Artículo periodístico recomendado
Este artículo expone unas tendencias del tiempo en el que vivimos. Me parece interesante su lectura y reflexión para quizás no dejarnos arrastrar por una corriente predominante. Lo publicó Javier Marías en el suplemento semanal de El País. El artículo está relacionado con el que el autor escribió la semana anterior en el mismo periódico.
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¿Será
buena persona el cocinero?
Javier Marías. Suplemento el Semanal de El País.
LA OBRA DE Baretti, de cuyo
crimen hablé la semana pasada, no es la de un grande de la literatura, y su
nombre sólo aparece en los diccionarios italianos e ingleses. Pero el hecho de
que matara a un hombre no ha impedido a nadie acercarse a su Viaje de
Londres a Génova y disfrutarlo, desde 1770. Otro tanto sucede con los
cuadros de Caravaggio o
las esculturas de Cellini, quienes
también se llevaron por delante a algún individuo. Se lee Vida de este
capitán, de Alonso de Contreras, y eso que ahí él mismo relata su historia
desaforada, con unos cuantos homicidios, el primero cometido a los once años,
si mal no recuerdo. Claro que él no era un literato, sino un soldado que dio
cuenta de sus andanzas por escrito. Christopher
Marlowe, el coetáneo de Shakespeare y de
casi igual talento, fue violento y delictivo hasta que lo acuchillaron a los
veintinueve de edad. Sería penoso que, en función de su turbia biografía, sus
extraordinarios dramas fueran proscritos, incluidos Tamerlán el Grande
y Doctor Fausto. De todos estos fantasmas hace ya mucho tiempo.
A menudo se dice —una vieja superstición— que los
artistas tienen un lado oscuro, y se los pinta como a seres más bien
desagradables o pesadísimos: atormentados, iracundos, histéricos, engreídos,
despóticos, abusivos. Se les suele achacar una vanidad excesiva que a veces los
lleva a creerse por encima de las leyes y de las demás personas, y a permitirse
actitudes y acciones que a cualquier otro se le reprobarían. Yo creo que los
artistas no se diferencian apenas del resto, de los funcionarios, los zapateros
y los relojeros, los profesores, los jueces y los médicos. El problema es que
sobre ellos hay un foco y una lupa: hoy se estudian sus trayectorias de manera
exhaustiva, por lo general en busca de aspectos y episodios escandalosos,
condenables y feos.
Y cuando se rasca se descubre, desde luego, porque
no ha habido mujer ni hombre que hayan pasado por el mundo sin tacha, sin
incurrir en alguna indignidad o bajeza a lo largo de sus días. Lo mismo el
escritor que el zapatero, el pintor que el relojero, el juez que el músico. La
cuestión es que nadie se dedica a indagar en la vida de un juez o un relojero.
Durante siglos los artistas eran en realidad artesanos, cuando no menestrales,
y hasta sus nombres eran desconocidos, no digamos sus actos.
Plantearse, como pasa ahora, si debemos seguir
admirando su arte cuando sabemos que algunos fueron todo menos ejemplares, es tan
ridículo como preguntarnos si podemos visitar catedrales o palacios ignorando
si fueron buenas personas quienes los planearon y construyeron. O si nos es
lícito contemplar un fresco sin tener ni idea de si quien lo ejecutó fue un
rufián o un ciudadano probo. Tampoco averiguamos las virtudes o vicios del
artífice de nuestras ropas o nuestro calzado, ni del chef que
ha preparado los platos del restaurante. Nos los comemos sin más, sin que nos
importe nada si el cocinero trata bien a su mujer o es buen padre.
En cambio, con los artistas… Cada cual es muy
dueño de reaccionar como le parezca ante lo que sabe. Hoy hay quienes han
decidido no volver a ver películas
de Woody Allen, por las sospechas que pesan sobre él —jamás probadas—. Hay
emisoras que han desterrado de su programación cualquier canción de Michael Jackson,
y admiradores que han destruido sus discos. Kevin Spacey aún no ha
sido declarado culpable por ningún jurado, pero hace tiempo que se lo ha
expulsado y vetado en las pantallas. Uno es libre de ver y oír lo que quiera,
por los motivos que sean. Ya he contado otras veces que mi abuela Lola, muy
católica, se negaba a ver nada de Chaplin porque se
había divorciado muchas veces.
Respeto esas decisiones, naturalmente, pero las
entiendo mal. Una cosa es la persona y otra su obra, que no por fuerza está
teñida por las peores pasiones de aquélla. Tengo una lista mental de individuos
a los que nunca estrecharía la mano, por lo que sé de ellos, por lo que han
dicho o hecho. Si viviera, no saludaría a Michael Jackson, quizá, pero no me
privo de escuchar sus magníficas canciones. No me abstengo de ver El
pianista o La semilla del diablo, de Polanski, y eso que a él se
lo condenó en un juicio. Rehuiría al antisemita Céline en un hipotético más
allá en el que nos juntáramos todos, pero eso no me obliga a mantener cerrado
su Viaje al fin de la noche. Que Heidegger tuviera tentaciones
nazis me resultaría engorroso si hubiera de tratarlo, pero no por eso voy a
perderme lo que expuso en El ser y el tiempo.
Pero en fin, allá cada cual con sus manías y sus
elecciones. Lo que no es admisible es
que se intente borrar de la faz de la tierra —que se trate de impedir que otros
elijan— la obra de quienes son o fueron “malos ciudadanos”. Llegará un día
en que Amazon se avergonzará de haber secuestrado A Rainy Day in New
York, la última película de Allen, de haberle impuesto la brutal censura de
la inexistencia. No por su contenido, sino por su autoría. Y habrá quienes se
avergüencen de haber prohibido a Spacey y a Jackson sin veredicto. Quizá haya
que esperar a que haga tanto tiempo de ellos como de Baretti, Caravaggio,
Contreras y Marlowe. Esta época tan “virtuosa” se verá entonces, me temo, como
un baldón de intransigencia y precipitada injusticia.
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