Creación literaria analizada desde la ciencia
La periodista Rocío P. Benavente ha publicado un artículo interesante y controvertido sobre la creación literaria, las posibilidades de éxito o de fracasos, el por qué unas obras literarias "enganchan" y por qué otras no, etc. Todo este abordaje lo hace desde la óptica de la ciencia. Interesante artículo aunque solo sea el inicio de un camino que en unos años probablemente veremos crecer. Os invito a leer la publicación algo reducida que transcribo a continuación. Se publicó en agosto de 2018 en la Revista Jot Down.
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Lo
que la ciencia sabe sobre cómo y por qué nos engancha una novela
Publicado por Rocío
P. Benavente (Revista Jot Down)
Anna Karina en Le
petit soldat, 1963. Fotografía: Les Productions Georges de Beauregard /
SNC.
Como todo lo que está por hacer, una página en
blanco no es nada pero tiene el potencial de serlo todo, y eso es una
responsabilidad tremenda para el escritor. ¿Qué hacer? ¿Qué escribir? El
abanico de opciones es abrumador, y las posibilidades de estrellarse lo son más
aún. Además, si en el momento de ponernos a ello nos vienen a la cabeza todos
los principios brillantes que nosotros no escribimos, como el lugar de la
Mancha de nombre nunca recordado, el coronel Aureliano frente al pelotón de
fusilamiento o la verdad universalmente conocida de los solteros con fortuna,
es posible que la página en blanco, tan prístina ella, tan inocente que
parecía, nos gane la batalla por KO antes de empezar.
La ciencia también se ha ocupado del proceso
creativo literario y es de ese tema el que ahora hablaremos. De un grupo de
científicos que han analizado qué nos hace leer y también seguir leyendo,
cómo las historias que leemos nos entran por los ojos y llegan a través del
nervio óptico hasta nuestro cerebro para desde ahí expandirse bajo nuestra piel
por todo el cuerpo. Esto no es (solo) una metáfora, resulta que ocurre de
verdad. Pero a eso llegaremos más tarde.
Las palabras que llenan los éxitos (y los
fracasos)
Empecemos hablando de Vikas Ganjigunte
Ashok, Song Feng y Yejin Choi, científicos del
departamento de Ciencias de la Computación de la Stony Brook University de
Nueva York. Estos tres informáticos, o científicos de la computación si ustedes
lo prefieren, son los autores de un estudio titulado Success with
Style: Using Writing Style to Predict the Success of Novels (Éxito
con estilo: cómo utilizar el estilo de escritura para predecir el éxito de una
novela), en el que describieron cómo habían desarrollado un algoritmo capaz de analizar una novela
y predecir con un 84 % de precisión si sería o no un éxito comercial.
Se basaron en lo que llaman estilometría estadística, que consiste en convertir la literatura
en matemáticas, contabilizando el uso de las palabras y la gramática para así
comparar unos géneros y otros, unos escritores y otros, unas obras y otras.
Como campo de pruebas eligieron grandes éxitos de la literatura universal,
incluidos en la Biblioteca Gutenberg, encabezados por Don Quijote de la
Mancha, de Cervantes, Otras voces, otros ámbitos,
de Capote, Robinson Crusoe, de Defoe,
y El viejo y el mar, de Hemingway; entre otros.
Para completar la muestra, incluyeron algunos
fracasos literarios, extraídos de los últimos puestos de ventas en Amazon,
como El barril mágico de Bernard Malamud, Dos
soldados, de Faulkner o El símbolo perdido,
de Dan Brown (incluido en los fracasos a pesar de su éxito en
ventas por las malas críticas obtenidas en los medios de comunicación). En
total, ochocientas novelas de ocho géneros y subgéneros diferentes que su
fórmula asignó con éxito a la categoría de éxito de ventas o desastre
editorial.
Y de todos ellos extrajeron algunas conclusiones,
como por ejemplo que las novelas de menos éxito tienen más verbos y adverbios,
y están plagadas de palabras que describen acciones y emociones, como «quería»,
«cogió» o «prometió», mientras que las novelas exitosas contienen verbos que
describen procesos mentales y pensamientos, como «reconoció» o «recordó».
Las novelas de éxito utilizan más verbos que
sirven para dar paso al diálogo, como «dijo» o «respondió», y más conectores
para crear frases compuestas («y», «aunque», «pero»), mientras que las novelas
menos vendidas confían más en palabras negativas, como «nunca», «riesgo» o
«peor», y en palabras exageradas, como «absolutamente», «perfectamente» o «sin
aliento» (que en español son dos palabras, pero en inglés solo una, breathless,
y es francamente dramática). Además, estas últimas tienen más palabras
extranjeras.
Los autores del estudio analizaron también
la readability, o
facilidad de lectura, entendida como el uso de frases sencillas y verbos
simples, esperando encontrar que, a mayor facilidad de lectura, mayor éxito
tendría una novela. Pero su algoritmo no pareció coincidir con esta suposición,
y de hecho resultó ser al contrario: cuanto mayor era el uso de frases y verbos
sencillos, menor era el éxito del libro. «Por supuesto, nuestro descubrimiento
solo muestra una correlación, que no debe ser confundida con una causalidad,
entre facilidad de lectura y éxito literario. Nuestra suposición es que la
complejidad conceptual del trabajo literario de éxito requiere de una
complejidad sintáctica acorde que va en contra de esa facilidad de lectura».
Si leemos sobre olores, olemos
No es esta la única aproximación científica a la
literatura. Otros lo han hecho desde el campo de la neurología para averiguar qué le pasa a nuestro cerebro cuando
leemos. La respuesta corta sería que le pasan muchísimas cosas.
Los neurólogos saben desde hace tiempo que las regiones
cerebrales involucradas en la gestión del lenguaje, como el área de Broca (que
participa en la producción del lenguaje) o la de Wernicke (que interviene en su
comprensión auditiva), juegan un papel en cómo nuestro cerebro interpreta las
palabras escritas, pero en la última década se han dado cuenta también de que
la narrativa activa otras regiones, lo que explica por qué leer una novela nos
hace sentirnos dentro de ella.
Científicos del departamento de Psicología Básica,
Clínica y Psicobiología de la Universitat Jaume I, en Castellón, llevaron a
cabo un experimento en el que pedían a los participantes que leyesen palabras
asociadas a olores, como «perfume», «café», «canela» o «lavanda», mientras
estaban en una máquina de imagen por resonancia magnética funcional, y así
observaron que, al hacerlo, su córtex olfativo primario se activaba, algo que
no ocurría al leer otras palabras, como «silla» o «llave». Es decir, que leer
palabras sobre olores hacía reaccionar al cerebro de forma parecida a estar percibiendo
esos olores en realidad.
Otro experimento realizado por científicos de la
Emory University, en Atlanta, trató de hacer lo mismo dando a leer a los
participantes palabras y metáforas relacionadas con el sentido del tacto: la
expresión «el cantante tenía una voz aterciopelada» activaba el córtex
sensorial primario, algo que no ocurría igual ante la expresión «el cantante
tenía una voz agradable».
Así que leer palabras que implican a nuestros
sentidos nos hace sentir, igual que leer palabras que implican movimiento
convence a nuestro cerebro de que nos estamos moviendo. En un experimento
llevado a cabo por científicos cognitivos del Laboratoire Dynamique du Langage,
en Lyon, se monitorizó el cerebro de los voluntarios mientras leían frases como
«John agarró el objeto» y «Pablo dio una patada al balón», y las imágenes
revelaron actividad en el córtex motor, que coordina los movimientos del
cuerpo. Más aun: la actividad se concentraba en una parte de ese córtex cuando
el movimiento descrito se refería a las manos y los brazos, y en otra parte
distinta si el movimiento se refería a las piernas o los pies.
Es decir, que de alguna forma nuestro cerebro no
distingue del todo entre leer una acción o vivirla directamente, y en ambos
casos reacciona de forma parecida. Según Keith Oatley, profesor
emérito de Psicología Cognitiva de la Universidad de Toronto, leer es una vívida simulación de la
realidad que «se ejecuta en la mente del lector, igual que las simulaciones
informáticas se ejecutan en los ordenadores».
Respuestas de
los encuestados (1.586) a la pregunta «De los géneros literarios que voy a
leerle a continuación, ¿cuál le gusta más?». Fuente: CIS (Centro de
Investigaciones Sociológicas), Barómetro septiembre 2016.
No importa qué hace el protagonista, sino por qué
Cualquiera al que le hayan volado las horas
leyendo como le volaban a Bastian cuando leía sobre Atreyu sabe que esto es
cierto de alguna forma y no necesita pruebas científicas que lo demuestren.
Pero ese mismo lector sabe también que este efecto es algo muy preciado, un
hechizo poderoso que no siempre ocurre. Algunas novelas nos acogen, seducen y
atrapan, pero otras no lo consiguen por mucha intriga que le pongan. ¿Dónde
está la clave? ¿Qué hace que unos libros nos enganchen y otros no?
Aunque hayamos leído decenas de novelas y sepamos
en unas cuantas páginas si la que tenemos entre manos nos llevará a ese estado
de inmersión literaria que tanto anhelamos los lectores irredentos, dar una
respuesta general no es tan fácil: personajes interesantes, situaciones de
suspense, escenas dramáticas, dilemas fundamentales, conflictos y tensiones,
diálogos brillantes, metáforas originales, coloridas, poderosas…
Sí, ¿no? Pues no, o no del todo, según Lisa
Cron, agente literaria y autora de Wired for Story: The Writer’s
Guide to Using Brain Science to Hook Readers from the Very First Sentence (Conectados
a las historias: guía del escritor para utilizar la ciencia del cerebro para
enganchar a los lectores desde la primera frase). Cron asegura que décadas
de experiencia buscando la próxima novela que será un éxito de ventas unidas a
colaboraciones con neurocientíficos le han dado la respuesta de por qué unos
libros enganchan y otros, simplemente, no. Y la clave es una cosa, una sola
cosa, sin la cual no importa lo bien escrita que esté una novela y con la cual
dará igual si está mal escrita.
Y esa cosa es una idea clara de qué está
ocurriendo en el argumento y cómo eso afecta internamente al protagonista. Así
de fácil, y así de complicado a la vez, dice ella.
«Lo que
engancha y retiene al lector es el conflicto interno, no el drama externo»,
explica Cron, que se basa también en la idea de que las historias son
simulaciones. «Podemos pensar en ellas como en la primera realidad virtual: tú
estás allí, experimentando lo mismo por lo que está pasando el protagonista».
Por eso la cosa no va de lo que alguien hace, sino de por qué lo hace.
Y este es su consejo para los escritores: «Lo
primero que debes hacer es crear el centro de mando de tu novela, del que
emanan todo el sentido, la urgencia y el conflicto: el cerebro de tu
protagonista».
La atención, la empatía, la oxitocina
Pero hay más, y aquí entramos en otra de las
cuestiones literarias estudiadas por la ciencia, que es la de cómo la
literatura, la narrativa y las historias nos afectan y nos cambian no solo por
dentro, sino también hacia afuera, hacia nuestros semejantes y las sociedades
en las que vivimos.
Que el ser humano es cuentista es difícil de
negar: antes de tener textos que leer, aprendíamos de los cuentos que
escuchábamos. La memoria oral de las civilizaciones prehistóricas se preservaba
en forma de historias que enseñaban a cada nueva generación adónde ir y adónde
no, qué comer y qué evitar, quiénes eran los amigos y quiénes los enemigos.
Y esto último es importante, porque, como especie
social, dependemos de los demás para sobrevivir y para ser felices. A mediados
de los 2000, Paul Zak, que se describe a sí mismo como
neuroeconomista, publicó un estudio en el que aseguraba que la oxitocina, una
sustancia que produce nuestro cerebro, es lo que actúa como señal de que
alguien es de fiar y potencia la cooperación con otros aumentando la sensación
de empatía, de experimentar las emociones de otro. Por este motivo, Zak ha bautizado
a la oxitocina como la molécula moral en algunas ocasiones.
Algunas de sus afirmaciones han sido señaladas
como demasiado entusiastas por otros neurólogos, que señalan que la oxitocina
también está relacionada con la envidia y con un sentimiento para el que no
tenemos nombre en castellano pero que ha sido bautizado en alemán como Schadenfreude, y
que se traduciría como ‘alegría por las desgracias ajenas’. Así que tan moral
no será esta molécula, dicen sus detractores. Pero su investigación nos viene
al caso porque Zak y sus colaboradores han estudiado cómo la narrativa afecta a
la liberación de oxitocina, y cómo eso nos lleva a empatizar con los
protagonistas e incluso a actuar a posteriori impulsados por
esa empatía.
Otro experimento
Pusieron a sus voluntarios, a los que tomaron
muestras de sangre antes y después, ante dos historias sobre un padre y un hijo
enfermo de cáncer terminal, una con un arco narrativo completo (introducción,
nudo y desenlace), presentación de los personajes y conflicto dramático, y otra
plana y sin conflicto explícito, con una mención casual de la enfermedad del
niño. Los resultados del experimento mostraron que la primera producía un
aumento en los niveles de oxitocina, y que esos niveles servían para predecir
si los voluntarios estarían dispuestos a posteriori a donar
dinero para causas que apoyan a los enfermos de cáncer.
Que una narración, en un libro o en una película,
no solo nos enganche sino que nos mueva a la acción posterior demuestra un
enorme poder que depende en primer lugar de atraer y mantener nuestra atención,
un bien escaso y metabólicamente caro que nuestro cerebro tiende a racionar.
Por eso podemos conducir y mirar el móvil al mismo tiempo, pero solo hasta que
estamos a punto de chocar con otro coche: ahí se acabó el móvil y toda nuestra
atención se centra en evitar el accidente.
Desde el punto de vista de contar una historia, la
atención también está relacionada con la tensión, esta vez con la narrativa. Si
la tensión consigue atraer nuestra atención el tiempo suficiente, ahí es cuando
entra en juego la empatía: empezamos a sentir las emociones que muestra el
protagonista de la historia, aunque sepamos que es un personaje de ficción que
no existe. La empatía es una herramienta que nos permite conectar
emocionalmente con muchos más individuos de nuestra especie, incluidos los
ficticios, de lo que ninguna otra especie es capaz de conseguir.
En el caso de una narración, es la empatía con los
personajes lo que nos deja ese regusto agridulce al cerrar la cubierta del
libro y dar fin a esa simulación en la que nos hemos sumergido durante semanas,
días o apenas unas horas. Sabemos que el mundo del que nos despedimos no
existía fuera de esas letras, pero al mismo tiempo no podemos evitar echarlo de
menos.
Y, aunque eso no aliviará la tristeza de la
despedida, al menos ahora ya sabes por qué.
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