Nacionalismo y populismo. El gran problema de nuestro presente
A continuación transcribo para compartir con vosotros un artículo que merece la pena ser leído y discutido.
El provincianismo cultural, la demonización del otro, la fractura de la convivencia, son moneda corriente

El nacionalismo, enemigo a las
puertas
Juan
Luis Cebrián. El País. Diciembre 2019
El triunfo de la
pasión identitaria sobre el diálogo ilustrado ha comenzado a hacer ya serios
estragos. El populismo nacionalista constituye hoy una seria amenaza a las
democracias en Europa
Pasarán décadas antes de poder restaurar la
confianza entre el continente y los británicos
El provincianismo cultural, la demonización del otro, la fractura de la convivencia, son moneda corriente
Hace más de tres años me tocó vivir en Londres la
noche del referéndum sobre el Brexit. Recuerdo todavía el entusiasmo de los
partidarios del desenganche con Europa cada vez que se anunciaba una victoria
de sus posiciones en cualquier distrito. Contrastaba con la escasa épica de
quienes apostaban por la continuidad en la Unión, incapaces de jalear o animar
a la concurrencia cuando el escrutinio les resultaba favorable. Me vino este
recuerdo al leer días pasados un artículo de Timoty Garton Ash publicado en
estas páginas, en el que animaba a los europeístas británicos a emprender la
lucha por regresar a Bruselas. Soy lector asiduo de sus obras, comparto gran
parte de sus ideas, pero su empeño voluntarioso por que los restos del imperio
regresen a la alianza con las demediadas potencias europeas no me inspira a
estas alturas sino una gran melancolía. El proyecto de la Unión ha recibido ya
una estocada letal, y pasarán décadas antes de poder restaurar la confianza
entre el continente y los británicos.
En la madrugada del pasado día 13 desperté, esta
vez en Cataluña, con las noticias del triunfo de Boris Johnson en las
elecciones de su país. Conocidos los resultados de las votaciones no me
impresionó tanto la victoria arrolladora del partido conservador, ya esperada,
como el derrumbe de la socialdemocracia, que obtuvo sus peores resultados desde
hace casi un siglo. Pero el hecho para mí más relevante fue que los
nacionalistas escoceses se convirtieran en el tercer partido del Parlamento de
Westminster. Su líder se apresuró a salir en televisión para enhebrar un
discurso no muy diferente al de los separatistas catalanes: reclamó un nuevo
referéndum sobre la independencia del antiguo reino, exigió el derecho de
autodeterminación y sacó músculo presumiendo de su indudable fortaleza parlamentaria.
Al rato compareció el primer ministro para declarar por enésima vez que no
permitirá un nuevo referéndum (necesitaría ser aprobado por los Comunes) y que
trabajaría por la unión del país.
Entonces pudo apreciarse por fin una sustancial
diferencia del movimiento escocés con el procés catalán: en ningún momento el
dirigente independentista dio a entender que le podría dar igual lo que Londres
hiciera o dijera, porque él convocaría la consulta en cualquier caso, como de
hecho lo hicieron a las bravas Puigdemont y sus acólitos. Esa disparidad, nada
sutil, marca a mi juicio la línea roja entre un político demócrata y un
delincuente político, pues no existe democracia sin respeto al imperio de la
ley y la igualdad de todos ante la misma. Pero diferencias aparte —ya que hay
muchas otras— entre el caso catalán y el escocés, existen también no pocas
similitudes. La principal me temo que es el efecto contagio que las posiciones
independentistas generan en otras comunidades y, sobre todo, el empujón emocional
a los nacionalismos de signo contrario, por lo general más poderosos y
concluyentes. Parece que en España hay dificultades para contestar con acierto
a la insidiosa pregunta de cuántas naciones hay en nuestro plural territorio,
aunque el señor Iceta ha decidido por su cuenta y riesgo que son nueve y exhibe
como prueba de ello una que le parece irrefutable: las ha contado.
Claro que a lo mejor hay que suspenderle en
aritmética. Lo importante en cualquier caso no son las naciones, sino los
nacionalismos: el recurso a la identidad cultural, lingüística, religiosa,
histórica o lo que sea para reclamar el derecho a constituir un Estado a partir
de ella. El Reino Unido tiene menos naciones que nosotros, quizás porque Iceta
no ha ido allí a contarlas, pero por su escenario se pasean en cambio más
nacionalismos. Podemos enumerar cuando menos un nacionalismo escocés, otro
irlandés, uno galés, otro inglés y el más fuerte hoy de todos: el nacionalismo
del Brexit, que reivindica aun sin saberlo las glorias del pasado imperio. El
triunfo del partido conservador en las elecciones es también un triunfo del
nacionalismo británico, y la derrota de los laboristas fruto de su ambigüedad.
No es difícil encontrar paralelismos con el calentón españolista que avivan Vox
y el Partido Popular y la inconsistencia del PSOE, incapaz de poner sobre la
mesa un proyecto para España, y para Cataluña dentro de España, por el que
trabajar gobierne quien gobierne.
La eclosión del nacionalismo populista, del que el
America First de Trump es paradigma, no es un fenómeno solo europeo, ni
siquiera solo occidental. Los sucesos en la India, Egipto o Turquía ponen de
relieve de qué forma un impostado patriotismo es el inicio de un camino que
conduce al autoritarismo, a su vez vergonzante umbral de la dictadura si no hay
quien lo impida. Las tendencias antidemocráticas del actual Gobierno de la
Generalitat, su disposición a vulnerar la ley que ha jurado cumplir y hacer
cumplir, su manipulación clientelar de los medios de opinión de propiedad
pública, prácticamente todo su proceder desde que Puigdemont y Torra accedieron
a su condición de muy honorables hoy en entredicho, no son tan diferentes a los
prolegómenos de muchos movimientos fascistas. Si el tumulto de una
manifestación, por numerosa que sea, se impone a la Constitución aprobada en
las urnas, la fuerza del poder establecido democráticamente se desvanece ante
el poder de la fuerza. Una competición de ese género nunca acaba bien para los
partidarios de la libertad y el progreso. Nuestra historia está llena de
ejemplos al respecto.
Esta especie de fascismo de baja intensidad que a derecha e izquierda nos acosa
usurpando el nombre de la democracia es en gran parte la consecuencia del miedo
a la globalización y de los destrozos generados por el neocapitalismo salvaje,
principal culpable de la crisis mundial financiera de 2008. El populismo
nacionalista tiene su caldo de cultivo en la desesperación de las clases
medias, los recortes en los servicios públicos, la falta de perspectiva de los
jóvenes, el caos en la opinión generado por las redes sociales, la ceguera de
los mercados y la impericia de los políticos, incapaces de someterlos al
interés general. Su triunfo responde también al esfuerzo por impulsar una épica
tan falsaria como atractiva, frente al pasmo o la incapacidad de quienes en
nombre del diálogo con los disidentes debilitan la fortaleza de las
instituciones. Nadie puede ser absuelto de su culpabilidad en el enredo.
Quienes critican a Sánchez por pactar con Bildu o ERC, a cambio de un plato de
lentejas, son incapaces de romper con Vox, expresión más o menos camuflada del
franquismo sociológico. Aquí nadie mueve ficha, salvo paradójicamente Podemos,
que continúa siendo la formación más coherente y previsible (en este sentido
podría decirse que hasta la más ética desde el punto de vista aristotélico,
aunque no les acompañe todavía la estética).
El populismo nacionalista constituye hoy una seria
amenaza al sostenimiento de las democracias en Europa. No es creíble, aunque
teóricamente se muestre como posible, que Estados con la tradición unitaria del
Reino Unido o España se balcanicen en un futuro, al menos próximo.
Pero el
triunfo de la pasión identitaria sobre el diálogo ilustrado a la hora de elegir
a los gobernantes ha comenzado a hacer ya serios estragos. El provincianismo
cultural, la demonización del otro, la fractura de la convivencia, comienzan a
ser moneda corriente. En nombre de la libertad se vulneran las leyes que la
garantizan y se desprecian las instituciones que la protegen.
No es posible que un partido de la izquierda más
que centenario como el PSOE se rinda ante la carcundia nacionalista y la
fatuidad supuestamente heroica de quienes una y otra vez a lo largo de la
historia han propiciado repetidamente la demolición de nuestro sistema de
libertades. Ni tampoco que una derecha democrática y liberal capitule de nuevo
ante la España profunda, reaccionaria y cavernícola que abomina de todo el que
no piense igual que ella. El PP y el PSOE deberían recuperar el espíritu que
hizo posible la Transición democrática y aprender a defender el interés general
de los españoles y la Constitución de 1978 en vez de servir solo a las
mezquinas aspiraciones que parecen moverles. El enemigo es el nacionalismo
provinciano y radical, catalán, vasco o español. Y está a las puertas.
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