Elogio de la palabra
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Elogio
de la palabra
Manuel
Cruz. Filósofo
Quienes convierten lo que debería ser
confrontación de ideas en pura esgrima verbal, quienes sustituyen el argumento
por el insulto, convierten los lugares de encuentro en una forma particular de
barbarie
No hay mayor rechazo de la política que el que
representa negarse a escuchar al otro
Lo que nos hace humanos no es que experimentemos pasiones, sino que seamos capaces de gobernarlas
Lo que nos hace humanos no es que experimentemos pasiones, sino que seamos capaces de gobernarlas
Los filósofos neopositivistas (Russell, Carnap, el
primer Wittgenstein…) gustaban de repetir una afirmación que convendría no
echar del todo en saco roto. Era una afirmación tan sencilla como demoledora:
nuestro lenguaje permite construir frases de apariencia significativa pero que
carecen por completo de significado. Ellos utilizaban la rotunda afirmación
como arma arrojadiza contra la metafísica y sus excesos, y les servía para
mostrar el sinsentido profundo de algunos filosofemas que sus adversarios
teóricos tenían por profundos (por señalar la célebre invectiva carnapiana: la tesis
de Heidegger “la nada nadea”, que parece querer significar algo, incluso
trascendente, es una construcción tan vacía como lo sería “la lluvia llueve”).
Sin duda se pasaban de frenada en la crítica, como
la filosofía posterior no se ha cansado de señalar, lo que no significa que no
observaran algo pertinente. Cosa que queda clara si, en vez de enredarnos con
la filosofía (siempre tan suya), aplicamos la advertencia neopositivista a
nuestro lenguaje habitual, especialmente al utilizado en la esfera pública. Si
nos detenemos en este ámbito certificaremos en qué medida el lenguaje puede
terminar jugándonos malas pasadas, hasta qué punto resulta frecuente hacer (y
hacerse) trampas con las palabras. Pero de dicha constatación deberíamos
extraer, además de una advertencia ante esos peligros, un elogio inequívoco.
En
efecto, el lenguaje es un artefacto de un poder tal que puede servir tanto para
generar el mayor de los daños como para provocar la más intensa felicidad (que
se lo pregunten, si no, a los enamorados), que tanto permite iluminar la
realidad, contribuyendo a hacerla más inteligible (cómo no recordar aquí el
“¡Inteligencia!, dame el nombre exacto de las cosas! / ... Que mi palabra sea
la cosa misma, creada por mi alma nuevamente”, de Juan Ramón Jiménez), como
puede oscurecerla por completo, lo que sucede cuando caemos presos de las mil
formas de embrujo del lenguaje.
Para nuestra desgracia, es de esto último de lo
que resulta más fácil encontrar ejemplos. El lenguaje político, utilizado tanto
por los representantes de los ciudadanos como por los medios de comunicación,
es fuente casi inagotable de ilustraciones al respecto. Pensemos en la cantidad
de ocasiones en las que aceptamos acríticamente la valoración que desliza una
expresión que viene cargada de connotaciones (que estas sean positivas o
negativas es en cierto modo lo de menos).
Así, en
momentos en los que las circunstancias parecen obligar a que las fuerzas
políticas se sienten a dialogar es frecuente que alguien saque a relucir,
obviamente para rechazarla, la expresión “líneas rojas”, dando por descontado
que aquel que ose plantear alguna está acreditando por este solo hecho su
intransigencia y escasa disposición al diálogo.
Pero el supuesto está lejos de ser obvio. ¿O acaso
alguien consideraría una línea roja afirmar que hemos de organizar nuestra
convivencia en el marco del respeto a los derechos humanos? En el bien
entendido de que, además, defender un tal marco no implica en absoluto
resistirse a modificarlo: podemos ampliar o modular los derechos, aunque
siempre bajo la premisa de que es solo su negación lo que nos resulta
inaceptable. Sin embargo, no faltan entre nosotros los que consideran, por
ejemplo, que la propuesta de que el diálogo político únicamente puede
transcurrir en el marco del respeto a la legalidad constituye un apriorismo
(una línea roja) inaceptable, que delataría según ellos la estrechez mental y
el dogmatismo de quien sostiene semejante cosa.
Pero
ninguno de estos peligros debería hacernos olvidar que la palabra es también
precisamente la mejor herramienta de la que disponemos para sortearlos y, a
continuación, empezar a construir entre todos el modelo de sociedad en el que
queremos vivir o, si se prefiere, el ideal de vida buena que estamos dispuestos
a perseguir. No otra cosa, en definitiva, debería ser la política. Por eso,
sostener que ha llegado la hora de la política es un sinónimo de afirmar que ha
llegado la hora de la palabra. De la buena palabra, claro está, de la palabra
que ilumina y no de la que oscurece, de la palabra que nos ayuda a vivir juntos
y no de la que legitima el rechazo del otro.
Nadie ha dicho que vaya a ser una tarea fácil.
Nuestra sociedad está fuertemente emotivizada,
y nada hay de casual en dicha deriva. En tiempos de incertidumbre como los que
nos está tocando vivir, definitivamente abandonados todos los grandes relatos
que antaño nos cobijaban, los sentimientos han venido a sustituir a las
convicciones. Sabíamos, porque nos lo dejó dicho Marcel Proust (y Miguel Ángel
Aguilar ha hecho suya la tarea de recordárnoslo), que hay convicciones que
crean evidencias. Lo nuevo de nuestro tiempo es que esa tarea de producción de
evidencias la han asumido los sentimientos. Ellos parecen haber pasado a ser
para muchos el único lugar seguro, el único lugar a salvo del cuestionamiento
permanente de todo.
Pero los sentimientos no pueden constituir por
definición la última instancia. Porque
lo que nos hace propiamente seres humanos no es que experimentemos sentimientos
o pasiones, sino que seamos capaces de gobernarlas.
Se ha jaleado en exceso desde hace ya un tiempo
esta dimensión emocional, como si dicho registro fuera un valor en sí mismo, un
valor incuestionable. No deja de ser curioso que se hable tanto últimamente en
ciertos ámbitos de inteligencia emocional y de la necesidad de educar las
emociones, y que, no obstante, no le pongamos el menor reparo a ese registro, y
lo aceptemos sin más tal como se da, cuando afecta a los nuestros. En el fondo,
aunque no nos atrevamos a explicitarlo, el convencimiento que parece subyacer a
esta actitud es el de que las emociones que necesitan ser educadas son siempre,
por definición, las de los demás.
No cabe, en ese sentido, mayor elogio de la
palabra que este: la última instancia de la argumentación solo la puede constituir
la palabra misma. O, dicho de una manera un tanto redundante, la última palabra
le ha de corresponder siempre a la palabra misma.
De ahí
que no haya mayor rechazo de la política que el que representa negarse a
escuchar la palabra del otro, ni mayor contradicción que la de unos
representantes políticos en sede parlamentaria ahogando con sus gritos y
abucheos la intervención de un adversario.
No se trata, por tanto, de reincidir en viejas y
probablemente inanes contraposiciones entre razón y emociones. Porque el
lenguaje es ya, en sí mismo, la materialización de la razón. Y si alguien
contraargumentara que hay muchos usos del lenguaje, la respuesta inevitable
sería la de que también la razón se dice de muchas maneras. En todo caso, es en
la palabra donde se pone a prueba el valor de cualquier propuesta.
Por eso, quienes convierten lo que debería ser
confrontación de ideas en pura esgrima verbal, quienes sustituyen el argumento
por el insulto, quienes se niegan a hablar de todo (como si carecieran de argumentos
para defender sus ideas) y quienes solo quieren hablar de una cosa (como si
todo lo demás no les importara lo más mínimo), no solo acreditan con semejantes
actitudes no estar a la altura de la herencia recibida, sino que llevan a cabo
algo mucho más grave. Porque empeñarse en destruir ese específico lugar de
encuentro entre los ciudadanos que es la palabra solo puede ser considerado, a
la vista de todo lo que hemos visto hasta aquí, como una forma de barbarie. La
más actual y acorde con los tiempos, por cierto.
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