Artículo recomendado. "Como un caracol". F. Soriguer
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COMO UN CARACOL
MÉDICO Y MIEMBRO DE
LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS
(Artículo publicado
el 6 de enero en Diario Sur)
Los humanos tenemos que aprenderlo todo, hasta hablar y andar, pues si
nadie nos habla ni nos enseña a andar no lo haremos, aunque tengamos una
predisposición innata a ambas cosas
Sin la cultura los humanos no podríamos sobrevivir. El resto de los seres
vivos sí, con la excepción tal vez, de los grandes simios y aquellos mamíferos,
que poseen ya, lo que parece un comportamiento cultural rudimentario. Desde
luego nada tan polisémico como la palabra cultura, por lo que aquí utilizaremos
la idea de cultura entendida de una manera amplia, como todo aquello que no
puede ser transmitido genéticamente. Y los humanos tenemos que aprenderlo todo,
hasta a hablar y andar, pues si nadie nos habla ni nos enseña a andar no lo
haremos, aunque tengamos una predisposición innata a ambas cosas. Y si es así para
dos funciones tan básicas qué decir de, por ejemplo escribir. Nada tiene de
innato aprender a escribir, como tampoco los cálculos numéricos y, menos aún
los descubrimientos de Cajal o la formulación del principio de incertidumbre de
Heisemberg. Lo verdaderamente increíble es que al no nacer aprendidos, todas
las generaciones tienen que transmitir todos los conocimientos a las siguientes
pues, pues si no lo hacen, se perderán, lo que sería una verdadera catástrofe
para la especie humana. Una especie que tiene que cargar con toda la
información a cuesta, generación tras generación, como el caracol lo hace con
su casa.
Naturalmente no queremos decir que todas las personas tengan que recibir
todo el legado cultural acumulado. El legado se va transmitiendo repartido,
según capacidades u oportunidades individuales o del grupo. Y esto que nos
parece tan natural, si lo miramos bien es un trabajo ímprobo que hacemos sin
tener conciencia de su magnitud. Y sin embargo parece necesario hablar de ello,
hacerlo visible, pues si fuéramos conscientes de la dimensión del empeño muchas
de las diferencias entre los grupos humanos desaparecerían o disminuirán al
comprobar que todos somos portadores y responsables de la transmisión de un
conocimiento que no pertenece a este o a aquel sino a toda la humanidad, ahora
considerada como una especie animal cuya supervivencia depende de la
transmisión de ese legado. Porque lo que hace a los homínidos sapiens es la
cultura. No (solo) los genes que compartimos en más del 95 % con los grandes
simios, ni el metabolismo celular que compartimos con las bacterias, ni los
instintos básicos de reproducción, comunes a todas las especies sexuadas o el
de comer, imprescindible en todo ser vivo.
Lo que nos distingue
de todos los demás es nuestra capacidad de fabricar artefactos, de tener deseos
imposibles de satisfacer y de inventar e imaginar mundos que no existen.
La imaginación y la tecnología constituyen el hecho diferencial de lo
humano y, como tales, imprescindibles para su supervivencia. En algún momento
de la evolución aquellos simios se separaron del filo que nos mantenía unidos a
los chimpancés y comenzaron a evolucionar de otra manera. Por primera vez en la
historia de la evolución una especie «se sale de sí» y comienza a buscar
mecanismos externos a la propia evolución biológica lo que le dio ventajas
evolutivas al permitirle aumentar su competencia frente a otras, sin tener que
esperar a los lentos cambios biológicos de la selección natural. La tecnología
y la cultura van apareciendo como mecanismos complementarios y compensatorios
de las limitaciones biológicas. La evolución no es finalista, pero las
consecuencias de este hallazgo evolutivo darán lugar a que los humanos, en un
momento determinado de la evolución, se vean embarcados en dos procesos
adaptativos complementarios: la evolución biológica, lenta e imprevisible y la
evolución cultural rápida y, al menos en teoría, previsible. En un momento, el
de hoy, en el que, de nuevo, todas las esperanzas están puestas en la biología
(con más precisión en la biotecnología) parece necesario recordar que lo que
nos ha traído hasta aquí ha sido la evolución cultural. Desde luego la cultura
no surge en el vacío sino desde un cuerpo humano que la sostiene y, de alguna
manera condiciona. Pero la cultura sobrevive al cuerpo humano, como sobrevive
también el cuerpo en sus descendientes.
Por eso parece necesario, sin dejar de mirar al interior de nuestro genoma,
prestar más atención a ese mundo exosomático que forma parte de la naturaleza
humana tanto o más (en mi opinión mucho mas) que el somático, con el que
interacciona y se complementa. Hoy existe por parte de muchos científicos la
idea de que la libertad y la moral, esos subproductos inesperados de la
evolución tecnológica y cultural, que singularizan a los humanos, no son más
que productos secretados por nuestro cerebro y que como tales podrán ser
manipulados. Por alguna extraña razón es frecuente que cuando la neurociencia
encuentra en sus experimentos motivos para poner a prueba los conceptos de libertad
y de moral a la manera humana, se apresuren a anunciar su muerte. Al fin y al
cabo los primatólogos están comprobando en los grandes simios los rudimentos de
una moral de la que los humanos lo único que nos distinguiríamos es en la
«cantidad».
Pero, ¿es que acaso podía ser de otra manera, salvo que tengamos un enfoque
creacionista de la naturaleza humana? La evolución cultural es también parte de
la evolución aunque sus leyes no sean siempre darwinianas. Pero sea como fuere,
lo verdaderamente asombroso es que todos comenzamos nuestra vida moral
heterónomamente y tenemos que ir construyendo nuestra autonomía (esa condición
imprescindible para que la libertad no sea solo retórica) mediante el
aprendizaje. El profesor Diego Gracia dice con toda razón que «ser autónomo no
es solo una rareza sino también una heroicidad». Y es en esta tarea heroica de
«domesticación» donde todos y cada uno de los individuos de una generación se
juegan su futuro y también, con el suyo, el de toda la humanidad. Es también
esta la razón por la que todos los seres humanos, una vez nacidos, son
imprescindibles porque, en mayor o menor medida, también todos tienen que
apechugar con el peso de la historia.
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