La diputada avergonzada

Vergüenza

Mirian subió al tren en Atocha para volver a su querida ciudad de Barcelona. Se sentó en su asiento y se alegró de no tener ningún pasajero a su lado. Se relajó y recordó minuto a minuto lo que había vivido en esta jornada tan especial. 
Había llegado por la mañana muy temprano a la sede del parlamento ya que debía prestar juramento como diputada de su partido y de su tierra. Trató de pensar que tiempo llevaba dedicada a la política y no consiguió concretarlo pero no hizo más esfuerzo en recordarlo ya que ahora por fin había conseguido llegar a uno de sus objetivos, ser parlamentaria. 
Aunque ese no era el fin de su carrera. Ella soñaba con formar parte del Govern en la Cataluña independiente. Esa si sería la ansiada meta de su todavía corta vida política.
Pero ella era práctica y sabía que cada cosa tiene su tiempo.  Su actuación esa mañana durante el  juramento parlamentario había sido planificada y ensayada metódicamente. Había sentido por la mañana una inmensa felicidad y orgullo al soltar la retahíla de motivos para su juramento («con lealtad al mandato democrático del 1-O, por fidelidad al pueblo de Cataluña, por la libertad de los presos políticos y el retorno de los exiliados y por imperativo legal». Además, pensó, ¡se lo hice a tragar a los españoles en mi lengua! y además con el lazo amarillo en la solapa. Sintió como ese éxito le acrecentaba su valoración como persona.

Que satisfecha se había quedado. Fue felicitada por sus compañeros parlamentarios. En fin, había puesto su granito de arena al seguir las órdenes del partido para hostigar al gobierno central y exacerbar sus contradicciones y de ese modo favorecer la lucha por la independencia de Cataluña. Antes de subir al tren recordó que también había pensado en su nueva vida de diputada. Buen sueldo, agradable piso y todos los fines de semana de vuelta a su ciudad. La odiada Madrid tampoco le había parecido tan mala al menos por los barrios por los que había transitado.

Ya con el tren en marcha y mientras hojeaba una revista en la que se hablaba del conflicto catalán se congratuló que por fin los partidos de su tierra habían decidido acabar con el abuso español. ¡Ya estaba bien!. Pensó, por fin hemos dado el paso para  evitar que nos sigan robando o que vivan de nuestro esfuerzo los andaluces y los extremeños,entre otros. 
Finalmente con el movimiento del tren y las emociones del día se adormeció satisfecha como política orgullosa que lucha por los ciudadanos emprendedores, inteligentes, listos y ambiciosos como eran los de su Cataluña querida y no como los ciudadanos de segunda que vio por las calles de Madrid desde la ventanilla del taxi.


Trató de dormirse sobre todo para evitar a una pasajera que se había sentado enfrente suyo. Esta tenía aspecto pobre, triste, un semblante cargado de preocupaciones y además cuando ella la saludó en catalán le respondió en un español mal pronunciado.
Pero minutos después se despertó cuando le ofrecieron los auriculares para ver la televisión del tren en el momento que comenzaban las noticias del telediario.
Casi al comienzo de la emisión ya aparecieron las imágenes del día y entre las más destacadas los parlamentarios jurando sus actas de diputados. Se incorporó levemente en el asiento al verse así misma en la pantalla. Se observó, se escuchó. Vio a otros hacer lo mismo que ella y comenzó a sonrojarse y sentir vergüenza de su actuación. Porque era eso, una actuación, tan alejada de la política que de jovencita había soñado que iba a realizar.
Casi sin pausa continuaron las noticias al principio en titulares y más tarde detalladas, sobre el aumento del paro, la desigualdad social, la violencia de género, la brecha salarial, los refugiados de Siria, los malos resultados en el informe Pisa sobre educación, los serios problemas del cambio climático, las sequías e inundaciones que dejan en la pobreza a miles de ciudadanos que aspiran a sobrevivir y alcanzar mínimas cotas de igualdad en esta sociedad.
 En fin, problemas reales y acuciantes a los que se enfrentan grandes sectores de la sociedad. Tras meditar sobre todas estas cuestiones y recordar como acababa de verse en su actuación mezquina, frívola y alejada de todos los valores que en su momento la llevaron a dedicarse a la política, sintió vergüenza. Este sentimiento la inundó hasta lo más profundo de su ser. 

Cuando llegó a Barcelona sus amigos la esperaban y la felicitaron por su juramento de la mañana. Ella no les respondió y se mantuvo en silencio mientras su autoestima caía desde lo más alto. Parecía que al menos esta vez en su interior la vergüenza estaba venciendo a las pulsiones tribales y a las ambiciones de ciudadanos ricos que solo aspiran a más riqueza cimentada en la insolidaridad con el prójimo. 
Aquella noche no pudo dormir. Sabía que algo le había ocurrido en ese viaje en el tren pero aún no sabía qué. Solo sentía vergüenza.

C.B

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