Polanski- Dreyfus. Más sobre el tema
La semana pasada dentro de recomendaciones culturales expresamos diferentes opiniones sobre la última película de Polanski. Ahora añadimos sobre ese tema un buen artículo de Muñoz Molina publicado en Babelia.
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Un
amigo de Mahler
Antonio
Muñoz Molina. Babelia
Dreyfus
Artistas de sensibilidad admirable como Debussy o
Degas mostraban su creencia en la culpabilidad de Dreyfus
En la última
película de Roman Polanski, entre los figurantes que pueblan los cafés, los
salones, las salas de los tribunales, habría sido posible reconocer fugazmente
la presencia de un hombre joven, muy pálido, de bigote negro y ojos muy
grandes, que se pareciera a Marcel Proust. Proust tenía 27 años cuando la carta
pública de Émile Zola en la primera página del diario L’Aurore desató el gran
escándalo sobre la inocencia del capitán Dreyfus y las mentiras y las
manipulaciones de los altos cargos militares que habían propiciado su condena.
Nadie mejor que un inocente para ser designado como el perfecto culpable. Al
día siguiente del artículo valeroso de Zola empezó a difundirse un manifiesto
de intelectuales en su defensa, la primera vez que esa palabra se convertía en
sustantivo para designar una profesión o una condición que hasta entonces no
había tenido nombre.
El affaire Dreyfus ha proyectado una influencia
tan duradera que cuando en nuestra época se publican manifiestos políticos
firmados por personas que se califican a sí mismas de intelectuales se trata de
una resonancia de lo sucedido entonces. Marcel Proust, que hasta ese momento no
había mostrado grandes inquietudes políticas, fue de un lado a otro por París
recogiendo firmas de celebridades de la literatura en apoyo de Zola y de
Dreyfus. Con algo de exageración, se enorgullecía de haber sido “el primer
dreyffusard”. Su activismo le costó la amistad de algunos de los aristócratas a
los que hasta entonces había frecuentado, todos ellos nacionalistas, católicos
y antisemitas, hostiles a aquella Tercera República que estaba queriendo
instaurar el universalismo de la ciudadanía por encima de la pertenencia del
origen, y que para más escándalo promovía la educación pública, el laicismo y
la separación entre la Iglesia y el Estado.
En la película de Polanski, más que Dreyfus o que
Zola, el héroe es el coronel Picquart, que está dispuesto a sacrificar su
carrera en defensa de la verdad y de la justicia. Polanski ha tenido siempre el
don de levantar delante de nuestros ojos espacios completos del pasado: Los
Ángeles en los primeros años cuarenta, Varsovia durante la ocupación alemana.
Ahora un París interior, invernal y sombrío, de días grises sin lluvia y de
interiores alumbrados por lámparas de gas. Para lograr ese hechizo, la
sensación de haber ingresado en otra región del mundo y del tiempo, hace falta
algo más que el dinero y el cuidado de la ambientación: otros sentidos han de
ser seducidos, además de la vista; uno ha de sentir que puede tocar con sus
manos esas ropas, esas cortinas suntuosas y pesadas, abotonar esos uniformes; y
también notar en las yemas de los dedos la consistencia del papel de todos esos
expedientes, y el cartón de las carpetas y los archivadores, y también olerlos,
y oler el frío en el aire, y notar la niebla del gas. En la fotografía y la
iluminación de El oficial y el espía esa niebla tenue se parece a la de los
retratos colectivos en interiores que le gustaban tanto a Fantin-Latour. La
historia tiene una textura de hojas manuscritas, de papel de formularios y de
informes secretos, la materia misma de la desgracia que torturó durante años al
capitán Dreyfus, los pliegos de papel oficial en los que se escribieron las
sentencias que una y otra vez lo condenaban, la duración inhumana de un
infierno administrativo. Los demagogos se quedan roncos clamando en las plazas
públicas contra el traidor, el enemigo, el judío, levantando clamores de
unanimidades terribles: en el secreto de las oficinas, las plumas que escriben
y raspan el papel timbrado aseguran el protocolo de la persecución.
En la sala del tribunal donde se juzgaba a Zola y
donde el coronel Picquart ejercía gallardamente su heroísmo, en las gradas del
público, Proust tomaba notas como un periodista ferviente, envuelto en bufandas
y abrigos, porque tenía frío siempre y era muy sensible a las corrientes de
aire. Las crónicas que escribió entonces formaron parte de la novela que no
llegó a terminar, Jean Santeuil, el proyecto fracasado que precedió a En busca
del tiempo perdido. Para asistir al tribunal, Proust hizo lo que no había hecho
ni volvería a hacer nunca, levantarse por la mañana a una hora razonable. Hasta
entonces solo había publicado crónicas de alta sociedad y relatos más bien
preciosistas de amoríos ambiguos. Los había reunido en un primer libro que fue
recibido con curiosidad y condescendencia en los ambientes en los que se movía,
en los que le llamaban “le petit Marcel”. Entre los libros que vemos leer al
coronel Picquart en su celda, uno de ellos era Les Plaisirs et les Jours, y
estaba dedicado calurosamente por Marcel Proust.
En una recepción mundana a la que asiste Picquart
en la película se ve a un hombre viejo de frac y patillas blancas que es Roman
Polanski. Un grupo de cámara toca una música que suena a Saint-Saëns. Es la
clase de música que escuchaba Proust en esos mismos salones, la que cobrará una
presencia arrebatadora en la novela que en esos años ya estaba gestándose en su
imaginación y su memoria, aunque él no lo supiera todavía. Proust admiraba a
Picquart por su coraje moral y por su gallardía masculina, y también porque
compartía con él aficiones literarias y musicales. El coronel Picquart
frecuentaba a Ravel y a Debussy y fue amigo de Mahler. Por debajo de la
atmósfera culta y sobrecargada de perfumes y mobiliario de los salones se
remueven como criaturas hediondas las fantasías criminales del antisemitismo.
En los periódicos nacionalistas al capitán Dreyfus lo caricaturizaban como una
serpiente con cabeza humana y nariz ganchuda a la que aplastaba sin
misericordia la bota vengadora del ejército. Artistas de sensibilidad admirable
mostraban sin ningún reparo su creencia en una culpabilidad de Dreyfus sin otra
prueba que su condición de judío: Debussy, por ejemplo; Degas. Personas por lo
demás razonables y bien informadas aseguraban que se habían encontrado cartas
de puño y letra del Kaiser agradeciéndole al capitán Dreyfus sus servicios: un
caso único en la historia del espionaje.
No hay paralelismos fáciles, sino continuidades
históricas: el nacionalismo integrista y xenófobo francés que se cebó contra
Dreyfus se prolonga intacto en el régimen de Vichy, que no tuvo empacho en
mandar a muchos miles de judíos franceses a los campos de exterminio alemanes;
y la industria de la mentira, la falsificación, la intoxicación se han vuelto
ya tan poderosas que tal vez ni el coraje combinado de Proust, de Zola, del
coronel Picquart podría actuar eficazmente contra ella.
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