencia”. y, “la ciencia es una pasión fría”. Y ahí queda eso para que otros le pongan música. No, el método científico no existe, pero como con las meigas gallegas, haberlo hailo. ¡Ah! una última consideración que sería por mi parte irresponsable no hacer. Si alguna vez le invitan a un debate en televisión con algún probo representante de alguna de las numerosas pseudociencias, no comiencen diciendo que el método científico no existe. Y si ustedes utilizan como fuente de autoridad estas líneas tengan por seguro que en semejante escenario este autor lo negaría todo.
[1] Elvira Roca Barea. Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español. Ediciones Siruela. 2016.
[2] Sánchez Ron, J. M., El poder de la ciencia. Madrid: Crítica; 2007.
[3] Federico Soriguer. Si Don Santiago levantara la cabeza: la lógica científica contada en 101 historias nada científicas. Editorial Incipit, Madrid, 2016 (dibujo de Manuel Sánchez C-Soriguer)
[4] Sánchez Ron JM. Cincel, martillo y piedra: historia de la ciencia en España (siglos XI y XX). Taurus, 1999.
[5] Juan Pimentel. Fantasmas de la ciencia española. Marcial Pons Historia. Fundación Jorge Juan. Madrid 2010.
[6] Juan Pimentel. (2010) (Op.cit).
[7] Federico Soriguer. ¿Es la clínica una ciencia? Editorial Díaz de Santos. (1992)
[8] Federico Soriguer. El Sur como disculpa. Editorial Díaz de Santos, Madrid.
[9] Federico Soriguer. Médico de día y científico de noche. Editorial Díaz de Santos. Madrid.
[10] Federico Soriguer. (Op.cit) (1992)
[11] Feinstein RA. Clinimetrics. Yale University Press, 1987. El libro de Feinstein contribuyó a transformar el riquísimo pensamiento analógico de la medicina clínica, en una lógica digital mas “pobre” pero cuantificable, contribuyendo así al desarrollo de la investigación científica en la clínica.
[12] Sánchez Ron JM. (1999) (Op.cit).
[13] Federico Soriguer. El fracaso de la investigación clínica en España. Medicina Clínica. 132(6): 219-221, 2009.
[14] Federico Soriguer y Francisco García. Historia del Hospital Carlos Haya y sus pabellones. Editorial el Genal. Málaga, 2016.
[15] http://webs.ucm.es/centros/cont/descargas/documento28401.pdf
[16] A. Diéguez Lucena. ¿Existe 'El Método Científico'? Filosofía y ciencia en el siglo XXI. https://blogs.elconfidencial.com/cultura/tribuna/2020-06-16/metodo-cientifico-filosofia-ciencia_2639264/?utm_campaign=BotoneraWebapp&utm_source=whatsapp&utm_medium=social
[17] Santiago Ramón y Cajal. Reglas y Consejos sobre investigación científica. Austral. 2011.
[18] Antonio Lafuente y Elea Giménez Toledo. https://theconversation.com/la-lengua-de-la-ciencia-y-su-inaplazable-conexion-con-la-sociedad-140321
[19] Santiago Ramón y Cajal. Los tónicos de la voluntad. Reglas y consejos de la investigación científica. Editorial Gadir, 2005.
[20] Federico Soriguer y Antonio Diéguez (coordinadores). Uso y Cuidado de la ciencia. Fundacion Lilly. Editorial Comares, 2025.
[21] A. Diéguez Lucena. ¿Existe 'El Método Científico'? Filosofía y ciencia en el siglo XXI. (Op.cit).
[22] Paul Feyerabend (2002). Contra el método. Barcelona: Ediciones Folio
[23] Mario Bunge. (2015). Filosofía para médicos. Gedisa, 2015.
[24] Franl Miedema. Ciencia Abierta: Una Buena Idea. Traducción al español. Federico Soriguer. Aceso abierto. Edición en español. Redalyc y AmeliCA http://ri.uaemex.mx/handle/20.500.11799/141131
[25] Federico Soriguer (Bio)Ética para andar por casa. Ed. Arguval, Málaga, 2011.
[26] Federico Soriguer. (2016). (Op.cit).
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