Relatos: Un adiós anticipado
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Un adiós
anticipado
Mi hijo pequeño va a cumplir cuatro años y está en la etapa de los por qué. Todo lo pregunta y ante las respuestas le surgen otros por qué.
El
otro día al oírme hablar de trombosis me inquirió sobre que era eso. Le
expliqué lo del coágulo de sangre que obstruye una arteria y que una arteria es
como una tubería que riega una zona rica e importante que sin riego se moriría.
Esto
me llevó al tema de la muerte y tuve, ante las dificultades de transmitirle lo
que era la muerte, que cambiar a otro tema.
Pero
más tarde, esa anécdota tan corriente con mi hijo me hizo reflexionar, sobre
como pequeños cambios pueden producir una cascada tan tremenda de
acontecimientos en la vida de las personas.
Recordé como me sentí cuando mi madre tuvo su
trombosis cerebral. Como médico se que estas lesiones se producen
gestándose a lo largo de mucho tiempo
pero también se, que es en un periodo muy corto, quizás segundos o minutos
cuando viene la hecatombe definitiva.
Se
tapa una arteria y pueden morir nuestros recuerdos, nuestros conocimientos,
nuestra expresión, nuestra creatividad,
nuestra independencia... Dejamos de ser una persona para ser otra.
La
noche anterior a la enfermedad de mi madre habíamos hablado. Lo hicimos por
teléfono dado que por circunstancias complejas de la vida, vivíamos a más de
doce mil kilómetros uno del otro.
Como
siempre, sentí su cálida voz, su mesura, sus consejos, su afecto y su
inteligencia. Ella era muy intuitiva, detectaba con extraordinario acierto las
personalidades de los demás. Con frecuencia, me advertía sutilmente, desde su
punto de vista, sobre quienes podían hacerme daño.
Era
pesimista y desconfiada en general, excepto con los suyos. Fiel con sus seres
queridos fuesen estos sus hijos, nietos o su propio esposo.
Los
rasgos de la desconfianza o del pesimismo de su personalidad pienso que se lo
transmitieron sus padres. Recuerdo que estos rasgos eran comunes a muchos
inmigrantes que conocí de pequeño; éstos, o no se habían adaptado totalmente al
nuevo país o no habían visto cumplidas las expectativas que se plantearon
cuando tomaron la difícil decisión de abandonar su tierra de origen. Todo esto
les imprimía en el carácter esas peculiaridades.
Por
ser mujer, nacida en el año veinte, hija de emigrantes españoles pobres, no
tuvo estudios, pero desbordaba sensibilidad e inteligencia.
Siempre
estaba cuando la necesitabas. Recuerdo cuando era niño y estaba cansado por la
noche, como me encantaba dormirme en sus brazos; alargar la despedida nocturna
pidiéndole un vaso de leche o convencerla para que me hiciera algunas de mis
comidas preferidas. Todo me lo concedía. Era tan grato percibir siempre su
afecto y cariño a través de su mirada, gestos o caricias no grandilocuentes. No
se reía mucho pero cuando lo hacía, tenía una risa fuerte, estruendosa y
contagiosa.
Su
vida transcurrió con estrecheces económicas e inseguridad en el futuro, pero
siempre estaba brindándose a los suyos.
En
mi memoria y a través de fotos tengo presente su belleza, propia de la mujer de
los años cuarenta y ahora a finales del siglo veinte, el tiempo, ha actuado y
ha sido implacable.
Anciana
y con muchas enfermedades, pero como era habitual en ella, su mente estaba
preocupada por sus hijos, por sus nietos y quizás también, por la proximidad de
su propia muerte.
Aquella
noche, como lo hacíamos siempre, hablamos; nos preguntamos por el resto de la
familia; intercambiamos ideas y deseos. Y como suele ocurrir con los diálogos
telefónicos internacionales, nos despedimos rápidamente quedando para hablar en
los próximos días.
Pero
no hubo próximo día. Un pequeño coágulo en una arteria cerebral nos lo impidió
para siempre.
A
partir de entonces, cuando yo llamaba a Argentina, le acercaban el teléfono al
oído de mi madre; yo hablaba, la saludaba, a veces no sabía que decirle, como
animarla, que contarle, dado que no había respuesta alguna. Ella no hablaba, no
contestaba, no podía saber si me entendía, aunque por monosílabos, que en
ocasiones expresaba, deseaba creer que sí. Pero en realidad se había
interrumpido el diálogo y la comunicación para siempre.
La
volví a ver dos años después.
La
encontré muy envejecida; estaba en una cama de la que no podía salir y que ya nunca más abandonó.
Sus
hermosos ojos habían perdido parte de su expresividad, su piel estaba ajada y
seca y las manchas de la vejez le salpicaban su cuerpo.
Le
hablaba y parecía, o yo quería que así fuese, que me comprendía.
Nunca
más escuché su voz.
Estaba
ahora otra vez postrada, por unos coágulos en las arterias de sus piernas y por
su diabetes, a las puertas de la muerte.
La
noche que me despedí de ella, nos quedamos los dos a solas en la habitación
sórdida y pobre de ese sanatorio propio de un país decadente y en crisis.
Ella
estaba semidormida y yo sentado a su lado. La observaba y percibía en mi
corazón y en mi cerebro con gran nitidez, la visión del final de su vida.
Pensé
en ella; ¿cómo había sido de niña?; ¿que pensaba ella entonces?; ¿que deseaba?;
¿que proyectos había tenido?; ¿fue feliz? ; su juventud; su matrimonio; la
relación con nosotros, sus hijos... ¿ qué sentiría respecto a todo esto? ; ¿se
habían acercado algo sus deseos a la realidad que tuvo que vivir?.
Yo
estaba seguro que nunca más nos veríamos. Unos minutos después la llevarían a
ella a quirófano y yo saldría hacia España en un largo viaje. Viaje que también
era una huida provocada por el dolor y la impotencia.
Aquella
noche junto a su cama del hospital, pronuncié varias veces en voz alta y
dirigiéndome a ella la palabra ¡mamá!. Yo sabía que nunca más lo haría. Jamás
podría dirigirme a alguien diciendo ¡mamá!. No obtuve respuesta.
La
acaricié en su brazo desgastado por el tiempo y la besé despidiéndome para
siempre. Se me estrujó el corazón.
Había
nacido yo de ese cuerpo hacía cincuenta años y ahora nos decíamos un adiós
anticipado pero definitivo.
Dos
meses más tarde falleció en la misma cama que me trajo al mundo. Sus últimos
meses de vida fueron horribles y quizás por eso, según me dijeron, al morir su
rostro recuperó la belleza, la luminosidad, la serenidad y esa sonrisa que
siempre nos regaló en vida.
Me
encantaría creer, aunque no puedo, en el más allá. Y así poder pensar que algún
día podría estar con ella otra vez y poder compartir junto a toda mi familia, una vida más justa,
tranquila y feliz que la que a ella le tocó
vivir.
Hasta
siempre mamá, te extraño mucho.
JP
Llorando mucho . Aún no puedo vivir u día pensando en ella y llamándola MAMÁ. MAMÁ
ResponderEliminarAmar,siempre amar.y creer, Dios nos creó para sí,en El nos reuniremos otra vez 😄
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