Relato literario: Diana
Alberto Salamanca que ya ha colaborado en otras ocasiones en Sinapsis nos hace llegar este relato titulado Diana que más abajo se transcribe. Antes se expone un pequeño currículo del autor. Os recomiendo su lectura. J.P
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El cuadro plantea una
versión del tema mitológico de Atlanta de Arcadia, una de las mejores cazadoras,
atletas y arqueras de toda Grecia, la única mujer entre los argonautas de Jasón
en busca del «vellocino de oro». Su padre sólo quería hijos varones por lo que
fue abandonada al nacer. Una osa la amamantó y la cuidó hasta que unos
cazadores la descubrieron y la criaron. Ufana de su superioridad y desdén hacia
los hombres, prometió casarse sólo con quien la venciese en una carrera.
Hipómenes, con la ayuda de Afrodita, que le proporcionó tres manzanas de oro
con las que distrajo a Atlanta, ganó la carrera. Guido Reni escoge precisamente
este momento de la acción que representa la causa del retraso de Atalanta, y
elige una composición muy compleja que expresa esta oposición de actitudes. Los
gestos y la postura de cada uno de los personajes se oponen simétricamente: una
agachada, el otro en pie, piernas flexionadas, piernas estiradas... Además, el
movimiento es contrario: Atalanta se vuelve sobre sí misma, sobre el ángulo
inferior izquierdo, lo que ha de conducirle a la derrota. Hipómenes avanza con
un impulso imparable, hacia el ángulo superior derecho, habiendo lanzado las
manzanas con el brazo extendido, como quien se desprende de un peso.
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Alberto Salamanca Ballesteros
(Granada, 1957) ha sido profesor de
Obstetricia y Ginecología de la Universidad de Granada, con actividad
clínica en los hospitales de la ciudad. Aparte de múltiples
publicaciones científicas propias de la especialidad, ha escrito ensayo
y divulgación científica ("Monstruos, ostentos y hermafroditas",
2007,
"El gusano en la manzana", 2010, "Ginecología para
hombres", 2011,
"Ginecología evolucionista", 2014, "Cartas a un
ginecólogo", 2017). "La
enredadera", que ya ha sido publicada en Sinapsis, forma parte de un
poemario inédito al que da nombre: "Versos de la enredadera".
Diana
por Alberto Salamanca
Diana tuvo su primera
regla con 13 años. Aquel mismo día, su madre le informó de que se trataba de
una sustancia impura y nociva que era preciso eliminar. Recordándolo ahora,
entiende que el origen y mecanismo de este singular rasgo de las mujeres le
parecieron entonces tan misteriosos y tan incomprensibles que no le extrañó que
la humanidad hubiera cristalizado en ella multitud de supersticiones y tabúes
rodeándola de toda clase de mitos y rituales. Y lo primero que descubrió es que
los mitos son los tapones tranquilizantes que obturan las preguntas sin
respuesta.
También recuerda que,
con aquellas primeras menstruaciones, lloró sobre el cadáver de su infancia
ida. Casi con simultaneidad, en unas clases de religión en el Instituto,
cargadas de solidaridad y de alegría, descubrió la poesía mística. El éxtasis
ante la evidencia de lo real y la trascendencia de San Juan de la Cruz. Con su
libro de poesía, y alguna compañera, pasó horas bajo el cedro cuya plantación
se atribuye al santo en Los Mártires. La ha acompañado el resto de su vida.
Todavía sin reponerse de
aquel primer golpe de feminidad, algunos meses más tarde, apareció el
sufrimiento. Empezó el agónico dolor de barriga. La desazón, la angustia y la
opresión del bajo vientre. Con rapidez hizo números: cuatro días al mes durante
12 meses al año por, aproximadamente, 35 años de vida reproductora,
significaban 1680 días, ¡más de cuatro años de sangre y dolor!
Los retortijones la
martirizaban cada vez que tenía la regla. Con frecuencia tenía que quedarse en
casa incapacitada para ir al colegio. Y dejaba de acudir a algunas citas, de
modo que la situación repetitiva hizo que perdiera algunos amigos. Pero ganó
tiempo.
Se había acostumbrado a
que todo lo que sucediera durante aquellos días le saliera mal, incluido, claro
está, los exámenes. Eran días espantosos en los que la felicidad parecía
imposible. Pero había otros que, sin ser maravillosos, tampoco mostraban
perturbaciones. Aprendió que éstos eran susceptibles de felicidad. Los griegos
la llamaban ataraxia. La paz del alma. Y, sobre todo para ella, el silencio del
cuerpo.
Uno de aquellos
horribles días, no recuerda la edad, pero también en su adolescencia, la
menstruación coincidió durante un «viaje de estudios» que el Instituto había
organizado a Madrid. Con su dolor, en El Prado, de pronto se encontró de frente
con «Atlanta e Hipómenes», un lienzo
del pintor barroco boloñés Guido Reni (1575-1642). Aunque el cuadro entraba por
sus ojos, parecía como si todos sus sentidos fueran capaces de percibir aquella
obra. El tacto suave de la piel femenina, el frío del metal áureo que recubre
la manzana, el olor levemente acre del sudor o el eco de los pies descalzos
sobre la tierra. Era casi capaz de percibir el ingente número de conexiones de
fibras que multiplicaban la transmisión de la información hacia y entre los
hemisferios de su cerebro. Y todo esto la embriagaba hasta casi marearla. Lo
que ocurría a su alrededor, fuera del campo visual focalizado en el lienzo, era
como si estuviera en penumbra.
Ensimismada en su mundo,
con los sentidos a flor de piel y especialmente predispuestos, encontró su kairos, su instante propicio, la
intuición del momento. Hasta entonces había interpretado a la pintura como
meramente «retiniana», sólo se le ofrecía a la visión y no le encontraba más
alcance que el efecto visual. A partir de aquel día, las obras comenzaron a
verse envueltas en un halo de misterio que la instigaba en una actitud de
entrega receptiva, intensa pero placentera. Y pensaba que la belleza que no
estremece y sugiere un enigma no merece ese nombre. El embrujo se ha repetido
cada vez que ve una obra de arte. Desde luego que era a partir de la forma que
encontraba una puerta de entrada para sentir y para entender la obra que se
transformaba así en el resplandor sensible de una significación. La forma bella
reflejaba el logro de haber materializado, de haber otorgado cuerpo sensible a
una idea.
Diana procura hacer
coincidir su visita a los museos con su menstruación. Fuera de ella, su
apreciación entiende que es más vulgar. Valora entonces los cuadros por el modo
en que hacen ver lo que antes no se veía, lo que a partir del cuadro logramos
ver con nuevos ojos. Y comprende que es necesario que la atención se concentre
en el propio cuadro para descubrir en su interior la nueva presencia que otorga
a los hechos y cosas del mundo. También, desde aquel día, sabe que la auténtica
vida humana encuentra su valor en el amor, la amistad y la belleza del Arte.
Estaba segura de que el
arte es siempre meritorio. Y lo que no es arte, afirmaba, tiene el mérito del
marketing. Para reconocer esto, por lo general, no es necesario un análisis
profundo de la obra. Salta a la vista lo que es y lo que no lo es. El diálogo
que se entabla entre la obra y el receptor es lo que hace que la obra sea de
arte. No obstante, la apreciación de la genialidad es otra cosa. En este
sentido, creía que era completa y absolutamente necesario mirar de cerca y
durante un tiempo dilatado los cuadros. El recogimiento la sumergía en la obra,
se adentraba en ella contemplándola en una actitud de escucha y apertura
receptiva. Para ella, en realidad lo que sucedía era que sumergía en sí a la
obra más que ella en el cuadro. De este modo otorgaba a la gran obra de arte un
poder de revelación o descubrimiento, una innovación cognitiva. Le estimulaba
el poder de insinuación, de sugerencia, de proponer búsquedas que, a menudo,
indicaban el sentido en que indagar. Pero había que interpretarlas. Lo
perceptible del cuadro era a la vez guía y veladura, camino y obstáculo, luz y
oscurecimiento de la comprensión.
Diseñaba viajes, a miles
de kilómetros, para contemplar una exposición temporal, u obras que
recientemente había descubierto en reproducciones que, con frecuencia, no
hacían justicia al original. Y se autoconcedía
aptitud para la apreciación y la evaluación. Si a lo largo de la experiencia
tenía el pálpito de que la obra era buena, es que era buena.
La auténtica imagen
pictórica no reproduce, sino que descubre. Al principio, la belleza no era otra
cosa que el esplendor de lo sensible y, con frecuencia, el arte y lo estético
se terminaban identificando. Ahora, para ella, el arte presenta una dimensión
estética sólo subsidiaria, derivada de algo más genuino y profundo que
encuentra en el arte.
Aparte de recién casada,
había estado en Florencia en dos ocasiones y, excepto la primera, durante las
otras dos estancias la acompañaron sendas copiosas menstruaciones. De cualquier
forma, siempre la embargó la misma emoción y la misma laxitud. Flotaba
obnubilada, con su corazón acelerado, y al borde del desmayo, todavía hoy no
sabe si debido a un síndrome de Stendhal
o a una regla especialmente prolongada y copiosa que duró los casi diez días de
su excursión. En la ciudad más bella del universo lloró varias veces. No
olvidará cómo se detuvo el mundo, literalmente parado, hasta la lágrima por la
mejilla, ante el ventanal de la Terrazza
Brunelleschi en el hotel Baglioni, donde cenaba, con la cúpula de Santa Maria dei Fiore que casi podía
tocar y la perfección arquitectónica.
Visitó el Louvre y Orsay en seis febriles días de sangrado. Ajustó el viaje al museo
de Bellas Artes de Bélgica a su menstruo. Estuvo en el Kunsthistorisches Museum vienés o en la isla de los museos
berlinesa con el período. Fue a ver a Warhol al Grand Palais cuando tuvo la regla. British Museum y National
Gallery le ocuparon largos fines de semana, pero siempre con la
menstruación.
Hubo alguna oportunidad
en que las fechas no cuadraban. En esos casos recurrió a su ginecóloga que se
sorprendió sólo la primera vez. Ella misma le había confesado que «poner o
quitar» una regla era singularmente sencillo. Lo único que se precisaba era un
útero. Demiurgos de la menstruación y dioses (menores) del «ahí abajo».
El mundo del arte la
abocó a la intimista pintura holandesa. La representación de la vida cotidiana
—el hogar, el ajuar, los objetos y utensilios― y el gusto por la contemplación,
el amor por la vida en torno, algo que encontraba en extremo original y que se
basaba en el sentido meticuloso de la observación, configurando un conjunto
penetrantemente descriptivo, y analítico, y realista. Del mismo modo que esta «manera
fiamminga» fue una revelación para los pintores occidentales, lo fue para
ella. Su atención concentrada, su actitud de recogimiento y su intensidad
contemplativa la dejaban absorta en la obra, en la forma bella. El interior
holandés le provocaba además una sensación a la vez tentadora e incómoda, la
sensación de ser observadora más dentro que fuera de la escena, con personajes
que no son conscientes de que nadie los observe. Aquellos espacios domésticos
representados no eran simplemente espacios habitables destinados a domicilio y
vivienda, que sirve de refugio y en el que conviven los distintos miembros de
la familia. No. Más bien se trataba de lugares marcados por elementos de
carácter social y económico, en los que se plasmaban las distintas funciones
sociales, las diferencias de roles entre hombres y mujeres o las jerarquías
entre padres e hijos. En definitiva creía ver a la casa como un barómetro con
el que medir el pulso y el pensamiento de los sujetos de aquella determinada
época. Pero desde dentro. Y ese encanto misterioso de lo habitual y cotidiano,
conseguidos con una increíble perfección técnica, contiene asimismo para ella
un curioso paralelismo: el éxtasis de los interiores holandeses, la alegría de
lo cotidiano a la vez eterno, con San Juan de la Cruz. La alegría contemplativa
ha de merecerse y hay que buscarla. Parecía como si cerrara un círculo. La vida
y el arte le parecían igualmente difíciles e igualmente apasionantes.
Durante sus escasas
vacaciones, abandonaba la carrera persistente y fatua asediada de proyectos en
que se había convertido su vida. Era consciente de que por más que aligerara a
su cuerpo del vestido en cualquier playa, el espíritu, no obstante, no se
liberaba de sus aderezos. Y, además, el dolor arreciaba. Maldecía tener que
convivir con aquella angustia a plazo fijo. Su vida se había convertido en una
pesadumbre con treguas regulares.
A lo largo de su
trayectoria con la dismenorrea, Diana ha utilizado múltiples recursos para
convivir con ella. Y no sólo medidas terapéuticas ortodoxas. Recurrentemente
surgía alguien que, con buena intención, le recomendaba procedimientos frente a
su dolor. No se le escapaba que su propio nombre Diana era el de la diosa
romana de la fertilidad, la Artemisa griega, que asimismo da nombre a una
planta que se utiliza como remedio para los problemas menstruales. Cambió hábitos dietéticos, suprimió comidas,
incorporó otras. Tomó snacks ricos en proteínas y engordó mientras persistía el
dolor. Eliminó la sal y todo fue más soso cuando le dolía. Eliminó los lácteos,
la cafeína, el alcohol y el azúcar. Adelgazó y el dolor permanecía. Se
acostumbró a pasear durante esos días. Y, desde luego, también había aprendido
que en los momentos más desesperados de angustia —pero también de tristeza―,
cuando era presa del desaliento o de un cansancio atroz, cuando querría llorar
o vomitar, entonces ver una obra de Vermeer, sólida, exacta, como una ráfaga de
aire puro, le sentaba muy bien.
Precisamente bajo uno de
aquellos tratamientos homeopáticos inútiles, estuvo en Dublín. Rememora con
avidez su singular viaje a la capital irlandesa, esmeradamente dispuesto
coexistiendo con un nutrido menstruo. Al día siguiente a su llegada fue a la National Gallery, en Merrion Square. Un súbito y
descontrolado dolor de barriga le hizo renunciar la noche previa a unas pintas
en los pubs de Temple. Si nada se lo
impedía tenía previsto también una visita a The
Chester Beatty Library. Quizá la más bella colección de manuscritos
iluminados recopilados por un único coleccionista. Diana se acomodó frente a la
tabla que le había llevado hasta Dublín. «Mujer leyendo una carta» (1662-1665)
de Gabriel Metsu (1629-1669), que falleció con tan solo 38 años, y que es uno
de los más inspirados, y el más sencillo, autor de entre los holandeses de la
edad de oro. Su talento refleja una vez más exquisitas escenas de la vida
cotidiana pero con figuras cargadas de humanidad y personalidad. Y el espacio.
Un espacio que tiene su propia elocuencia escénica, de ámbito teatral en el que
se inserta la figura del actor. En este caso, la labor de costura interrumpida
por la llegada de una carta. La interpretación clásica hermana este cuadro con
«Hombre escribiendo una carta», correspondencia del esposo de viaje, marítimo y
azaroso, como el lienzo de la derecha. El perro encarna fidelidad y la
intención moralizante de la obra.
Fuera de aquella
apreciación académica, Diana sentía la calidez de la madera sin pulir del entarimado
bajo el pie sólo cubierto con la calceta, el leve ruido metálico del dedal
rodando casi parado en el suelo, el tenue olor a humedad de la estera de
esparto, o el brevísimo movimiento del aire de la cola del perro. La caricia de
la seda y el raso y el ruido del almidón de la enagua y su tacto suave y dúctil
pero firme. Más allá percibía el sonido del hielo agrietándose en el canal, ahí
afuera. Y fue capaz de sentir el cuadro que dentro de su cuadro descubría la
criada al correr la cortina, las anillas sobre el bronce de la barra, todavía
con el sobre en la mano. El rugido del viento sobre las olas y los alfileres de
las gotas heladas y saladas del mar embravecido. La tempestad de la pasión.
Estaba por dos veces fuera de sí y le costó el doble de tiempo volver.
La
inmensa obra que tenía ante sí no podía ser sólo un puro juego de formas. Más
bien aquella presencia sensible, inmediatamente perceptible, le acercaba a
algo, encarnaba en definitiva un significado que ella desentrañaba con singular
maestría y no sin dificultad. Aquel significado artístico se daba a los
sentidos, se envolvía y se plasmaba en lo visible y, aunque no se reducía a él,
sí formaba cuerpo con aquella materialidad visual. Y en esa trama sensible
descubría nuevos sentidos de lo simbolizado.
En el
año 2003 se exhibía en Madrid una exposición de «Vermeer y el interior
holandés». Y como el arte le había enseñado que cada instante es eterno, o
puede serlo, preparó minuciosamente su visita a El Prado. Mientras reservaba su
entrada en la web del museo, percibía la sensación gozosa de su propia
eternidad, y se auguraba una buena regla para esos días.
Aquel
fin de semana de abril, Madrid era la primavera. Esperando a la hora de su cita
paseó por los parterres del Real Jardín Botánico. Ya en El Prado, después de
entrar por la Puerta de Murillo, hizo un recorrido rápido por las más de
cuarenta obras de la exposición. Dou, de Hooch, Maes, Metsu, van Mieris,
Netscher, de Witte, Jan Steen. Y Vermeer. La
obsesiva precisión de detalles objetivos y el microcosmos ordenado. Con
ansiedad, oyó el rumor de los pasos en la grava del paseo de aquel cuadro,
sintió el peso del cesto ―de los de encorvar el brazo— que portaba la joven
holandesa en otra pintura, apreció el sutil movimiento, como alas de una
mariposa que está perdiendo fuerza, en un lienzo más. A continuación, se
acomodó en el sillón situado frente a una obra que representaba un paisaje. La
autenticidad más turbadora. Un dibujo calculado con mucho cuidado, que le
otorgaba la mayor de las coherencias a todos los elementos compositivos, y la
plasmación de la atmósfera en la cima de la perfección. Decididamente aquel
cuadro no era el paisaje que revelaba. Todo le parecía relevante. Se fijaba en
las propiedades materiales del cuadro. Sus dimensiones, el apropiado equilibrio
entre anchura y altura, y la textura de la tela. Las manchas de color y la
sutileza de las pinceladas. En las propiedades físicas están necesariamente
arraigadas las propiedades estéticas. La organización del espacio, el grosor de
las líneas del dibujo, su atenuación o intensidad, el color, las relaciones de
contraste, las sombras. Al más puro estilo japonés elogiaba la sombra y la luz
gastada, atenuada y precaria del discurso de Junichirō Tanizaki. Las encontraba
elegantes y armónicas. Intuía que lo bello no es una sustancia en sí sino tan
sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por la
yuxtaposición de diferentes sustancias. Y si se suprimen los efectos de sombra,
la belleza perdería su existencia.
Finalmente,
se abrió paso entre otros espectadores y se emplazó cara al lienzo, justo desde
el ángulo en que podía apreciarlo en todo su esplendor. El rubor que le subió a
la cara hacía unos momentos, se le había instalado. La verdad es que no había
muchas situaciones que la hicieran ruborizarse, pero, ahora, se sentía
caliente, excitada e incómoda. Comprobó que era la luz, la movediza luz de los
cielos borrascosos holandeses, el medio pictórico, y metafísico, de fijación.
De hacer algo fijo y eterno. Gracias a esa luz se aglutinan espacio y tiempo, y
se hace imperecedera la más efímera y frágil apariencia. La luz y las sombras.
Y allí, delante de aquella mirada fugaz y temblorosa, la irisación de una perla
y el rayo más intenso del sol entre nubes, experimentó uno de esos momentos en
la vida, como en el silencio de un amor, o en la paz de una meditación, en los
que «sentimos y experimentamos –así dice Spinoza– que somos eternos». El
éxtasis y San Juan de la Cruz.
Aquel bochorno fue el
primero. Durante los siguientes meses se sucedieron progresivamente en la misma
medida que sus menstruaciones faltaban. Ahora recuerda como un singular
hallazgo la primera vez que dejó de venir la regla. Como siempre, esperaba a su
dolor terrorífico y espeluznante, pero pasaron los días y no se presentó. Luego,
Diana tuvo dos citas ineludibles, ya sin menstruo. Una en el Guggenheim bilbaíno que acogió una
muestra de los fondos del Städel Museum
de Francfort, que alberga una de las colecciones de pintura holandesa del XVII
más importantes de Europa. Otra, y esto la estremeció, cuando volvió a la National Gallery en Dublín que propuso
una espectacular y excitante exposición: «Gabriel
Metsu: Rediscovered Master of the Dutch Golden Age».
Ya no le duele la
barriga, no, pero cree que tampoco ha vuelto a experimentar la misma sensación
que aquel día en El Prado o tiempo antes en la National Gallery dublinesa. Gracia inefable de la menopausia.
Nota del autor: El relato está basado en el capítulo «¿Es verdad que les
duele?: la dismenorrea también existe» de Ginecología
para hombres (Editorial Almuzara, 2011). Aunque existen investigaciones que
objetivan una relación entre las hormonas sexuales y el campo visual en mujeres
con migraña (Yucel I, Akar ME, Dora B, Akar Y, Taskin O, Ozer HO. Effect of the menstrual cycle on standard achromatic and blue-on-yellow visual
field analysis of women with migraine. Can
J Ophtalmol 2005. 40: 51-57), la historia de nuestra protagonista es ficticia
y, en modo alguno, basada en comunicaciones o estudios previos. De ninguna manera su
peculiar apreciación de las obras de arte pictóricas es algo que se fundamente
en un conocimiento científico actual del problema. Por su parte, la experiencia
estética y la interpretación simbólica del arte por parte de Diana están en
buena medida inspiradas por la obra de José García Leal, El conflicto del arte y la estética (Editorial Universidad de
Granada, 2010).
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