Artículo literario sobre Vasili Grossman
Antonio Muñoz Molina recomienda la lectura del libro ‘Cartas y recuerdos de Vasili Grossman’ de Fedor Guber. También aprovecha para repasar aspectos de la vida de Grossman y de la escritura y circunstancias que de su obra más conocida.
La novela perdida

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La novela perdida
Antonio
Muñoz Molina. Babelia
A Grossman solo le quedaban tres años de vida
cuando le arrebataron Vida y destino. Murió creyendo que nadie la leería
Un hombre dedica los mejores años de su vida a
escribir una novela inmensa en la que sabe que ha abarcado el mundo; y cuando
por fin la termina y la revisa agotadoramente y perfila más aún a cada uno de
sus innumerables personajes, cuando ya la ve existir en una montaña de páginas
mecanografiadas, ordenada en varias carpetas, dispuesta para ir a la imprenta y
cobrar así un grado todavía mayor de realidad, una presencia irreversible, en
este momento, como en una pesadilla, la novela le es arrebatada, y desaparece
sin rastro, sin que él sepa si está sepultada en el cajón fúnebre de un archivo
o si la han quemado, o la han hecho pulpa en una de esas máquinas que sirven
para picar los documentos peligrosos.
STUDY CENTER VASILI GROSSMAN Vasili Grossman, en Schwerin (Alemania) en 1945.
Un día de febrero de 1961, cuatro hombres de
paisano, bien vestidos, inquietantes, corteses, llamaron a la puerta del
apartamento de Moscú donde vivía Vasili Grossman, y le exigieron que les
entregara cualquier copia que tuviera del manuscrito de su novela Vida y
destino. Registraron la casa y se llevaron también todos los borradores que
pudieron encontrar, y le pidieron que se fuera con ellos. Tenían mucha
información sobre la novela. En el apartamento había micrófonos que registraban
todas las conversaciones y el teléfono estaba intervenido. Cuando vio que se lo
llevaban, su mujer temió que fueran a encarcelarlo. No era la primera vez que
asistía a una situación así. En 1937, esa mujer, Olga Guber, había visto cómo
otros hombres de uniforme detenían a su primer marido, que ya no volvió nunca.
Los policías de paisano no se llevaron a Grossman para interrogarlo, sino para
que los ayudara a encontrar otras copias de la novela, alguna de ellas en la
oficina de la mecanógrafa que la había pasado a limpio. Confiscaron las hojas
de papel de calco que habían usado, y hasta la cinta empapada en tinta de la
máquina.
Dos horas después de ver cómo se lo llevaban, Olga
Guber oyó abrirse la puerta y vio entrar a Grossman, muy pálido, como
envejecido de golpe en ese tiempo tan breve, como un fantasma que volvía. A los
policías del KGB y a los dirigente máximos del Partido Comunista de la Unión
Soviética que les dictaron las órdenes no les bastaba con prohibir la
publicación de una novela. Querían borrarla del mundo, que no quedara ni un
indicio de ella, ni un borrador, ni una frase aislada sobre una hoja de papel
de calco. Hasta no hace tantos años, antes de que se generalizaran las
fotocopiadoras, un documento manuscrito o mecanografiado era algo muy frágil,
porque copiarlo resultaba una tarea larga y laboriosa. En la Unión Soviética un
texto escrito a mano o a máquina podía traer consigo la prisión o la muerte de
alguien y también podía ser destruido por los censores con la seguridad de que
no dejaría rastro. Nadiezhda Mandelstam conservaba en la memoria los poemas de
su marido para asegurarles la única forma de supervivencia posible. Hasta
decirlos en voz alta ante alguien podía ser un peligro mortal.
Pero las novelas no se pueden aprender de memoria.
Vasili Grossman había empezado a escribir la suya a finales de los años
cuarenta, según se asentaban en el recuerdo las experiencias del asedio y la
batalla de Stalingrado, y de la guerra entera, a la que había asistido en
primera línea en su condición de corresponsal. En la novela contaba todo lo que
había visto, y también mucho más, porque los materiales que le habían servido
para sus crónicas ahora los transformaba la imaginación, y a su condición de
testigo del horror se superponía la hondura del sufrimiento personal. El
testigo había visto con sus propios ojos, en todo el frente del Este, en las
ruinas del gueto de Varsovia, las pruebas de la bestialidad exterminadora de
los nazis. Pero entre los millones de víctimas sin nombre había estado la
propia madre de Grossman, asesinada junto a la mayor parte de los judíos de su
ciudad natal, Berdichev, en Ucrania. Revivir en la imaginación lo que él no
había podido ver, lo que nadie había vuelto para contar, los últimos minutos de
su madre en una cámara de gas, era una potestad que solo la novela le concedía
a Vasili Grossman: la posibilidad de contar lo que no se ha vivido y seguir
diciendo la verdad.
Era la convicción de estar diciendo la verdad lo
que sostenía a Grossman durante la escritura de la novela, y lo que le permitió
mantenerse digno y obstinado cuando los burócratas y los rufianes ideológicos
del Partido Comunista se conjuraron contra él para impedirle que la publicara y
al mismo tiempo exigirle que diera muestras de arrepentimiento, que se rebajara
a pedir perdón. Lo acusaban de difamar a la Unión Soviética. Decían que si la
novela se publicaba sería más dañina todavía que Doctor Zhivago. Un custodio de
la ortodoxia del partido, Suslov, le auguró que esa novela solo podía ser leída
cuando pasaran 250 años. Las vidas humanas son muy cortas. A la de Grossman
solo le quedaban tres años cuando Vida y destino le fue arrebatada. Él murió
creyendo que había desaparecido. Esa tristeza lo convertía a él mismo casi en
un muerto en vida. Tanto trabajo para nada.
Ahora sabemos mejor cómo fue aquel tiempo porque
lo ha contado Fedor Guber, hijo de Olga y del primer marido ejecutado en 1937,
hijo adoptivo de Vasili Grossman, que al adoptarlo de niño lo había salvado de
un porvenir de desamparo en orfanatos inhumanos. A partir de cartas, de
recuerdos personales, de documentos diversos, incluidos informes de la policía
secreta, Fedor Guber ha elaborado una biografía de Vasili Grossman, más valiosa
todavía porque viene prologada por el inolvidable Tzvetan Todorov. Sobrecoge
asistir, tan de lejos, a tanto sufrimiento, a una pasión tan generosa por
disfrutar a pesar de todo de la vida y de la literatura, a esa fragilidad de
los seres humanos arrastrados por todas las desgracias de la guerra y de la
tiranía. Toda la máquina ingente del poder soviético no bastó para destruir las
dos únicas copias que quedaron de esa novela mecanografiada y guardada en unas
carpetas. Pero la justicia poética no es justicia. Vasili Grossman murió
temiendo que su novela no llegaría nunca a ser leída por nadie. Miro su cara
grande y sus ojos tristes detrás de las gafas redondas, en las fotos del libro
de Guber, y me gustaría hacerle saber que no escribió en vano.
‘Cartas y recuerdos de Vasili Grossman’. Fedor
Guber. Traducción de Jorge Ferrer. Edición de Tzvetan Todorov. Galaxia
Gutenberg, 2019. 400 páginas. 24 euros.
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