Relato: Dos camas, dos mundos
Dos camas, dos mundos
Cuando aquel 11 de septiembre del 76 me despedía de mis amigos en el aeropuerto de Tucumán, no sabía entonces que a algunos de ellos no los volvería a ver nunca más. Solo dos meses más tarde y después de terribles torturas pasarían a formar parte de las siniestras listas de los desaparecidos en Argentina.
Pero en esos momentos, ellos me despedían
emocionados y dudando si yo, junto a mi mujer y mi pequeña hija, estábamos
equivocándonos al dar ese salto al vacío, a lo incierto, y a la soledad del
exilio en un país desconocido. Aunque nosotros también a veces albergábamos
algunas dudas, la situación de terror que nos rodeaba nos hizo tomar la
decisión de marcharnos con firmeza.
Poco tiempo después la realidad nos demostraría
que no nos habíamos equivocado.
Desde Tucumán fuimos a Buenos Aires y creo
recordar que a mis veintiséis años, que era la edad que entonces tenía, nunca
había subido a un avión para realizar un viaje de este tipo.
El día anterior a la salida hacia Madrid, estuvimos,
gracias a la ayuda económica de mis suegros, en un hotel porteño, céntrico,
confortable, limpio, decorado con gusto, propio de aquellos a los que solían
acudir las clases medias acomodadas de entonces.
Permanecimos todo el día en el hotel ya que temíamos
salir a la calle en esa ciudad sojuzgada por el terrorismo que encarnaba la
dictadura de esos años.
La última noche en Argentina dormimos en una
habitación placentera donde ilusamente deseábamos sentirnos protegidos y en
paz.
La habitación tenía una limpieza exquisita, estaba
decorada en colores claros y la cama era cómoda y mullida. Sus sábanas eran
suaves, perfumadas y de un blanco deslumbrante.
Nos acurrucamos los tres, y mi hija, a pesar de
tener solo ocho meses parecía captar el cambio que se avecinaba.
Mi mujer y yo, sin expresarlo y cada uno por su
lado, nos preguntábamos una vez más por qué teníamos que marcharnos.
Éramos conscientes que nuestra ideología no
encajaba con el régimen imperante y que nuestros principios basados en una
cosmovisión solidaria, librepensadora y de cambio iban contracorriente con lo que se estaba
implantando en todo el cono sur americano. Nos preguntábamos si eso eran
motivos suficientes para tener que huir de un país, abandonando nuestros
orígenes, nuestros recuerdos, nuestras familias y partir hacia lo incierto.
A pesar de todo, dormimos plácidamente en esa cama
acogedora y cálida que invitaba a permanecer en ella, haciendo negación de todo
lo que ocurría fuera de esa habitación y de lo que nos esperaba en el futuro inmediato.
A la mañana siguiente y tras el último desayuno
opíparo, que posteriormente no se repetiría en muchísimo tiempo, dejamos el
hotel y nos sentimos presos de una tristeza inmovilizante, aunque ésta pronto
fue sustituida por la ansiedad y el estrés que da el miedo.
Ese día apenas comenzaba y no sabíamos si
podríamos o no salir del país. Temíamos que en los últimos instantes ocurriese
algo que trastocase nuestros planes y que significase el comienzo del horror y
el final de nuestras vidas.
Como consecuencia del azar, la suerte, y de las
intensas gestiones realizadas por mi suegro, conseguimos por fin, dejar ese
país silenciado por el terror y la vileza.
Doce horas después aterrizábamos en Madrid. Al
bajar por la escalerilla del avión y pisar el suelo de España, en mi cabeza
bulleron recuerdos, historias y anécdotas vividas por mis abuelos emigrantes
españoles, cuando a ellos muchos años antes y por motivos diferentes, les tocó
hacer este mismo viaje pero en sentido opuesto.
También en mi cabeza cobraba presencia y de forma
dominante, el miedo a lo desconocido, a la soledad y a la incertidumbre del
nuevo presente imbuido de una ignorancia plena de la España real de aquellos
años y de lo que allí ocurría entonces.
Llevábamos nuestros bolsillos casi vacíos de
dinero y éramos conscientes que no teníamos a nadie a quién recurrir y
debíamos, al menos, conseguir mantenernos durante veinte días hasta poder cobrar unas becas de
estudiantes que habíamos conseguido por ser descendientes de españoles.
Cargando a nuestra hija en brazos, unos libros
pesados de medicina y unas maletas deterioradas, nos dirigimos en autobús desde
el aeropuerto hacia plaza Colón.
Allí se nos acercó un hombre mal vestido, distante
y poco confiable que nos ofertó sus servicios para orientarnos, según nuestras
posibilidades económicas, hacia algún hotel de la ciudad. De ese modo llegamos
a uno situado en la calle Barbieri de Madrid.
Al llegar al mismo vimos que la fachada era lamentable, la recepción prácticamente no
existía y los escasos clientes que vimos en los pasillos parecían chulos y
prostitutas. Pero para nuestra sorpresa, con lo que nosotros estamos dispuestos
a pagar, tampoco podíamos acceder a las habitaciones normales del hotel si no
que nos condujeron a una buhardilla casi aislada del resto del local.
Al quedar ya solos en la habitación y recorrer la
misma con nuestras miradas se nos estrujó el corazón. Tomamos conciencia que en
apenas unas cuantas horas nuestro presente y sobre todo el entorno de nuestra hija, había sufrido un cambio
radical. Esto contribuyó que en nuestras mentes se instalase y por mucho
tiempo, el sentimiento de labilidad y de desprotección.
Es cierto también que entonces no podíamos saber
que estábamos comenzando a construir una nueva vida más cimentada en la
seguridad, la libertad y el progreso, dejando atrás, afortunadamente, la locura
y el fanatismo reaccionario que imperaba en nuestro país de origen.
Nos mantuvimos un largo rato de pié en el centro
de la habitación. Ésta olía a humedad, tenía las paredes revestidas de un papel
horrible y descascarado; no había ducha y el retrete producía náuseas al
acercarte a él.
Mi mujer abrazó a nuestra hija y dijo – ella no
dormirá sobre esas sábanas-. Éstas eran amarillentas, viejas, sucias y la
almohada casi inexistente. Revisamos con ansiedad si en los huecos que
divisábamos en las esquinas o tras los rodapiés se escondían otros compañeros
de cuarto.
Sacamos las toallas que llevábamos en las maletas
y algunas camisas y la extendimos sobre la cama para poder acostar a nuestra
hija Carina.
Ella con sus ocho meses nos sonreía y nos pedía un
biberón. En el hotel no nos podían suministrar agua caliente por lo que me
dirigí a un bar aledaño y me llenaron dos biberones con el agua de la máquina
de hacer café. Volví contento ya que de ese modo podríamos darle algo de comer a nuestra hija
y pasar así la primera noche en nuestro nuevo destino.
Cuando Carina se durmió cobijada entre las
toallas, nosotros nos miramos y nos sentamos en silencio al borde de la cama.
El asco y la repugnancia que nos producía el sitio
en el que estábamos y la colosal incertidumbre del futuro inmediato no nos
impidió mal dormir aquella noche.
Al día siguiente deambulamos los tres por Madrid
buscando algo mejor para poder alojarnos mientras nos íbamos adentrando en la
nueva realidad que teníamos por delante.
Para estar el menor tiempo posible en el hotel,
usábamos, para charlar, comer, dar los bibes a nuestra hija o cambiarle los
pañales, que entonces no eran desechables, un banco que aún sigue situado en
una acera de la Gran Vía muy cercano a la entrada del metro de Callao. Este
banco era como nuestro hogar en aquellos días.
Transcurrido un tiempo conseguimos una pensión a
la que nos trasladamos y desde donde comenzamos a luchar para sobrevivir con
dignidad aunque con incertidumbre. Eso sí, siempre estuvimos dispuestos, dado
que no había otro camino, a intentar integrarnos y terminar siendo parte de
este nuevo mundo que habíamos elegido y que nos acogería después tan
solidariamente.
El empuje y la decisión para sortear muchas de las
adversidades sufridas entonces, provenían de la fuerza que sacábamos del cariño
que teníamos hacia nuestra hija Carina.
Ella,
aunque de aspecto triste y frágil para los ojos de los extraños, era para
nosotros el tónico de la vida. Sus hermosos ojos marrones, su mirada tierna y
su dulce sonrisa nos daban la fortaleza y el optimismo necesario para sentir
que todos los problemas que se nos iban presentando se podrían superar.
Hoy cuando recuerdo aquellos días, saltan a mi
mente como estampas representativas de esos momentos, las camas de los dos
hoteles en los que estuvimos al dejar el país de mi infancia y el del nuevo
mundo que nos acogió.
La tierra de mis abuelos significó al comienzo,
carencias, necesidades, pobreza y desasosiego pero también fue la libertad, la
esperanza y la desaparición del terror. El caminar por las calles, el coger un
autobús o volver a casa se hicieron hechos normales y no situaciones
impregnadas de desconfianza, ansiedad y miedo, que eran los sentimientos
cotidianos en esa Argentina enmudecida, donde muchos no querían saber lo que
pasaba o se conformaban diciendo por algo será.
Muchos años después y en repetidas ocasiones, aún
viviendo ya lejos de Madrid, he pasado
frente al banco de la Gran Vía que todavía permanece en el mismo sitio. Aunque
no soy fetichista me detengo siempre allí y acaricio sus maderas negruzcas por
el hollín y la contaminación. Cuando lo hago siento que me invaden unos
recuerdos que invariablemente me conmocionan hasta hacerme llorar.
JP
Mucho Dolor!!! 😭😭😭😭
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