Filosofía: Dos artículos. Estoicos/ Universalismo
I)
¿Por qué están de moda los estoicos?
Numerosas novedades editoriales evidencian que el estoicismo está de actualidad, aunque más que un renacer de la filosofía original parece tratarse de una edulcoración adaptada a los tiempos
GREGORIO LURI
Como la realidad nunca cabe en nuestros esquemas conceptuales, el presente siempre nos llega con sorpresas. Culturalmente una de las más sonadas ha sido la del revival editorial del estoicismo en un tiempo que tiene poco de estoico. Como escribo estas líneas en unas fechas, la de Navidad, que parecen empeñadas en confirmar aquel famoso grafiti de Montparnasse que profetizaba que “ Seule religión, la consommation ” [la única religión, el consumo], no puedo por menos que preguntarme por qué en vez de hacernos estoicos nos limitamos a consumir estoicismo o, mejor dicho, aforismos inspiracionales de pensadores de un estoicismo relajado, como Séneca, Epicteto o Marco Aurelio. Que en los tiempos del emotional turn [giro emocional] estos pensadores resulten atractivos nos autoriza a sospechar que lo que tenemos delante es un neoestoicismo motivacional.
Cicerón sabía de qué hablaba cuando negaba que se pudiera ser estoico fragmentariamente, pues si se toca “una sola letra del edificio estoico, todo el conjunto colapsa”. El estoicismo fue la primera filosofía que se entendió a sí misma como un sistema en el que todo está relacionado con todo, de manera que la física, la lógica y la moral forman una red cerrada y autorreferencial de significaciones interdependientes. Para el estoico, la vida filosófica era el encaje, en cada uno de sus actos, de física, lógica y ética. Este encaje sería, a su vez, la expresión de una razón universal en la que coincidirían lo real y lo racional; lo posible y lo deseable; el futuro y el pasado.
El sistema era la verdad compacta que ofrecía seguridad al iniciado. Hoy, sin embargo, sospechamos del sistema precisamente por su clausura. Intuimos, como María Zambrano, “una correlación profunda entre angustia y sistema, como si el sistema fuese la forma de la angustia al querer salir de sí, la forma que toma un pensamiento angustiado al querer afirmarse y establecerse sobre un todo” ( Poesía y metafísica ). Reconozcamos que estamos más cerca de Zambrano que de Zenón, el fundador de la escuela estoica. Por otra parte, si lo real es racional, en el estoicismo no hay lugar para esa queja adictiva que nos acompaña desde el emotional turn . Nada más ajeno a lo woke y a la imperante razón victimológica que una filosofía que niega la existencia de motivos racionales para la tristeza. Dice Séneca que lo peor del triste no es su tristeza, sino la causa de la misma: su estupidez.
Zenón, al enterarse de que todos sus bienes habían desaparecido en un naufragio, concluyó: “La fortuna me manda filosofar con más ligereza”. No somos –nos dice Epicteto– más que actores de un drama “que habrá de transcurrir como el autor lo quiere. Si quiere que representes a un mendigo, procura representarlo con naturalidad. Lo tuyo es esto: representar bien el personaje que se te ha asignado. Pero elegirlo le corresponde a otro”.
El estoicismo clásico. El estoicismo fue la filosofía predominante durante cinco siglos. Se mantuvo vigente desde su fundación por Zenón de Citio (332-262), discípulo del cínico Crates, hasta que el emperador Marco Aurelio (121-180) lo convirtiera en literatura moralizante.
Esta larga historia, como es comprensible, no está exenta ni de debates internos ni de simplificaciones. La más notable es la llevada a cabo por el estoicismo imperial, cuyos principales representantes son Musonio Rufo, Epicteto, Séneca y Marco Aurelio. En Roma la preocupación moral adquiere una clara preponderancia sobre la lógica y la física, traicionando así la concepción orgánica del estoicismo a la que tantos esfuerzos dedicaron los fundadores Zenón, Cleantes y Crisipo. En Marco Aurelio, por ejemplo, el vocabulario es mucho menos técnico que en Crisipo. En Musonio o en Epicteto las referencias a Sócrates son constantes. Séneca no ahorra elogios a Epicuro.
El estoicismo romano carece de ambición teórica y cae con frecuencia en la sentencia y el aforismo, como si quisiera seleccionar de la tradición las palabras más decorativas. No necesita sostener con argumentos sutiles la verdad del sistema. La da por supuesta y se limita a extraer los corolarios pertinentes a cada caso. Por ejemplo, si bien Séneca cita a Cleantes para dar fuerza a su convicción de que “el destino guía a quien lo acepta, pero arrastra a quien le opone resistencia”, apenas deja esbozada la idea. Con la autoridad de la fuente le basta. Es este neoestoicismo el que ha llegado a nuestras librerías, quizás porque, hartos de manuales de autoayuda, de cursillos de crecimiento personal y, en general, de psicología positiva y, al mismo tiempo, incapaces de renunciar a terapias cómodas, hemos encontrado en el neoestoicismo la manera de dotar de un barniz de respetabilidad a nuestra necesidad de consuelo. Acudimos al neoestoicismo como a las ruinas griegas. Todos queremos tener una foto frente al Partenón, pero no podemos hacer del Partenón nuestro hogar. Francisco de Quevedo es más honesto que nosotros cuando, en Nombre, origen, intento, recomendación y descendencia de la doctrina estoica, tras afirmar que ha estudiado esta doctrina, concluye: “No sé si ella ha tenido en mí buen estudiante”.
Nuestro estoicismo de consumo es una filosofía domesticada, carente de nervio y de coraje; es una decoración moral que no nos exige ponernos a prueba y nos preserva de la vida a la intemperie. Pero, precisamente porque el coraje es una de las principales virtudes estoicas, el estoicismo genuino era una constante práctica filosófica de la acción esforzada de uno mismo sobre sí mismo, con una cierta dimensión trágica, puesto que tenía por objeto alcanzar lo que el estoico de a pie sabía que nunca alcanzaría: la sabiduría. Se veía caminando incansablemente hacia un fin inaccesible en una trayectoria asintótica. Por eso mismo la virtud más valiosa es para él la permanente tensión del esfuerzo, incluyendo la voluntad de medir en las dificultades la distancia que lo separa del ideal.
Física, lógica y ética. Para Crisipo no se podía ser estoico sin dominar a fondo la física y, además, sostenía que esta era la culminación de la enseñanza porque introducía en la teología, que era lo realmente importante. Dominar la física significaba entender el funcionamiento básico de la naturaleza a partir de los dos principios constitutivos de todas las cosas: la materia (principio pasivo, amorfo e indeterminado) y el logos (la energía constituyente que actúa sobre la materia dotándola de forma y movimiento). Seguir las manifestaciones constituyentes del logos era seguir las huellas de Dios.
Los estoicos romanos, menos ambiciosos, pasan por esta cuestión de puntillas, como si temieran enfrentarse a los problemas subyacentes a la misma. Epicteto, de manera muy socrática, tiene suficiente con admitir que lo importante para con los dioses es saber “que existen y que gobiernan el universo con perfecta justicia”. Acepta que “la naturaleza tiene que guiarnos” y que “la razón observa la naturaleza y la consulta”, pero se ahorra el esfuerzo de demostrar su relación con los primeros principios.
Para los grandes estoicos, el logos acababa triunfando sobre la materia, pero con su triunfo, su fuerza conformadora se quedaba sin objeto (sin materia que conformar), pero como al estoicismo nada le perturba más que la ociosidad, veía en el momento del triunfo del logos el motivo del reinicio del sistema. La energía no puede esclerotizarse. Todo vuelve a empezar. ¿Pero cómo recomienza la materia si ha sido vencida? Este es un problema central de la filosofía imperial, recogido tanto por los neoplatónicos (Plotino) como por los neopitagóricos (Moderato de Cádiz).
Nosotros, llegados a este punto, podemos preguntarnos si nuestro mundo, imbuido de historicismo, puede aceptar que la historia no es el fundamento de la moral, sino al revés y que, por lo tanto, lo nuevo es solo la última repetición de lo eterno.
Los grandes estoicos buscaron la manera de deducir de lo primero en sí (el ser de la realidad última) lo primero para nosotros (el deber ser). Es esta una cuestión mayor porque la ciencia, que se ocupa de lo primero en sí, sólo se muestra interesada por la verdad, no por la ética. La ética no es una variable de sus teoremas y, desde luego, no es una preocupación de las partículas elementales. La verdad científica, en su lógica, no es hoy una verdad filantrópica. No encontraremos guías morales en las conclusiones de sus silogismos. Sin embargo, parecemos buscar en los aforismos de los estoicos romanos un logos filantrópico que no necesite el soporte de un logos científico sobre la naturaleza. Pero sin la física estoica no hay un estoicismo que merezca cabalmente su nombre.
Ni tan siquiera nuestra lógica es filantrópica. Se limita a construir razonamientos cuya forma los haga necesariamente verdaderos. Le interesa muy poco la materia de esos razonamientos. ¿Qué hacemos con la lógica de los estoicos, que sí es una lógica filantrópica?
El estoicismo que merece su nombre fue una filosofía del lenguaje muy original empeñada en clarificar los elementos y las estructuras del logos que hacían posible la correspondencia del lenguaje, la razón y la divinidad. La correspondencia entre lenguaje y razón era expresión de la correspondencia existente entre lo racional y lo real, lo posible y lo deseable, la ciencia y la moral, y, en última instancia, lo real y lo divino, clave de bóveda de todo el sistema. Si estas correspondencias no se encontraban, la culpa no era de los hechos, sino de nuestras opiniones sobre los hechos. De ahí que el sabio fuera el que con razón recta comprendía que nada hay discordante en el logos. No hay, pues, ética sin lógica. El error es un sesgo perceptivo originado por un equívoco: en lugar de ver las cosas en su dimensión lógico-física, las vemos en su dimensión emocional.
Si el espacio de manifestación del mal es el juicio emocional, resulta comprensible que el ideal estoico sea la apatía, la vida sin pasiones, imperturbable, que da su aquiescencia a todo cuanto le llega del futuro… La terapéutica estoica no pretendía ni regular las pasiones, ni moderarlas, ni gestionarlas de manera inteligente. A lo que aspiraba era a extirparlas por completo para purificar la razón.
En resumen, el estoico actúa de tal manera que en cada una de sus obras se encuentran conjuntados el pensar bien, el hablar bien, el vivir bien y el aceptar bien el destino. Como buen actor, sale al encuentro sereno del papel que le reserva el destino. Está convencido de que si la naturaleza lo ha creado, sería inconsecuente que no le hubiera dotado de medios para distinguir lo que le es apropiado, lo que le es indiferente y lo que le es perjudicial. Pero la naturaleza, consecuente, nos ha creado como los seres más naturales. Somos mucho más naturales que los animales porque estamos más próximos al logos.
Es nuestra misma naturaleza humana la que nos hace objeto de las atenciones de Dios (el destino). Si a veces se muestra riguroso, es debido a que no es un padre sobreprotector; sino un padre diligente. Si nos pone a prueba es para fortalecernos. Quien no ha conocido una adversidad no ha tenido la oportunidad de probarse a sí mismo; no sabe lo que vale. La virtud ambiciona peligros y Dios nos ha creído dignos de experimentar en lo que puede resistir nuestra naturaleza.
En consecuencia, ni los partidarios del animal turn, ni los críticos acervos del humanismo y del antropocentrismo, ni los profetas del transhumano deberían hallarse muy cómodos en el estoicismo.
Coda. Desde que en 1998 Lawrence C. Becker publicó A New Stoicism, el neoestoicismo contemporáneo nos asegura que puede entrenar nuestra memoria de trabajo adaptativa, compensar nuestra vulnerabilidad emocional, mejorar nuestra resiliencia, guiarnos en la búsqueda de un propósito vital, facilitarnos la terapia cognitivo-conductual, proporcionarnos un coaching empresarial estoico, etcétera. Para más información acudan al portal Modern Stoicism (modernstoicism.com).
Conviene recordar que en Roma los filósofos perseguidos y crucificados no fueron los estoicos, sino los cínicos, filósofos de estentórea grandeza, sí, pero los únicos capaces de decirle al rey, cara a cara, que iba desnudo.
A continuación algunos fragmentos de Musonio Rufo, estoico romano del siglo I d.C. que fue maestro de Epicteto
“Si haces algo bueno con fatiga, la fatiga se va, lo bueno se queda; si haces algo vergonzoso con placer, el placer se va, la vergüenza se queda.”
“El maestro, si quiere enseñar de un modo filosóficamente digno, no debe esforzarse por presumir delante de sus discípulos de una gran cantidad de argumentos y demostraciones, sino, más bien, debe hablar de la manera adecuada para cada argumento, de penetrar en el intelecto de los oyentes, de decir cosas que convenzan y no sean fáciles de refutar.”
“Existe una disposición natural en el fondo del alma humana hacia la conducta honesta que es una semilla de virtud puesta en nosotros.”
“El hábito conduce a la capacidad de obrar, mientras que el conocimiento de la teoría conduce a la capacidad de pensar.”
“El hombre que quiere ser virtuoso no solo debe aprender bien las enseñanzas que conducen a la virtud, sino ejercitarse, con empeño y fatiga, en la práctica de esas enseñanzas.”
“La naturaleza humana no es, en modo alguno, la del lobo. Se parece en gran manera a la de la abeja, que no puede vivir sola y, si vive sola, muere.”
“Filosofar no parece ser otra cosa que la búsqueda racional de la correcta manera de actuar.”
“Es imposible vivir bien el día presente si no lo consideramos como el último.”
“Serás digno de respeto si comienzas por respetarte a ti mismo.”
Bibliografía
Marco Aurelio
Meditaciones: El libro que reúne todo el saber del estoicismo
Arpa, 2023
Epicteto
Manual estoico de vida
Rosamerón, 2024
Jorge Freire (Ed.)
Felices como estoicos
Roca, 2024
Gomá, García Gual, Hernández de la Fuente
El estoicismo romano
Arpa, 2024
John Sellars
Lecciones de estoicismo
Taurus, 2001
Donald Robertson
Piensa como un emperador romano
Temas de Hoy, 2024
William Mulligan
Ser un estoico
Paidós, 2024
José María Zamora Calvo
Éticas estoicas
Tecnos, 2023
II)
El universalismo radical como camino de la democracia
El filósofo israelí Omri Boehm propone retomar un universalismo radical que supere los discursos de la identidad. Sus ideas desatascan el bucle infinito en que la discusión política lleva atascada desde hace por lo menos veinte años.
Sergio del Molino
@sergiodelmolino
https://ethic.es/universalismo-radical-camino-democracia
Amigos, amigas: la polarización ha muerto. La vamos a echar muchísimo de menos. Pronto recordaremos los tiempos en que nos tirábamos los ladrillos a la cabeza. Pensaremos en palabras como woke, pijoprogre, zurdo, cipotudo o rojipardo (algunas ya tan viejunas como el adjetivo viejuno) y una sonrisa de nostalgia nos embellecerá el gesto. Ay, qué tiempos aquellos, sobre todo para los moderaditos y equidistantes que veíamos llover los tiestos desde las dos aceras de la calle. Qué años tan bonitos, los felices veinte y los no menos dichosos diez, cuando cualquier chorrada podía ser un escándalo, quemar las redes, ofender a los ofendiditos y encender las pantallas de los iPhone como si fueran teas y antorchas prestas para quemar herejes. Recordaremos aquellos polvos inofensivos y los echaremos de menos cuando vivamos enterrados hasta las cejas en el lodo. Qué hermoso era discutir por memeces. Los más cursis recitarán aquello de Gil de Biedma de que la vida iba en serio. Éramos felices y no lo sabíamos, como antes de la pandemia.
Las amenazas que han emergido en este 2025 son tan siniestras que ya no importan las guerrillas culturales de ayer. Nos jugamos la democracia misma, el terreno de juego donde discutíamos. Todo lo que los unos y los otros se echaban en cara ha sido superado por una barbarie poderosa y siniestra: para quienes, como Pablo Iglesias el Chico, vimos muchas series en el siglo XXI, lo que ha sucedido este año se parece a cuando en Perdidos conocen a los otros o el ejército de los muertos cruza el muro de hielo en Juego de tronos. Estamos en otra cosa, necesitamos otras palabras, otras formas de discutir, otras reglas. Las que teníamos dejaron de valer hace un tiempo.
Si de verdad queremos salir del bucle de la polarización, si de verdad creemos que los demócratas tienen que encontrar un territorio común, necesitamos superar la dialéctica de partido de tenis que ha marcado el pseudodebate político de los últimos años. Yo he encontrado una ranura de luz en la obra de un filósofo israelí llamado Omri Boehm, que propone retomar un universalismo radical que supere los discursos de la identidad. Así se llama su único libro traducido al español, Universalismo radical: más allá de la identidad, recién publicado y que recomiendo con la mano en el corazón.
Dice Boehm que tanto la nueva izquierda (que, en su libro, se llama liberal, en traducción un tanto confusa de la nomenclatura ideológica norteamericana) como la nueva derecha se basan en la defensa de la identidad. De las minorías o de valores tradicionales. Del feminismo o de la patria. En el fondo, viene a decir, son esquemas mentales idénticos que, al enfrentarse, se excluyen mutuamente. No es posible llegar a una síntesis ni a un acuerdo: la victoria de uno implica la aniquilación del otro. Toda identidad niega por definición las identidades antagónicas. La aspiración de un mundo fraterno, igual y libre reclama pensar de otra forma, abandonar el marco de las identidades y abrazar el universalismo, lo cual exige una evaluación de la propia generosidad: ¿hasta dónde estamos dispuestos a ceder y a perder en beneficio de todos? ¿A qué parte de nosotros vamos a renunciar?
Dice Boehm que tanto la nueva izquierda como la nueva derecha se basan en la defensa de la identidad
No es una lectura fácil. Absténganse los que necesitan recetas y consignas para gritar en la calle. Aquí no hay soluciones ni ideologías cómodas que expliquen el mundo en dos líneas y señalen a los malos. Esto va de atreverse a pensar. Sapere aude, que decía Kant.
A Kant remite Boehm, precisamente. Y a la Biblia y a la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Son las tres fuentes sagradas que inspiran este libro. Y el adjetivo sagrado no está usado a la ligera.
Situémonos en el ring progresista de Estados Unidos, fácilmente extrapolable al de cualquier país europeo. Como Boehm es profesor universitario, el contexto del que habla tiene más que ver con las peleas de los campus que con las que suceden en la prensa o en los parlamentos. En una esquina, lo que se llama genéricamente lo woke. En la otra, los progresistas clásicos, que se consideran hijos de la Ilustración y del movimiento obrero. El Mayo del 68 contra la izquierda tradicional, de una manera muy amplia: los que creen en minorías y los que creen que la ciudadanía es una condición universal que no admite particularismos. Antiilustrados contra ilustrados.
En principio, Boehm parece un militante de estos últimos, pero nos cuenta que ambos están equivocados y que los universalistas no lo son en realidad. Los llama falsos. Creen que defienden una razón universal, pero son parte del problema, porque desde su posición central en la sociedad, ignoran a los que viven excluidos de ella. Es decir: sus críticos identitarios tienen parte de razón. Cuando desde el feminismo o desde los movimientos afroamericanos o etnicistas, los académicos culpan a la filosofía ilustrada de haber engendrado un sistema que propicia la explotación y la violencia, aciertan. Y cuando los falsos universalistas dicen que los identitarios rompen la democracia al sectorializar las luchas, aciertan también. Pero no importa, porque, en el fondo, ambos yerran.
La causa de ese error está en que ambos, identitarios y falsos universalistas, coinciden en que la política está por encima de la filosofía. Es decir, que las normas de la sociedad son convenciones adoptadas por consenso o mayoría. No hay verdades absolutas o evidentes en sí mismas, tan solo leyes tan provisionales como cualquier otra obra humana. Las constituciones, los ordenamientos legales, las instituciones y la justicia misma son acuerdos cuya legitimidad reside en que la mayoría los impone o los acepta. Por tanto, otra mayoría puede rescindirlos.
Lo que propone Boehm es someter a la humanidad a un tipo de justicia externa, independiente de los acuerdos humanos. Aceptar que hay una verdad, algo que está por encima de los contratos sociales. Si la dignidad humana depende de las leyes humanas, nunca estará garantizada. Siempre habrá quien pueda quebrarla, siempre habrá quien pueda reinstaurar la esclavitud. La democracia no garantiza la libertad: basta que una mayoría prefiera la tiranía para que esta se imponga. Necesitamos aceptar que hay cosas que están mal y que nadie tiene derecho a hacerlas, aunque pueda y la mayoría esté dispuesta a permitírselo.
Es necesario recuperar el concepto de humanidad que formuló Kant
Para conseguir eso, dice Boehm (siempre sigo su pensamiento, que resumo mucho), es necesario recuperar el concepto de humanidad que formuló Kant. La humanidad no es el conjunto de seres humanos que habitan el planeta. La humanidad no es algo concreto y contable, sino un concepto abstracto. Si consideramos que la humanidad es un ente ideal, una constante que no entiende de razas, pueblos, idiomas, clases ni divisiones de ningún tipo, se convierte en un concepto sagrado, y solo así, desde esa consideración absoluta, puede hablarse de dignidad y de derechos inviolables.
Los lectores más despiertos ya habrán adivinado que Omri Boehm propone algo que la filosofía racional considera escandaloso e inaceptable: utilizar el pensamiento religioso, recuperar categorías teológicas de la tradición bíblica. Es algo que ya propuso Jürgen Habermas, el padre del patriotismo constitucional, en unas conferencias en 2008. Esta es la parte más compleja y más difícil de resumir del pensamiento de Boehm, y también la más estimulante. No se trata de volver a la religión, sino de comprender que hay aspectos del monoteísmo bíblico que pueden ayudar a aquilatar ese concepto abstracto de humanidad que impediría a los Trump y a los locos de hoy comportarse como se comportan.
No tengo espacio para explicar esto como debiera, pero invito a quien esté interesado a estudiar el análisis que Boehm hace del episodio bíblico de la atadura de Abraham y su exégesis. En síntesis, habla de desobedecer a Dios. Al sacrificar un carnero en vez de a su hijo Isaac, Abraham le dice a Dios que hay una justicia que está por encima de él, que no hay juez o gobernante tan poderoso como para imponer un mandato radicalmente injusto, como pedirle a un padre que mate a su hijo. Esta enseñanza, ampliamente discutida en la tradición exégeta, estaría en el corazón del universalismo radical que esboza Boehm.
Las ideas de Boehm son estimulantes, polémicas, ricas y audaces, pero lo importante es que plantean el principio de una discusión. No ofrecen un sistema cerrado ni una solución a nada. Hacen algo mucho mejor: desatascan el bucle infinito en que la discusión política lleva atascada desde hace por lo menos veinte años. Iluminan con otra luz y otras fuentes problemas viejos e indigestos, y permiten avanzar hacia un horizonte discursivo donde podemos encontrarnos quienes creemos en los valores de la igualdad, la libertad y la fraternidad. Es un buen punto de partida. Si están tan hartos como yo de las peleítas de cada día y creen que la situación desesperada en la que nos estamos metiendo requiere pensamientos atrevidos, Omri Boehm es su filósofo.
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