Desterrar el pesimismo en política. F. Vallespín
-->
Alejar
el fantasma del apocalipsis
Fernando
Vallespín. Ideas. El País
No sabemos realizar lo que creemos necesario y eso
produce la sensación de estar danzando sin red
Más que alarmarnos, las distopías distraen; más que llamar a la acción, favorecen que todo siga igual
Más que alarmarnos, las distopías distraen; más que llamar a la acción, favorecen que todo siga igual
El paraíso de libertad, seguridad y emancipación
que prometía la Ilustración se resquebraja. La esperanza flaquea y sentimos que
la política ha perdido el control sobre nuestro destino. Algo nos conduce al
deleite morboso con libros, películas y series apocalípticos
Arriba, una escena de la premiada serie Black
Mirror, que imagina un futuro distópico.
Un mapa del mundo que no contenga el país Utopía
no merece siquiera un vistazo”, decía Oscar Wilde. A esta afirmación subyace la
idea de que necesitamos el aliento de llegar a este lugar misterioso para, una
vez alcanzado, embarcarnos de nuevo a la búsqueda de otro mejor. En eso
consiste el progreso, en el empeño por la sucesiva realización de las utopías.
Hasta hace bien poco, al menos desde la Ilustración, este impulso por imaginar
sociedades más perfectas constituyó el motor de nuestra civilización. Ahora ya
las hemos borrado del mapa. Literalmente. Occidente navega hoy huérfano de
utopías, ha dejado de creer en el progreso continuo y lineal. Todo su empeño
consiste ahora en eludir esos otros territorios en los que podemos encallar,
las distopías, el reverso radical de lo que sería un mundo más deseable. Es el
momento en el que la esperanza —la emoción que sostiene al espíritu utópico— se
torna en miedo, el combustible del que se nutren las distopías.
Creo que no hace falta aportar muchos argumentos
para sostener una afirmación tan contundente. Basta con recurrir al alarmismo
provocado por el cambio climático. Pero junto a él está la inquietud por el
futuro de la democracia y el rebrote del autoritarismo; el nuevo (des)orden
geopolítico, que ha reverdecido el temor a una guerra nuclear; la
desglobalización y su posible impacto sobre el crecimiento económico —y también
sobre el retorno a fronteras amuralladas para repeler las migraciones—; una
hipertecnología descontrolada, etcétera. Cada uno de estos elementos, aislados
o en cascada, nos presenta sus propios escenarios catastrofistas, como podemos
ver en sesudos estudios especializados de las ciencias duras y blandas.
Con todo, donde este síndrome de que nos acecha el
desastre encuentra su expresión más gráfica es en la actual explosión de la
ficción distópica. No hay serie o película sobre el futuro —y proliferan cada
vez más— que no conológico bre la forma de distopía, algunas veces
estremecedoras. Y desde hace ya algunos años han aparecido también algunas
grandes novelas que han elevado el género, como los libros de Margaret Atwood
sobre El cuento de la criada, la distopía feminista por antonomasia; o el del
nobel Kazuo Ishiguro Nunca me abandones, sobre los peligros de la clonación
humana; o Sumisión, de Houellebecq, el crudo retrato del naufragio de la
civilización occidental. Se dirá que, en tanto que género literario, más que su
contenido catastrofista importa la narración de las actitudes y sentimientos de
sus personajes, sus reacciones ante situaciones límite; es decir, la creación
de un contrafáctico que permite acercarnos a la condición humana. Que, en
definitiva, solo son ficciones en las que se revela la vulnerabilidad y
fragilidad que pende sobre todo lo humano y son, por tanto, temas atemporales.
Sin duda. Pero fuera de proyecciones apoyadas sobre datos científicos, no
siempre fiables, ¿es posible decir algo sobre el futuro que no cobre la forma
de “ficción”?
Tecnocalipsis y el síndrome de Frankenstein
Por otro lado, las distopías son también reflejo
de miedos perfectamente contextualizables, reacciones y advertencias ante
peligros reales. Lo eran, por ejemplo, 1984, de Orwell, producto de la
experiencia del totalitarismo, o Un mundo feliz, de Aldous Huxley, que presenta
las consecuencias de la aplicación de avances en el control biotecdel ser
humano con el fin de crear una supuesta sociedad ideal. Lo que subyace a estas
creaciones literarias no se edifica, pues, sobre la mera imaginación literaria;
construye a partir de datos que están ante nuestros ojos. En el fondo son más
una narración sobre el presente y los riesgos a los que estamos expuestos que
sobre el futuro propiamente dicho; tienen un evidente carácter admonitorio: si
no reaccionamos, si no actuamos ¡ya! de manera responsable, la catástrofe
—climática, política, nuclear…— puede estar a la vuelta de la esquina.
Por eso mismo se trata de un género propiamente
moderno, algo que acompañó al hombre desde su percepción de las ambivalencias
asociadas al impulso prometeico desatado por el desarrollo de la ciencia y las
consecuencias de la industrialización. Obsérvese cómo el despliegue de estas
mismas capacidades es, paradójicamente, el mismo que alimentó los contenidos
utópicos de la idea de progreso. Utopía y distopía son las dos caras de la
misma moneda. Una solo se fija en la parte de luz, las posibilidades efectivas
que se abren a la acción humana —la emancipación y el control sobre la
naturaleza, la posible planificación de un mundo sin las lacras de la enfermedad,
la escasez y la injusticia—; la otra se adentra en sus zonas de sombra, como
encontramos reflejado premonitoriamente —¡en 1818!— en el Frankenstein de Mary
Shelley, donde la criatura producto del ingenio humano se vuelve contra su
creador.
Este mismo síndrome está presente también en todo
el subgénero de las distopías asociadas al desarrollo tecnológico, que tan bien
reflejan series como Black Mirror o Years and Years, que tiene la virtud de ir
presentando, uno tras otro, todos nuestros actuales temores sobre nuestro
futuro. Durante la Guerra Fría casi todo el imaginario social lo ocupaba el
miedo a la confrontación atómica. Después se pasó a reflexiones sobre la
“sociedad del riesgo” (del sociólogo Ulrich Beck), la advertencia sobre los peligros
no conscientes de una sociedad tecnológica irresponsable —Bhopal y Chernóbil
fueron dos importantes señales de alarma—. Ahora se concentra sobre el
ciberespacio, los algoritmos y la inteligencia artificial, asociados a nuevas,
sutiles y sibilinas formas de vigilancia y control que pueden desembocar en un
totalitarismo light, más cercano al modelo de Huxley que al de Orwell.
¿Por qué no podemos creer en un futuro mejor?
Como decíamos al comienzo, hay razones suficientes
para desconfiar del porvenir. Este ya no lo percibimos como el paraíso de la
libertad, la seguridad y la emancipación que nos prometía la Ilustración. Pero
de esto fuimos ya plenamente conscientes después de las dos grandes guerras y
de la experiencia del Holocausto y el Gulag. Aun así, supimos reponernos,
volvió la esperanza y el optimismo civilizatorio. Quizá porque conseguimos
entrar, con todas las asimetrías que se quiera, en sociedades más justas y en
una considerable mejora de las condiciones de vida en todo el planeta. Se
limitaron las guerras y se combatieron más eficazmente los grandes males, como
la miseria y la enfermedad. Entonces, ¿por qué este deleite morboso en
presentar escenarios finales para la humanidad o ingeniosas fábulas de
ciencia-ficción en la que nuestros sueños se tornan en pesadillas? Una de las
respuestas posibles es que todo lo apocalíptico, tan presente en el
inconsciente colectivo de nuestra civilización, vende mejor que babosas
narraciones de sociedades reconciliadas y felices. Lo vemos en los titulares de
prensa, donde impera el catastrofismo, y en toda la ficción distópica. En
cierto modo, “consumirla” permite sublimar nuestra ansiedad. No en vano se
presenta como “ficticio” y en algún lugar de un incierto futuro que nunca
veremos, y son parte de la industria del entretenimiento; más que alarmarnos,
nos distraen; más que llamarnos a la acción, favorecen el que todo siga igual.
Política sin esperanza
Otra respuesta ya tiene más verosimilitud: el
abandono de toda esperanza en que existan medios capaces de resolver todas
estas amenazas. Lo que de verdad nos fallaría, por tanto, es la política, que
habría perdido el control sobre nuestro destino. La emigración del poder hacia
esferas libres de intervenciones políticas, es decir, la imposibilidad de que
la globalización pueda llegar a ser domada por vías políticas, junto a la
evidencia de un agotamiento sistémico del capitalismo sin que sea posible
llegar a una alternativa viable es lo que nos sume en el estupor. O que toda
intervención política eficaz pase por la renuncia a nuestro modo de vida o a la
libertad misma. Como nos muestra el cambio climático, el gran problema es que
lo que creemos necesario no sabemos cómo traducirlo después en medidas
vinculantes para todos. Esto es lo que produce esta sensación de estar danzando
sin red sobre el abismo.
Antes decíamos que las distopías eran algo así
como la otra cara, la zona de sombra, de las utopías. Bien visto, parece más
bien que son su consecuencia; por el hecho de perseguirlas acríticamente
devinieron en su contrario. Esta es la idea que latía detrás de la Dialéctica
de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, escrita en medio de las convulsiones
provocadas por la II Guerra Mundial y la contemplación de los totalitarismos.
Por un lado, el nacional-fascista (utopía I); por otro, el bolchevique (utopía
II), donde el ideal de emancipación del hombre derivó en su total sometimiento.
Pero abarcaba también al capitalismo de masas estadounidense, donde la búsqueda
de la supuesta autonomía y libertad individual (utopía III) originó sujetos
banales sometidos a un consumo ciego y depredador de la naturaleza y
manipulados por la industria mediática.
Moraleja: tomémonos en serio los mensajes
distópicos, reenfoquemos el mito del progreso y no nos dejemos paralizar por el
miedo. Pero, sobre todo, recuperemos la política. No esa política de salón a la
que estamos acostumbrados, parroquial y de luces cortas. Lo que ahora
necesitamos es una política épica de dimensión planetaria, previsora y eficaz.
Recuerden, estamos a pocos minutos del apocalipsis.
Comentarios
Publicar un comentario