Mecanismos biológicos de la moral. Libro
Artículo publicado en Investigación y Ciencia sobre este interesante libro y comentado por Luis Alonso (Revista Investigación y Ciencia)
LIBROS
CONSCIENCE
THE ORIGINS OF MORAL INTUITION Patricia Churchland
W.W. Norton, Nueva York, 2019
THE ORIGINS OF MORAL INTUITION Patricia Churchland
W.W. Norton, Nueva York, 2019
Mecanismos biológicos
de la moral
Origen de la consciencia y de la moral
de la moral
Origen de la consciencia y de la moral
En 1998, Giulio Tononi y Gerald M. Edelman daban
un golpe de timón en el planteamiento de la cons-
ciencia en un famoso artículo publicado en Science con el título «Consciousness and complexity». Hasta
entonces, los enfoques neurocientíficos para abordar la
cuestión se centraban en la contribución de áreas espe-
cíficas del cerebro o de grupos de neuronas. El nuevo
planteamiento que postulaban atendía, en cambio, a los
tipos de procesos neuronales que pudieran justificar las
propiedades de la experiencia consciente. Se centraban
en dos características en particular: la experiencia cons-
ciente es algo integrado (cada escena consciente es un
todo indiviso) y, al propio tiempo, es sumamente dife-
renciado. Es decir, en un brevísimo intervalo de tiempo
podemos experimentar un elevado número de estados
de consciencia. Desde entonces, se han venido sucedien-
do múltiples hipótesis sobre la naturaleza de la conscien-
cia. La propuesta en el libro de Patricia Churchland
aboga por una procedencia social: nuestra neurobiología
se ha conformado en el curso de la evolución para que
tengamos consciencia, al tiempo que lo ha hecho para la
vida en comunidad.
La autora se ha caracterizado en su larga actividad
académica por aplicar la investigación sobre el cerebro,
en particular, y las ciencias biológicas, en general, a los
problemas filosóficos. En este libro lo hace con el origen
de la consciencia y de la moral. La sociedad, razona,
cuenta con medios de los que se valen sus miembros para
adaptarse a una convivencia pacífica. Las personas pon-
drían en la balanza diversas restricciones morales, guiadas
por los sentimientos de simpatía entre los miembros del
grupo, unas emociones nacidas en los entresijos del cere-
bro. Para entender la moral, un constructo neurobiológi-
co en su concepción, hay que aunar la tesis de David Hume,
según la cual los humanos nacen con una predisposición
a ser socialmente sensibles, y la convicción de Francis
Crick, contraria a los principios de la razón pura, de
acuerdo con la cual no cabe ética sin razón biológica.
Al disponer de un sistema de recompensa, la neurobiología
interioriza las normas sociales.
Apoyándose en un encuentro con el Dalai Lama y otros
eximios budistas, que narra como si de una iluminación
se tratara, Churchland distingue entre buscadores de
sabiduría (los pensadores orientales y, entre los occiden-
tales, el escocés Hume) y proveedores de normas (tomis-
tas y Kant). Los primeros entrelazan consciencia y mo-
ralidad con la sociabilidad, en tanto que los segundos se
guían por leyes universales de la moral que gobiernan a
todas las sociedades.
Pese a ser docente de filosofía, parece manifiesto que
no es ese el terreno donde la autora se mueve con solven-
cia. Comete errores de bulto al confundir la teología
moral con la filosofía moral en Tomás de Aquino y en la
interpretación de la ética kantiana. Se desenvuelve mucho
mejor describiendo hechos científicos, que supone ponen
en conexión las funciones cerebrales con el compor-
tamiento moral. Pero no alcanza a dar, en mi opinión
porque no se puede, una teoría unificada de la causalidad
cerebral de la moral. Conseguirlo significaría nada menos
que resolver el problema mente-cerebro.
La autora parte de los datos de observación empírica.
Todos los grupos sociales tienen sus códigos morales,
aunque las normas varíen de una cultura a otra. Parece,
pues, que en su estipulación convergen la naturaleza y la
educación. Por un lado, el cerebro se conforma para es-
tablecer lazos, cooperar y asumir responsabilidades; por
otro, los niños crecen en sociedad; aprenden, a través de
la repetición y las recompensas, las normas, los valores
y la conducta de sus progenitores. El vínculo fundamen-
tal entre madre e hijo se extendió a la pareja, parientes y
amigos. El vínculo engendra cuidados, y los cuidados
engendran consciencia, que no es otra cosa que la inte-
riorización de los patrones de comportamiento de la
comunidad.
Niega Churchland que nuestra consciencia aprehenda
las verdades morales universales y que cuanto nos dic-
te la consciencia deba ser seguido. Lo que no deja de ser
contradictorio, porque si no hemos de seguir el criterio
de la consciencia personal es que reconocemos una
autoridad externa que establece y dicta valores éticos
superiores. ¿Cuáles serían esos valores éticos superiores y por qué serían superiores a los nuestros, si dejamos de
admitir que existen principios morales universales? Da
por cierto que, en distintas culturas reconocen normas
diferentes y, por tanto, optan por decisiones diversas.
Discrepancia que a menudo se extiende a familiares,
amigos o conciudadanos. A la autora parece escapársele
que, si esas divergencias fueran absolutas y equiparables
en su valor, no podría hablarse de declaración universal
de derechos humanos ni de ética de mínimos, válida para
Occidente y Oriente.
La idea de una moral objetiva y común, que se reduce
en última instancia al principio de perseguir el bien y
evitar el mal, no nos exime de buscar en el cerebro los
mecanismos biológicos que subyacen al comportamien-
to, moral inclusive, y en la evolución las raíces de la so-
ciabilidad en cuyo contexto aparece la ética. Ambos se
encuentran entrelazados. El cerebro de los mamíferos
está adaptado para la sociabilidad, cuyo primer beneficio
consiste en la protección de la prole. Las crías son inma-
duras al nacer y morirían si les faltasen los cuidados
necesarios. Cuatro factores intervienen en el auxilio del
bebé: las neurohormonas oxitocina y vasopresina, los
opioides y los cannabinoides. Su importancia es cumpli-
damente resaltada aquí.
Tras el nacimiento, el encéfalo de los mamíferos crece
el quíntuple del tamaño que presentaba en el parto, al
tiempo que va construyendo pautas de conexión cada
vez más intrincadas entre neuronas. (El cerebro humano
posee alrededor del 2 por ciento de la masa corporal y
utiliza el 25 por ciento de nuestra ingesta calórica. Consta de unos 86.000 millones de neuronas, lo que significa
que necesita unas 516 calorías por día) En el curso de la
evolución, adquirió flexibilidad y potencia, asociadas a
la inteligencia y a la sociabilidad, merced a una estructura cerebral exclusiva de los mamíferos, la corteza, que
consta de seis capas.
Ahora bien, las estructuras cerebrales donde las neuronas reciben y envían señales se agrupan en núcleos, no en capas. Ejemplo de esas agrupaciones es el núcleo accumbens, estructura subcortical que
desempeña un papel importante en la creación de vínculos familiares. La sociabilidad en los mamíferos difiere
de la observada en animales que carecen de corteza, como
las abejas, las termitas y los peces. Es más sensible a las
contingencias del medio.
Cuando afirmamos que el cerebro de nuestros antepasados mamíferos estaba adaptado para la sociabilidad,
hemos de entender el significado de la adaptación en
biología evolutiva. Adaptación es, en ese contexto, la
reconfiguración de una función existente para producir
algo nuevo que resulta ventajoso en la lucha por la supervivencia. Unos pocos genes se alteran o duplican y,
con ello, la vieja función cobra un aire nuevo y una
aplicación inédita. En los mamíferos, la sociabilidad fue
favorecida por la selección natural. El último antepasado
común de homininos y chimpancés vivió hace entre
cinco y ocho millones de años. El encéfalo de los homi-
ninos se expandió muchísimo, en particular la corteza
cerebral. El de Homo sapiens triplica el de los chimpancés.
La expansión del cerebro requirió potenciar los recursos
energéticos. En ese sentido, el uso del fuego para transformar los alimentos supuso un cambio decisivo. Crick
y, tras él, Churchland, pensaba que la motivación básica
de la compartición y cooperación, así como para aprender las normas sociales, se debía, en última instancia, a
los genes que habían construido la red de conexiones
cerebrales. Ahí, según ambos, debe buscarse el origen de
la consciencia y la moral.
—Luis Alonso
Comentarios
Publicar un comentario