"Europatriotismo". Javier Cercas/ R. Amón
Dos artículos para el debate
I)
Nuestra patria es Europa
- JAVIER CERCAS
https://lectura.kioskoymas.com/article/281582361408047
No asisto a manifestaciones. Tengo fobia a las multitudes. Pero a la manifestación de ayer en Roma asistiría; mejor dicho: asistí, aunque solo sea con un vídeo mandado por móvil. El único problema de esa manifestación es que solo ha sido italiana; debería haber sido europea: debería haber sido descomunal y haberse celebrado en todas las capitales de Europa. Todavía estamos a tiempo de organizar manifestaciones con una bandera única y un solo lema: “Aquí se hace Europa o se muere”.
El 22 de febrero pasado, el periodista italiano Michele Serra publicó en La Repubblica un artículo donde se preguntaba si no sería bueno organizar una gran manifestación de ciudadanos europeos en favor de Europa, de su unidad y su libertad. Una manifestación con una bandera única: la bandera de Europa. Una manifestación con un único lema sin paños calientes: “Aquí se hace Europa o se muere”. La manifestación se celebró ayer, 15 de marzo, en la Piazza del Popolo de Roma. No asisto a manifestaciones. Tengo fobia a las multitudes; no sé por qué: debería consultarlo con mi psicoanalista. La única manifestación a la que recuerdo haber asistido en mi vida fue la que se convocó en toda España contra los atentados islamistas de Madrid, en 2004, y fue porque mi padre, que ya casi no podía valerse por sí mismo, me pidió que lo acompañara.
Pero a la manifestación de Roma asistiría; mejor dicho: asistí, aunque solo sea con un vídeo mandado por móvil. El único problema de esa manifestación es que solo ha sido italiana; debería haber sido europea: debería haber sido descomunal y haberse celebrado en todas las capitales de Europa. Todavía estamos a tiempo. No tengo ni idea de cómo se organiza una manifestación, no digamos una manifestación en toda Europa, ni siquiera sé si podría de verdad organizarse. ¿Podría? ¿Alguien sabría hacerlo? Ni idea. Lo único que sé es que es necesaria.
A Europa le ha llegado la hora de la verdad. Lo he dicho muchas veces: la Europa unida es la única utopía razonable que hemos inventado los europeos. Utopías atroces —paraísos teóricos convertidos en infiernos reales— hemos inventado unas cuantas; utopías razonables, en cambio, solo esa. No uso la palabra utopía en su sentido etimológico —“No hay tal lugar”, traducía del griego Quevedo—, sino en su sentido, hoy mucho más común, de proyecto deseable, ideal, aunque de difícil realización. Nadie ha dicho que la construcción de una Europa unida sea tarea fácil; lo que sí sabemos es que ese proyecto es el único que puede garantizar la paz, la prosperidad y la democracia en Europa, y lo sabemos porque lo hemos comprobado durante los últimos 80 años. Y es la Europa unida —un proyecto político inédito en la historia, verdaderamente revolucionario, el gran proyecto político del siglo XXI— lo que está en peligro ahora. Los europeos de hoy vivimos atrapados entre Vladímir Putin y Donald Trump, entre un autócrata y un aspirante a autócrata, dos matones o dos gánsteres que solo entienden el lenguaje de la extorsión y solo acatan la ley del más fuerte, y que de ninguna manera quieren una Europa unida, porque no les gusta la democracia y porque saben que Europa es el gran bastión de la democracia en el mundo; también porque intuyen que, si Europa se uniera de verdad, sería un competidor imbatible para ellos: de ahí que hagan todo lo posible por desarticularla.
Así que ahora mismo, en Europa, están en peligro la paz, la prosperidad y la democracia; es decir: todo aquello que el proyecto de la Europa unida ha conseguido durante los últimos 80 años. Quien no lo vea es porque está ciego. Por eso sería como mínimo conveniente que los europeos —y no solo los italianos— saliéramos a la calle para decir algunas cosas que quizá vale la pena decir. Por ejemplo:
Que somos europeos, que queremos seguir siendo europeos y queremos seguir viviendo como europeos. Que sabemos que lo que nos une es mucho más que lo que nos separa, y mucho más importante. Que tenemos historias distintas, pero también una historia común y una herencia compartida: nos guste o no, todos venimos de Atenas y Jerusalén, de Sócrates y Jesucristo. Que tenemos lenguas distintas, pero un solo corazón. Que la Europa unida ya no es un proyecto de élites, como lo fue en un principio, un proyecto concebido por un puñado de valientes visionarios que, al final de la II Guerra Mundial, horrorizados por la carnicería indescriptible que acababan de presenciar, sintieron que una Europa unida era la única forma de que los europeos dejáramos de una puñetera vez de matarnos entre nosotros, como llevábamos mil años haciendo; no: ahora el proyecto de la Europa unida es un proyecto popular, porque los europeos hemos aprendido que en él nos va literalmente la vida y que de él depende la paz, la prosperidad y la democracia en el continente.
Habría que decir que Europa no es “un consorcio”, como lo llama Trump, sino “un proyecto sugestivo de vida en común”, por reciclar las manoseadas palabras de Ortega, y que, si tenemos que elegir una patria —aparte de la patria chica, que es la única patria de verdad—, nuestra patria no es España ni Italia ni Francia ni ninguna de las viejas naciones europeas: nuestra patria es Europa, una Europa unida que no puede construirse contra ninguna nación ni contra ningún sentimiento nacional, sino que debe respetarlos todos, integrándolos y trascendiéndolos. Y decir también que queremos una Europa unida de verdad, una Europa federal, capaz de combinar la unidad política con la diversidad lingüística, cultural e identitaria. Que queremos vivir en paz y que, precisamente por eso, estamos dispuestos a defender Europa. Que, si hay que hacer sacrificios por Europa, los haremos. Que no queremos ver la violencia ni en pintura, pero que no somos unos pusilánimes y no nos vamos a dejar amilanar por los matones y los gánsteres. Que no tenemos miedo. Que no permitiremos que trituren a los ucranianos, entre otras razones porque sabemos que, si lo permitimos, los próximos en ser triturados seremos nosotros.
Que, sobra decirlo, no tenemos nada contra los rusos y los estadounidenses, pero les rogamos, si hace falta de rodillas y sollozando, que hagan el favor de librarse cuanto antes del par de perturbados que los gobiernan. Que no queremos seguir dependiendo de Estados Unidos, que de ninguna manera queremos seguir siendo un protectorado estadounidense, que no podemos estar al albur de lo que voten cada año los norteamericanos, a ver si la próxima vez tenemos suerte y no votan a un indeseable. Que no debemos depender de nadie. Que, si nos unimos de verdad, podemos no depender de nadie. Que somos más fuertes de lo que creemos: que tenemos el primer mercado del mundo y usamos la segunda moneda del mundo y somos la tercera economía del mundo. Que somos fuertes, pero no creemos en el derecho de la fuerza: solo creemos en la fuerza del derecho. Que, si los europeos nos unimos de verdad y tenemos visión histórica y ambición política, el siglo XXI puede ser el de la Europa unida y, por nuestro bien y el del resto del mundo, debería serlo. Y que, aunque la Europa actual no nos satisface y queremos una Europa más justa, más equitativa, más libre, más próspera, más abierta al mundo y más solidaria con quienes más lo necesitan, sabemos que esa Europa solo la podemos conseguir unidos.
Para decir este tipo de cosas —y algunas más— podría convocarse una manifestación de europeos por Europa, en todas las capitales de Europa. ¿Hay alguien capaz de organizar una cosa así? Si lo hay, que se ponga; que se ponga las pilas, quiero decir. Lo necesitamos con urgencia. Necesitamos una manifestación descomunal, que le diga alto y claro al mundo que, aunque Europa está amenazada, los europeos no nos vamos a rendir. Que estamos juntos en esto. Que nuestra democracia nos importa. Que nos importan nuestras libertades. Que no vamos a dejar el mundo en manos de un par de gánsteres. Y así sucesivamente. Ojalá lo de hoy en Roma sea solo el principio. Ojalá prenda la mecha. La hora de Europa ha llegado. A la mierda mi psicoanalista: nos vemos en la manifestación. Avanti popolo!
II)
Sentirse profundamente europatriota
Es del todo casual nacer donde nacemos y del todo pretencioso e irresponsable fomentar la dimensión nativista de semejante accidente.
Rubén Amón
https://ethic.es/sentirse-profundamente-europatriota
No solo he comprado en Amazon una bandera de la Unión Europea. La he colocado en mi escritorio como un exorcismo doméstico a la conmoción del trumpismo, como un freno a la estupefacción que se deriva de habernos soltado al dóberman de Putin para sabotear el proyecto comunitario.
La traición del magnate americano desmiente un relato común y un modelo de sociedad compartida. No solo en los marcos institucionales, la OTAN entre ellos, sino en la afinidad hacia las sociedades abiertas, los derechos humanos y laborales, las causas de las minorías, la sensibilidad medioambiental, el progreso del feminismo, la tolerancia hacia los extranjeros, las obligaciones con el estado de Derecho.
Trata de trivializarse la causa de Europa en su relación anestésica con el bienestar, pero la debilidad del continente se explica en la vulnerabilidad misma de las democracias reales. Porque existe la libertad de prensa. Porque se garantiza la separación de poderes. Y porque hemos construido un espacio supranacional de garantías y de cesión de soberanía cuyas inercias benefactoras han corregido la dialéctica fundacional de la guerra.
Hemos construido un espacio supranacional de garantías y de cesión de soberanía cuyas inercias benefactoras han corregido la dialéctica fundacional de la guerra
Y no es del todo cierto que Europa haya observado un periodo ejemplar de paz desde la II Guerra Mundial, pero la masacre identitaria del conflicto balcánico en los años noventa sirvió de recordatorio al peligro del nacionalismo. Reaparecía el fantasma de Sarajevo. Prorrumpía una matanza étnica, arcaica, como si hubieran despertado los cadáveres entre las amapolas. Tiene sentido evocar el poema del oficial John McCrae, víctima él mismo del abismo de la Gran Guerra. Y canadiense. Porque la dignidad de Europa frente al nazismo era la causa extrema de toda la Humanidad: «Contra el enemigo proseguid nuestra lucha. / Tomad la antorcha que os arrojan nuestras manos exangües. / Mantenedla bien en alto. / Si faltáis a la fe de nosotros los muertos, / jamás descansaremos, / aunque florezcan / en los campos de Flandes, / las amapolas».
Las botas de Trump han pisoteado las flores. Ha faltado el sucesor de Biden a las obligaciones con el relato común, pero la profanación también ha estimulado el fervor del europeísmo en la dimensión identitaria más noble. Y no se trata de parecer ingenuos, sino de apreciar en su magnitud la relevancia de la «meta-patria», el lugar que subordina la pulsión fraticida al proyecto incluyente, la geografía ética que abjura de la raza y la diferencia.
Es del todo casual nacer donde nacemos y del todo pretencioso e irresponsable fomentar la dimensión nativista de semejante accidente o semejante accidentalidad. Sentirse muy español reviste el mismo mérito que sentirse lituano o esloveno. Por esa misma razón resulta peligroso confundir la idea legítima de la patria con la degeneración emocional del patrioterismo.
Me acuerdo de Amin Maalouf, convoco la idoneidad de un ensayo sobre la «identidad» que recelaba de la acepción más restrictiva en beneficio de la más extensiva. Sabía de lo que hablaba el escritor franco-libanés en la propia extravagancia de sus orígenes. Lengua materna árabe, ancestros egipcios, religión cristiana maronita, francófono, influencia jesuita, afinidades judías, residencia parisina, y ciudadano de la Europa sin fronteras.
Maalouf nos habla de la identidad como una suma, no como una resta. La concepción de una aleación multivitaminada nos permite comprender el mundo desde la complejidad y desde la tolerancia. Pensaba lo mismo Todorov cuando hablaba de la alteridad. No se trata de definir una frontera mental, psicológica o geográfica, sino se atravesarlas. Y de apreciar hasta qué punto reviste importancia la oportunidad de la Unión Europea.
No porque debamos renunciar a unos orígenes ni a una cultura, sino porque los «exponemos» a un proyecto común que tanto alivia el peso insoportable de la identidad fanática como enfatiza el cosmopolitismo. Circulamos sin fronteras en el continente que se ha desangrado por ellas. Compartimos la misma moneda. Y hasta el programa Erasmus vertebra la noción de una promiscuidad cultural (y no solo) que dilata la óptica y la mente.
Me siento europatriota. Y formo parte de una generación que ha llegado a tiempo de conocer el Muro de Berlín. Que ha vivido la solidaridad de Europa a la plena integración de España. Y que conserva en las entrañas la imagen de Mitterrand y de Helmut Kohl dándose la mano como escolares en el abismo de Verdún, allí donde no crecieron siquiera las amapolas.
Ha liberado Trump a Putin de sus cadenas. Ha roto el eje de Occidente. Porque Occidente no identifica una toponimia, sino una idea de las libertades y de los principios que observamos en Japón y en Canadá, en Australia y en Noruega, en Corea del Sur y en Chile.
La mejor noticia de la ferocidad de Trump consiste en haber estimulado la idiosincrasia dormida del continente
Es la oportunidad de construir un mundo alternativo, no solo en la coincidencia de valores y en la reivindicación de las sociedades abiertas, sino también en sus connotaciones económicas y defensivas. La mejor noticia de la ferocidad de Trump consiste en haber estimulado la idiosincrasia dormida del continente. Empezando por el camino de vuelta a casa que ha emprendido Reino Unido de la mano de Keir Starmer.
Ya sabemos que la sensibilidad a la democracia contraindica la competencia entre iguales frente a la tiranía de Putin y el capitacomunismo de China. Y estamos aprendiendo a viajar sin el viento de cola que nos proporcionaba Estados Unidos. Envejecemos los europeos. Hemos subestimado el acontecimiento de la paz y el bienestar. Hemos pervertido nuestra decencia entronizando las satrapías árabes. Y no hemos dado respuesta a los problemas de integración, seguridad ni fluidez migratoria.
Es en Europa donde las fuerzas eurófobas vampirizan las propias libertades, pero la proliferación de enemigos interiores, la insolencia de la ultraderecha y el veneno del nacionalismo no justifican el desánimo ni la capitulación.
Somos Atenas frente al imperio persa. La razón frente al oscurantismo. El derecho frente al abuso de las democracias imitativas. Y tenemos una obligación con el teniente McCrae y con todos los muertos que piden descanso eterno en las entrañas de los campos de Flandes.
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