Historias de la ciencia con moraleja (I) Federico Soriguer

Historias de la ciencia con moraleja

Federico J.C-Soriguer Escofet 



Historias de la ciencia con moraleja

I)

"El precio de la ignorancia. Marcel Proust y compañía"


                                                                                                 Marcel Proust

Marcel Proust nacido en Auteuil, Francia, en 1871, no necesita presentación. Todo el mundo conoce su obra: “A la reserche du tempe perdu”, aunque pocos la hayan leído. En una ocasión Proust se encontró por la calle con un marqués, amigo suyo. Después de los saludos de rigor Marcel preguntó al marqués: ¿Has leído ya mi libro //  ¿Tu libro?, le contestó el marqués, ¿has escrito tu un libro? (Proust se refería, claro está a “La búsqueda del tiempo perdido”). “Pues sí, hasta te lo he enviado”, dijo  Proust. “Pues si me lo has enviado entonces lo habré leído”, contestó sin inmutarse el marqués.  Así es la buena educación y así deberían ser los amigos. Pero quien haya leído esta obra habrá se habrá dado cuenta de cuánto sabía Proust de medicina.  Tenía numerosos motivos para ello. En primer lugar, su padre fue un prestigioso médico autor de numerosas obras sobre el cólera, la neurastenia, o los accidentes cerebrovasculares, entre otras. Fue además fundador de lo que llegaría a ser con el tiempo la Organización Mundial de la Salud(1). Sin embargo, los conocimientos médicos de Proust proceden de su propia experiencia. Los aprendió en propia carne, como se suele decir. Padeció de dolores de espalda, cefaleas, mareos, depresiones crónicas, insomnio, indigestiones y sobre todo asma, ya desde los nueve años.  

A lo largo de su vida desarrolló una dependencia de su madre a la que escribía a diario, desde cualquier parte del mundo donde estuviera, para contarle detalladamente su sueño, su respiración, su apetito o sus deposiciones. Como es de esperar fue un hipocondríaco de libro y tenía una especial fobia a los gérmenes (germofobia, no confundir con germanofobia como se ha visto escrito en alguna parte). De buena cuna,  siempre tuvo criados a su alrededor, parte de cuyo trabajo diario era recoger las cartas que le enviaban sus lectores e introducirlas durante dos horas en una caja sellada con  vapores de formaldehido (2). En su desesperación se sometió a numerosas curas, tan largas y molestas como inútiles. Enemas, infusiones de morfina, opio, cafeína, amilo, trional, valeriana, atropina, jarabe de éter, veronal, cloral, adrenalina, euvalpina o alcohol en forma de cerveza que hacia traer del Hotel Ritz de Paris, además de cigarrillos medicinales, inhalaciones de creosota y cloroformo, cauterizaciones nasales, dietas radicales, además de largas estancias en balnearios y en centros de salud en las montañas(3).

La lista de médicos que le atendieron a lo largo de su vida es interminable, pero entre ellos figuran los más famosos de la historia de la medicina francesa de la época. Como era de esperar no tenía muy buena opinión de los médicos que “lo único que hacen es prolongar las enfermedades". En su desesperación llego a decir: "es muy tonto creer en la medicina, pero aún peor es no creer en ella”. Sus padres murieron tras sufrir afasias y otros defectos motores como consecuencia de accidentes cerebrovaculares, lo que hizo que Proust estuviera  obsesionado con una presunta falta de memoria por la que acudía con frecuencia a los neurólogos, entre ellos al famoso doctor Babisnky, quien le convenció de que no tenía una afasia haciéndole repetir varias veces, “El rey de Constantinopla/ se quiere descontantinopolizar / el que lo descontantinopolice / buen descontantinopolizador será”, que con variantes a todos nos  han hecho recitar de pequeños.

 Lo que más le mortificó a lo largo de su vida fue el asma, una enfermedad entonces infrecuente de la que no se sabía nada. Hoy ha pasado un siglo de su muerte y sigue sin saberse mucho, aunque haya muchas hipótesis. La teoría de la higiene (de la higiene excesiva) es una de ellas y otra la teoría del aire libre. Según esta última teoría los niños que se sientan a mirar la tele respiran de manera distinta (más lenta) que los que no lo hacen e incluso que los que leen. Estos  respiran más profundamente y suspiran con más frecuencia, pequeñas diferencias que pueden ser suficientes para aumentar la  susceptibilidad al asma(4).  En la época de Proust no había tele, así que debió de ser otra la causa. 

Proust fue un hipocondríaco con motivo, pero hipocondríaco. ¿Se lo imaginan con el covid19 y la mascarilla? A lo mejor, de haber nacido hoy Proust hubiera sido un niño rico y sano que no habría necesitado dedicar decenas de páginas al recuerdo infantil de una magdalena mojada en te. Y entonces el mundo no hubiera dispuesto de  Du côté de chez Swann   ni  de la serie de  À la recherche du temps perdu.  ¿Son estas dos obras imprescindibles para el mundo?  De haber podido escoger entre su salud y su obra, no creo que Proust hubiera dudado mucho.  Murió con 51 años de neumonía en el otoño de 1922.  Todo esto no le impidió dejar una obra literaria imperecedera, lo que tiene mucho mérito si pensamos que la mayor parte de ella fue  escrita en la cama. Aunque no fuera esa la intención de Proust, su gran aportación a la ciencia ha sido su peculiar relación con el tiempo y con la memoria.  Desde el título mismo la obra de Proust es una búsqueda de ambos.  Tras más de un siglo los neurocientíficos son incapaces de identificar el lugar donde se ubica esa memoria que Proust hizo trabajar incansablemente.  

Para la mayoría la memoria es una facultad de la mente y como tal su ubicación reside en el cerebro. ¿Qué otra cosa podría ser? ¿Dónde si no podría estar? Vivimos un acontecimiento, lo guardamos en algún lugar y un día cualquiera, el recuerdo lo hace aflorar de nuevo.  Pero lo que aflora no es exactamente una copia del acontecimiento. Recordar y bien que lo sabemos ya desde su propia etimología es ese intento de recuperar el pasado, guardado en algún lugar que llamamos memoria, pasando por el corazón.  ¿Por el corazón? ¿Qué tiene que ver la memoria con el corazón? Con el órgano no se sabe muy bien, pero sí con las emociones que desde siempre se han localizado (como metáfora) en el corazón, aunque la moderna neurociencia la encierren también en la mente y por tanto en el cerebro.  Sin embargo, más de un siglo después los neurocientíficos no han conseguido ubicar esas neuronas de la memoria ni cómo se producen estos recuerdos en respuesta a las emociones. 

La mayor parte de los experimentos muestran que la memoria podría estar ubicada en todas partes o en ninguna o que sería cosa de la plasticidad cerebral lo que es, sin duda, un gran avance que no conduce a ninguna parte.  De manera que hoy afirmamos que la memoria está en el cerebro simplemente porque no podría estar en ninguna otra parte. ¿Pero estamos seguros de esto? Hace años escribí un relato corto en el que a un hombre que padecía una extraña enfermedad hubo que ir cortándole de abajo arriba, primero los pies, luego las extremidades y así sucesivamente sustituyendo cada una de las amputaciones. - en el relato la ciencia lo permitía, - por sofisticados artefactos, hasta terminar solo con la cabeza conectada a un artilugio que le insuflaba la sangre, los alimentos y el aire, permitiéndole seguir pensando y hablando. Un hombre sin cuerpo al que solo quedaba el cerebro y la voz. 

Les ahorro el final de la historia, pero hoy sirve para preguntarnos si aquel hombre que era solo una cabeza tendría todas las facultades mentales, incluida la memoria. Adela Cortina en un  libro sobre los retos éticos del progreso de las neurociencias(5), cita la adivinanza de John Locke del príncipe y el zapatero.: “Si el día de la  resurrección el alma de un príncipe tomara el cuerpo de un zapatero, ¿Sería un príncipe para todos, o sus acciones sería propias de un príncipe y él se sabría tal, pero para el común de la gente seguiría siendo un zapatero?.  Si consiguiéramos trasplantar el cerebro de un príncipe a un zapatero y el de un zapatero a un príncipe, ¿quién sería ahora el príncipe y quién el zapatero?”  El asunto, como vemos no es nuevo. ¿Y si la memoria no estuviera solo en el cerebro?  Hay más seres vivos sin cerebro que con él y todos ellos tienen alguna forma de memoria.  Las plantas, por ejemplo, carecen de neuronas, pero sabemos que son capaces de aprender y de tomar decisiones. La memoria y la cognición no serían un monopolio del cerebro sino que se extenderían más allá incluyendo el cuerpo e incluso, también, fuera de él en ese vasto universo creado por el hombre que llamamos cultura (si es que, por ejemplo,  la hipótesis del exocerebro de Roger Bartras fuese cierta)(6).

Esta manera de entender la mente como un espacio entrelazado entre el cerebro, el cuerpo y el mundo exterior tiene una consecuencia inmediata. La interrelación entre ellos, es de ida y vuelta lo que no es posible sin la plasticidad del cerebro y sin la plasticidad corporal. La plasticidad sería una característica de lo humano. “..esta plasticidad de nuestra manera de pensar también forma parte de nuestra naturaleza humana, está anclada en nuestro genoma”, dice Jesús Mosterín (7).  Las neurociencias parecen haber comenzado a desmontar al cerebro como república independiente. Se habla de mente encarnada, embebida y extendida en el paisaje(8). ¿No es esto al fin y al cabo lo que ya hizo Marcel Proust con el tiempo, el recuerdo y la memoria?. Un tiempo perdido en alguna parte que buscó incansablemente mediante el recuerdo. Un gesto, una melodía, un color, una magdalena, llevaron a Proust a recuperar el tiempo y con él la memoria a lo largo de miles de páginas.  Un regalo impagable para la moderna neurofisiología. 

Como hemos comentado, Proust tenía de los médicos tanta necesidad como mala opinión y eso que ya le cogió en la última parte del siglo XIX cuando la medicina dejaba atrás un pasado “heroico” en donde la ineficacia era sustituida por las buenas intenciones de los médicos y ya se sabe que los cementerios y el infierno están llenos de buenas intenciones.  Desde Hipócrates los cambios en la medicina han sido muy lentos. A lo largo de los siglos el aprendizaje se hacía por inducción. Los médicos eran más apreciados cuanta más experiencia tenían, aunque no había forma de saber si esta experiencia era o no una experiencia válida. Hasta el siglo XVIII la fuente de autoridad seguía siendo la medicina antigua. 

Además, los prejuicios religiosos dificultaban la aceptación de los avances en el conocimiento.  Incluso después de haberse realizado importantes descubrimientos como la circulación de la sangre por Harvey (1568-1567) o la vacuna de la viruela por Jenner (1749-1823) la medicina oficial se negó durante décadas a tomar en consideración estos hallazgos.  Aquí ponemos algunos ejemplos de ello.  Szymborska(9) cuenta que Cromwell (1599-1658), enfermo de malaria,   se negó categóricamente a tomar corteza de quinina cuyos efectos antitérmicos eran ya conocidos, porque el medicamento llegaba a Inglaterra con el nombre de “polvo de los jesuitas”. En Francia no fueron mejor las cosas. Moliere fue una pesadilla para los médicos de su tiempo, pero ni aun así la medicina se modernizaba. En los archivos de la corte de Luis XIV (1638-1715) se guardaba celosamente el Diario de Salud del Rey, que fue pasando de mano en mano por todos los médicos reales.  Durante más de sesenta años fueron anotando religiosamente sus reales indisposiciones y cómo estas fueron tratadas. 

Leerlas pone los pelos de punta, dice Szymborska. Durante el tiempo descrito, a su Alteza le hicieron más de mil lavativas lo que supone una media de un enema cada veintidós días. En el intervalo que había entre ellas le daban vomitivos. Además le sacaban sangre a todas horas, incluso aunque se sintiera bien, “por precaución”, para depurar su organismo. Después, naturalmente, había que tratar las consecuencias de estos y otros tratamientos y acto seguido las consecuencias de tratarle estas consecuencias.  El Rey Sol debía tener una salud y una fortaleza de hierro pues vivió hasta los ochenta años de edad en una época en que la esperanza de vida no superaba los treinta años. Desde luego para curarse hacía falta tener la fortaleza de un toro. 

No es sorprendente la inquina y la opinión que tenía Molière (1622-1673) sobre los médicos. Escribió varias obras sobre médicos y enfermos, en las que dejó dicho cosas como estas. “Casi todos los hombres se mueren de sus medicinas y de sus médicos y no de sus enfermedades”.  

Tampoco Voltaire (1694-1778) se anduvo con remilgos: “Los doctores son hombres que prescriben medicinas que conocen poco, curan enfermedades que conocen menos, en seres humanos de los que no saben nada”.

Sin embargo, a pesar del desdén con el que se consideraba a los médicos no deja de ser curioso que tuvieran tanto poder. Una cuestión de necesidad, habrá que suponer. Es en esta necesidad donde ha residido históricamente el poder de los médicos y de la medicina. Desde este lugar de privilegio, para la medicina práctica era más importante la autoridad que el conocimiento. Un conocimiento que no había que justificar. Tampoco en aquella época se habían aún generalizado los instrumentos lógicos para esta validación. La forma de transmisión de estos conocimientos era inductiva y a través del magisterio. La historia que sigue es un buen ejemplo de los peligros de la inducción y la he oído con diferentes versiones a lo largo de mi vida profesional. “En el siglo XIX un joven médico acompañaba a su maestro a visitar a un paciente con tuberculosis.  En ese momento la manera de tratarlos era la sangría. En realidad, en ese momento y en aquel lugar la sangría era la manera de tratar casi todo. Así lo hizo el maestro mientras el interesado discípulo tomaba notas. Acudieron de nuevo a las dos semanas y al no observar mejoría el maestro recomendó una nueva sangría. La repitieron regularme durante unos meses más en los que el paciente empeoraba día tras día. En la última visita el paciente había fallecido. Con aire profesoral y ante la circunspecta mirada del discípulo el maestro solemne exclamó: “Sí, definitivamente, ya se lo había advertido. Creo que no le hemos sangrado suficiente”.

Desde luego esta historia de la sangría se repite. De hecho Lobo Antunes, el gran escritor portugués, en el prólogo a “De Profundis”,  de José Cardoso Pires(10) cuenta que:.. “en siglos no muy remotos en casos de apoplejía se acudía a la sangría.   El pobre Luis XIII sufrió en un solo año cuarenta y siete, además de doscientas doce purgas y doscientos quince enemas. No hace falta decir que murió joven”.

Bertrand Russell(11) advierte con humor sobre los límites de  experiencia:“.. el mero hecho de que algo haya ocurrido un cierto número de veces produce en los animales y en los hombres la esperanza de que ocurrirá de nuevo... un caballo que ha corrido con frecuencia a lo largo de un camino se resiste a andar en otra dirección. Los animales domésticos esperan su alimento cuando ven la persona que habitualmente se lo da. Sabemos que todas estas expectativas más bien burdas están sujetas a error. El hombre que da de comer todos los días al pollo, a la postre le retuerce el cuello, demostrando con ello que hubiesen sido más útiles al pollo opiniones más afinadas sobre la uniformidad de la naturaleza.

En muchas ocasiones la distancia entre los médicos y los viejos curanderos no era mucha. Los médicos no acostumbraban a la duda.   La búsqueda de la patognomonia(12) era como la del santo grial. Cada médico disponía de un recurso patognomónico.  La sociedad se lo demandaba. Necesitaban creer que los médicos sabían lo que hacían y los médicos hay que suponer que también. La duda era algo que los médicos, hasta hace poco no se podían permitir.  Esta aparente seguridad, esta representación de ser depositario de las certezas tenía ya de por sí un valor terapéutico. Unas certezas que cuando se barnizan de entusiasmo científico pueden llevar a la imprudencia como en esta historia imaginada que, por otro lado, podría, haber sido cierta: 

Doctor (al paciente): Tengo para usted una buena noticia buena y otra mala. 

Paciente: ¿Cuál es la buena, doctor? 

Doctor: Que su nombre pronto será conocido en todo el mundo. ¡se lo vamos a poner a una enfermedad! 

La medicina, pocos lo dudaban, era un arte y el buen hacer dependía mucho de la inspiración del médico. El ojo clínico, cualquier cosa que fuese eso, era el bien más preciado del que un médico podía presumir. 

¡Cómo han cambiado las cosas¡ Ahora los médicos y la medicina están en los primeros puestos de aceptación social de todas las encuestas de opinión pública y durante la epidemia del Covid19, todas las tardes a las 8 en punto, la gente desde los balcones les brindaba su aplauso. Sí, no cabe duda que el progreso existe, aunque nunca debemos olvidar que se ha hecho sobre las espaldas de gentes como Proust, Luis XIV, Voltaire o Molière, pero sobre todo de millones de seres humanos que han pagado con su sufrimiento el precio de la ignorancia Y de esto van estas historias. 


* Algunas de las publicaciones leídas para este artículo

[1] Bill Brysson. El cuerpo humano.  Guía para ocupantes. RBA libros, 2010.

 

[2] Marcelo Miranda. Graham-Rowe, D. Lifestyle: W Marcel Proust: el rol de su enfermedad y la Medicina en la vida y obra del autor de "A la busca del tiempo perdido", a un siglo de su creación. (The role of disease and Medicine in the life and work of Marcel Proust). Rev Méd Chile 2009; 137: 433-437. http://dx.doi.org/10.4067/S0034-98872009000300017 


[3] Bill Brysson, 2010 (Op.cit). 

[4] Graham-Rowe, D. Lifestyle: When allergies go west. Nature 479, S2–S4 (2011). https://doi.org/10.1038/479S2a

[5] Adela Cortina. “Neuroética y neuropolítica. Sugerencias para la educación moral”. Editorial Tecnos, Madrid, 2012

 

[6] Roger Bartra. Antropología del cerebro. Conciencia, cultura y libre albedrio. Editorial Pretextos, Valencia, 2014.

 

[7)Mosterín J. La naturaleza humana. Espasa Calpe, 2006. 

 

[8] Juan Arnau, Alex Gómez-Marín. ¿Dónde se guarean los recuerdos? El País. Ideas. 23,Agosto, 2020. 


[9] Szymborska W. Música de gato. En: Lecturas no obligatorias. Ediciones Alfabia. Barcelona, 2009


[10] José Cardoso Pires. De Profundis, Valsa Lenta.  Libros del Asteroide, 2006. 


[11] Bertrand Russell. Los problemas de la filosofía. Editorial Labor S.A Barcelona, 1991


[12] “Saber cierto”. En medicina la presencia de signos ante los que el diagnóstico es indubitable 



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