Revueltas populares en todo el mundo
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Cuando
la democracia se vuelve impotente
- Por MÁRIAM MARTÍNEZ-BASCUÑÁN. El País
Este es un glosario sobre los fallos del orden
liberal a la hora de gobernar un mundo caótico y brutal que desconfía de la
sociedad abierta
Las elecciones en el Reino Unido indican que el
populismo de derechas vence al de izquierdas
Joker es el filme que expresa el malaise del pueblo alimentado por el rechazo de lo existente
El desafío quizá radique en buscar aquello que hemos olvidado bajo la opulencia de los últimos 50 años
Joker es el filme que expresa el malaise del pueblo alimentado por el rechazo de lo existente
El desafío quizá radique en buscar aquello que hemos olvidado bajo la opulencia de los últimos 50 años
Liberalismo
del miedo
JEREMIAS GONZALEZ (NURPHOTO / GETTY IMAGES)3 Gestos políticos La capital, Santiago de Chile,
se ha convertido en el campo de batalla de las protestas estudiantiles contra
el Gobierno y las políticas neoliberales.
Toda transición hacia un mundo nuevo se anticipa
con una caída, aunque los pilares que mantienen el orden precedente se hayan
convertido ya en un fetiche. Sucedió con el derrumbe llameante de las Torres
Gemelas, el momento que marca nuestra vulnerabilidad expuesta, la llegada del
liberalismo del miedo. Y volvió a ocurrir con las piedras de Notre Dame, icono
de la vocación universal y el descaro civilizatorio de Occidente. Pero antes de
esas caídas estuvo la del muro de Berlín, el símbolo con el que, con permiso
del analista político Robert Kaplan, decidimos dejar de pensar que los mapas
contaban historias. Fue ahí, según el politólogo búlgaro Ivan Krastev, cuando
el liberalismo “abandonó el pluralismo a favor de la hegemonía”. El efecto,
hoy, es el pánico reaccionario que naturalmente surge cuando pretendemos
aferrarnos a algo sin formular alternativas. Va unido a la pérdida de la
confianza en el progreso y al triunfo de dos cosmovisiones del miedo: la
populista, que mira hacia atrás en busca de tiempos mejores, y la verde, que
mira hacia un dudoso futuro desde el colapso de las expectativas para la
supervivencia de la especie. El declive del orden liberal está vinculado a esto
y es algo que está ahí desde hace tiempo —en columnas, análisis y discursos
políticos— como una sombra fantasmagórica mimetizada con el profundo
sentimiento de desorientación que vivimos en Europa, una especie de revival
musiliano del pueblo sin atributos. “La Europa que protege”, la defensa de
“nuestro modo de vida”, el “continente fortaleza”… son solo algunos emblemas
que muestran los temerosos titubeos de un continente que siempre fue aventurero
y soberbio.
Fronteras
Después de 30 años cargados de ironías políticas,
en 2019 hemos celebrado el aniversario de la caída del telón de acero sabiendo
que no son las fronteras las que crean a los Estados. Sucede al contrario:
primero viene el atrincheramiento; es después cuando se erigen los muros.
Curiosamente, es algo que olvidamos el mismo 1989, con el avasallador
advenimiento de la globalización y la aceptación optimista e ilusionante de una
sociedad mundial, interrelacionada y transnacional. En Europa, los ecos de la
crisis de los refugiados de 2015 acabaron por transformar del todo ese
imaginario: nuestra sociedad de fronteras abiertas ya no equivale tan
firmemente a libertad y progreso. La lucha por la emancipación individual cede
terreno frente al reclamo de la protección. A izquierda y derecha, los partidos
asumen con entusiasmo un ideario del miedo que cambia drásticamente los
principios ilustrados de la Unión. Europa busca un nuevo relato, y un mundo
agitado se detiene de nuevo en la importancia de los mapas: vuelve la
geopolítica.
Geopolítica
El año 2019 ha supuesto el triunfo del pensamiento
geopolítico como expresión de un mundo basado en la competencia entre grandes
poderes. Nos aproximamos más rápido de lo que parece a la trampa de Tucídides:
el magnate Trump encarna a su estrambótico modo el ego herido de un Occidente
que pierde su hegemonía frente a Asia, un cambio de papeles que esconde el
punzante cuestionamiento de nuestro modelo y acentúa el error de Fukuyama.
Porque China ha despertado del todo y, al mismo tiempo que muestra la cara más
cruda de su ciberautoritarismo, se erige como el actor con mayor resiliencia y
pensamiento estratégico del planeta. Frente a él, la alocada política exterior
de Trump, coleteando en su pesadilla de
reality show, consolida el ascenso de la nueva superpotencia.
La escalada política abre un escenario incómodo para Europa: la Comisión Von
der Leyen nació con el propósito de que la Unión hable, por fin, el lenguaje
del poder, en un momento en el que aborda con crudeza su soledad. Con la OTAN
en “muerte cerebral”, como mencionó Macron, el eje euroatlántico se da la
espalda al tiempo que los británicos encuentran por fin la puerta de salida del
club comunitario. La profunda trascendencia del Brexit radica en que es el
primer desacople de la vieja globalización. El Reino Unido busca ahora nuevo
acomodo en otra globalización bien distinta y que poco a poco se nos impone:
apuesta por un mundo hobbesiano, caótico y brutal, donde pretende situarse como
la nueva Singapur de Occidente.
El
pueblo contra la democracia
Esta fue desde el principio la estrategia de Boris
Johnson y su gurú Dominic Cummings: un Brexit ultraliberal que convirtiese la
City en una zona de competencia desleal con Europa. Su triunfo en las pasadas
elecciones confirmó que los británicos tal vez tengan más claro el papel que
quieren desempeñar en el nuevo orden mundial, aunque se trate de otra
manifestación más de la deriva del pueblo contra la democracia. Más del 50% de
los británicos afirmaba que apoyaría a un líder fuerte que se mostrara dispuesto
a quebrantar las normas democráticas para implementar el Brexit. Johnson,
orgulloso como un lord autocrático, ya nos había enseñado sus credenciales, con
la ventaja de tener frente a sí al mejor rival posible, el melindroso Corbyn,
obcecado en su obvia debilidad. Su falsa valentía es el cuento de
El rey desnudo: pretendía proclamarse adalid de la
nueva política, pero actuó siempre con miedo a su electorado, evitando formular
una posición clara respecto al Brexit, inevitable eje del debate. Pero también por
la cobardía de un programa regresivo con el aroma del viejo comunitarismo de
izquierdas, al son del mantra vetusto del buen Estado-nación, ignorando
escandalosamente las nulas condiciones objetivas para su implementación. La
triste conclusión de este resultado electoral no es tanto que Hayek haya
vencido a Keynes, sino que el populismo de derechas siempre vence al de
izquierdas cuando se confrontan, quizás porque, al cabo, la izquierda, si es
populista, no es izquierda.
Democracia
impotente
Es otra de las paradojas del momento. Mientras los
Estados se amurallan, el populismo se mundializa. Es la respuesta al nuevo
despertar del desencanto globalizado frente a la impotencia de las democracias,
que no aciertan a encauzar sus formas de protesta más viscerales. Sucede en la
Francia de los chalecos amarillos, donde Macron (y con él toda Europa) pierde
poco a poco la batalla contra el fascismo de Le Pen, pero también en esa
América Latina que vive su particular otoño del descontento. Desigualdad,
fragilidad institucional y rol de los militares son, de nuevo, las
características comunes a todos los recientes estallidos de la región, con un
añadido: lo que pasa en las calles de Bolivia, Chile o Colombia dibuja los
mismos trazos de fondo que lo sucedido en las de Argelia, Irán, Irak o Hong
Kong. Porque la gente necesita la calle, pero lo nuevo es la violencia asociada
a la protesta, la búsqueda desesperada de los invisibles de sus propios
mecanismos de representación. Joker es el filme que expresa el malaise de ese
pueblo subterráneo, el eco furioso de una época que marca a fuego la historia
de su demediado protagonista, una bomba de relojería que estalla de manera
desordenada, sin organización ni representación, sin mensaje político aparente,
solo con la protesta, omnipresente, sorda, formulada en negativo, alimentada
únicamente por el rechazo de lo existente. Este 2019 que termina fue,
parafraseando la magistral voz de Pierre Rosanvallon, el año que anticipó esta
nueva forma de violencia que atrae hacia el centro lo que antes vivía en los
márgenes.
Indignación
sin esperanza
¿Puede haber conexiones entre los trastornos
populares de países de regiones tan dispares como África, Oriente Próximo,
América Latina o Europa? Se lo preguntaba hace poco Gideon Rachman en Financial
Times, y encontraba el nexo en algo tan básico como sus formas y estructuras
comunicativas: “Se ha visto a algunos manifestantes catalanes llevando la
bandera de Hong Kong y adoptando tácticas similares, como ocupar un
aeropuerto”, nos decía. Se produce un fenómeno de imitación y contagio de la
forma, de los puros elementos expresivos de la protesta, aunque los motivos y
contextos sean lejanos y dispares. A veces encontramos mecanismos de revuelta
popular en democracias consolidadas, como en Francia o España; otras son
expresión de tics democráticos en contextos de autoritarismo, como en Hong
Kong, Turquía o Rusia. Tienen en común el ser movilizaciones transfronterizas
con una expresividad diferente que afirma su autenticidad solo mediante la
violencia. Nos recuerdan a esos movimientos de la sociedad en red de la que nos
hablaba Manuel Castells en los tiempos, hoy tan lejanos, de la indignación
esperanzada de las primaveras árabes, del Occupy Wall Street o la Spanish
Revolution. Aquellos fueron movimientos de ruptura, aunque no tanto en sentido
político como cultural, y al repetirse una y otra vez en contextos tan dispares
(en democracias y dictaduras, en lugares con crisis o sin ellas), su único
elemento de unión fue la forma de propagarse: el dominio de las redes, la
búsqueda de la viralización a través de las nuevas tecnologías, lo virtual como
expresión de lo real, como esperanza o acicate para el cambio. Aunque los
movimientos no los hayan provocado los nuevos cauces comunicativos, sin
Internet, sin un mundo globalizado, serían otros bien distintos, y quién sabe
si el fuego, destructivo o regenerador, se propagaría tanto o tan velozmente.
‘Revival’
Lo importante es que las protestas llevan vidas al
límite hacia el centro del sistema, porque indica que son el heraldo de algo
nuevo: una música de fondo socava este viejo orden donde los valores, los
ciudadanos y las élites hemos fallado, incapaces de regenerarnos y firmar un
nuevo contrato social. El paso hacia el nuevo mundo se vive en las calles como
un estallido liberador, aunque muchos de sus elementos ya vibrasen con las
corrientes desatadas hace más de una década: los realineamientos geopolíticos,
las cosmovisiones en disputa entre zonas rurales y mundo urbano, los terremotos
electorales, el pensamiento distópico derivado de las posibilidades de control
y represión de las nuevas tecnologías, los gigantes digitales fuera de toda
supervisión política… y, por supuesto, la desigualdad, que sigue siendo la
clave para entender dónde estamos, como nos advertía hace cuatro años Thomas
Piketty en El capital en el siglo XXI y como volvemos a leer hoy en Capital e
ideología, un tratado magistral sobre la historia de las desigualdades.
Desigualdad, ira, resentimiento y nihilismo se unen a las agendas verde y
violeta, que se erigen, de nuevo, con todas sus paradojas, como las únicas
capaces de marcar trazos constructivos que esbocen al menos un borrador de
conciencia global mediante una carga incendiaria lanzada al corazón del
sistema, desde el baile feminista de las chilenas hasta la niña Greta Thunberg,
convertida, nos guste o no, en símbolo de la fortaleza de la voz de los
jóvenes, quienes sienten que solo ella puede hablar en su nombre.
En realidad, siempre fue así: la lucha política es
un movimiento pendular. Pero ¿por qué de repente parece que el mundo se mueva
más deprisa? Ahora que entramos en los años veinte del siglo XXI, tal vez
podamos recordar esa “electricidad cosquilleante” con la que nuestros
historiadores describieron el gran momento de fractura de los Roaring Twenties
del viejo siglo XX, donde todo, las jerarquías sociales, las viejas expresiones
de autoridad, los vínculos de pertenencia, la propia identidad de Occidente,
incluso las formas tradicionales de la masculinidad, se vio socavado por un
impulso vital que parecía imparable y que se detuvo violentamente en seco. O
podríamos volver los ojos a la era Nixon y los convulsos años setenta, cuando
todo parecía a punto de estallar. Porque ya hemos estado aquí, aunque todo sea
a la vez igual y diferente. Hoy nuestro desafío tal vez radique en identificar
los elementos novedosos en un escenario vertiginoso e incierto, pero también en
reconocer aquello que quizá hayamos olvidado bajo la opulencia aparente de
nuestros últimos 50 años. Bienvenidos a la nueva era del descontento.

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