Columna periodística recomendada
Recomiendo la lectura de este corto artículo sobre la realidad de la política actual.
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La
obsolescencia del bien común
Fernando
Vallespín. El País
Cuanto mayor es la urgencia por sintonizar
nuestras sociedades a los nuevos desafíos, tanto menor parece la capacidad de
la política para ponerse a la tarea. El milagro es que hayamos conseguido
gestionar los asuntos corrientes desde el 2015, que es cuando de verdad comenzó
nuestra ingobernabilidad. La política inercial permite ir tirando, desde luego,
pero no sirve para resolver cuestiones de peso, como el conflicto catalán, o
emprender las reformas necesarias para afrontar lo que se nos viene encima con
el cambio climático o el desarrollo tecnológico.
Hoy predomina la política de vuelo raso, pacata,
pero, sobre todo, facciosa. Cada actor político solo es capaz de ver su propio
interés, no el del conjunto. Y actúa en consecuencia. Lo vimos en los pactos
municipales, más sintonizados a acceder a las poltronas que a buscar consensos
en torno a políticas. Y lo mismo cabe decir de la distribución del poder en las
autonomías y, ya más recientemente, en la disputa en torno a un posible pacto
para conseguir la gobernabilidad del Estado. Cada cual atiende exclusivamente a
su interés particular. El bien común se mide por el rasero del
qué-obtengo-yo-a-cambio.
La
política en su acepción más noble es la adición de voluntades para conseguir
fines colectivos.
Hoy parece predominar lo contrario, la sustracción
de voluntades hasta no conseguir la realización de fines particulares. Cuando
se pacta no se busca el entendimiento, sino el tratar de maximizar el interés
de cada parte. Cada cual saca sus escaños a subasta para ver cuánto pueden
conseguir a cambio de ponerlos al servicio de lo presuntamente común. O, lo que
es lo mismo, cada escaño tiene un precio, si no lo pagas no puedes contar con
él.
Lo interesante del caso es que lo hacen con total
impunidad; es decir, presumen estar avalados por sus propios votantes. Es más,
se ven casi impelidos a actuar en esta línea porque ha acabado por extenderse
una visión del adversario político como puro enemigo. ¿Y quien pacta con el
enemigo? Este es el residuo que ha dejado tras de sí la nueva ola populista,
que ha contagiado a los demás partidos su visión schmittiana de la política y la
glorificación del enfrentamiento existencial. La polarización sataniza a los
adversarios e inmuniza, en consecuencia, frente al entendimiento. Las palabras,
los relatos, importan. Son actos performativos. No es fácil pactar con alguien
al que previamente has calificado de felón. Y esto hace que se cree una burbuja
en el precio de los escaños si se busca la transversalidad.
Menos mal que nos queda Dinamarca, cuyo último
pacto de gobierno es envidiable y muestra que otra política es posible. No por
casualidad Fukuyama usaba el “llegar a Dinamarca” como metáfora de la persecución
del buen gobierno. Hoy por hoy nos separa de ella casi lo mismo que la
distancia geográfica. Pero, una nota final de optimismo: al pueblo español ya
se le está acabando la paciencia. Se extiende esa idea tan nuestra de que los
políticos no se están ganando el sueldo. Y, sobre todo, que es preferible la
gobernabilidad a torcer el brazo al enemigo. Aviso a navegantes.
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