¿Cómo es hoy el fascismo? 1ª parte. D. Trilling

El tema absolutamente actual del fascismo y los riesgos a los que está sometida la sociedad actual, se exponen con profundidad y claridad en el artículo de Daniel Trilling. Dada su longitud reproduciré el mismo en Sinapsis en dos partes. A continuación la primera parte. En el número siguiente  compartiremos la segunda parte.



¿Esto es fascismo?


Daniel Trilling


Publicado en NUEVA SOCIEDAD




El libro Disaster Nationalism, de Richard Seymour, plantea que no solo hay que centrar el foco en los líderes carismáticos ultras, sino en un estado de ánimo más amplio, en un caldero hirviente que mezcla fantasía apocalíptica, resentimiento nacionalista y exceso libidinal. ¿Cómo comprender este fenómeno? ¿Qué fuerzas podrían hacerle frente? ¿Hasta qué punto sirve pensar todos estos fenómenos bajo la etiqueta de «fascismo»?

https://nuso.org/articulo/318-esto-es-fascismo/


Una manera de pensar el fascismo es verlo como un fenómeno históricamente específico: un movimiento de masas reaccionario producido por el caos económico y social que envolvió a Europa tras la Primera Guerra Mundial. El fascismo prometía el renacimiento nacional mediante una violenta limpieza de los enemigos internos y la guerra de conquista; lograr esto requería el consentimiento público para la destrucción de la democracia. Donde el fascismo se afianzó, creció rápidamente más allá de sus bases entre las frustradas capas bajas de la clase media, atrayendo el apoyo de «los políticamente desamparados (...) los socialmente desarraigados, los desposeídos y los decepcionados», como lo expresó la comunista alemana Clara Zetkin1. Sus seguidores se organizaron en partidos con alas paramilitares uniformadas. Operaron en el marco de lo que el historiador Robert O. Paxton llamó una «colaboración incómoda, aunque eficaz» con las elites tradicionales, que querían mantener el orden y aplastar a la izquierda. El fascismo, desde esta perspectiva, nació de condiciones sociales particulares que probablemente no se repitan de la misma forma.

La otra manera de pensar el fascismo es como una presencia constante. Algunos lo ven como una expresión de una tendencia humana a la dominación. «Una vez que se decide que una minoría vulnerable puede sacrificarse», escribió Judith Butler recientemente respecto de los derechos trans, «se está operando dentro de la lógica fascista»2. Otros lo ven como una característica inherente a las sociedades injustas y opresivas. El fascismo, escribió Langston Hughes en 1936, es un nuevo nombre para ese tipo de terror que el negro siempre ha enfrentado en Estados Unidos3. Aimé Césaire sostenía que el fascismo de entreguerras era el resultado de un «tremendo efecto búmeran»: toda la brutalidad del imperialismo europeo –que había deshumanizado al colonizador tanto como al colonizado– había llegado al continente propio4. Muchos historiadores y politólogos han descripto la apelación del fascismo a las emociones. Paxton las llamó sus «pasiones movilizadoras»: una sensación de crisis abrumadora y de victimismo, un miedo a la decadencia del propio grupo, un ansia de pureza y autoridad, una glorificación de la violencia5. De acuerdo con Umberto Eco, que creció en la Italia de Benito Mussolini, el fascismo podía regresar bajo «las apariencias más inocentes» porque todos somos vulnerables a su tracción emocional6.

¿De qué sirve comparar el resurgimiento actual del nacionalismo con el fascismo? Habitualmente describimos a los nacionalistas de derecha de la actualidad como de «ultraderecha», pero esto no necesariamente significa que sean fascistas. El politólogo Cas Mudde divide a la ultraderecha en dos grupos: la extrema derecha, que rechaza la democracia de cuajo, y la derecha radical, que es hostil a la democracia liberal7. Los movimientos fascistas en el sentido histórico pertenecen a la extrema derecha. Todavía existen, si bien en gran medida en los márgenes: el más exitoso en lo que va de este siglo ha sido Amanecer Dorado, que montó una campaña de intimidación racista y asesinato después de la crisis financiera de 2008 y por un breve lapso se convirtió en el tercer partido más grande de Grecia. Más importante es hoy, al menos en las democracias liberales, la derecha radical, que está suplantando a los movimientos conservadores tradicionales. Donald Trump, Narendra Modi, Giorgia Meloni, Viktor Orbán, Javier Milei, Jair Bolsonaro y Rodrigo Duterte8, así como los muchos partidos de ultraderecha con una representación significativa en los parlamentos de Europa, Israel y otros sitios, todos pertenecen a la derecha radical.

El fascismo del siglo xx parece tener poco en común con los principales movimientos de ultraderecha de la actualidad. Estos grupos comparten un estilo político –el populismo– que pretende ser más democrático que el de sus oponentes. Los populistas, ya sean de derecha o de izquierda, se describen a sí mismos como auténticos representantes del «pueblo», en contraste con las corruptas elites gobernantes. Los populistas de ultraderecha buscan redefinir al «pueblo» según estrechos lineamientos nacionales, étnicos o religiosos. Les gustan las elecciones (siempre y cuando ganen), pero les desagradan las partes del sistema que escrutan o restringen su poder –los tribunales y los medios independientes, los organismos intergubernamentales–. A diferencia del fascismo de entreguerras, el populismo de ultraderecha no busca poner a la sociedad bajo el control total del Estado. Algunos populistas de ultraderecha, como Nigel Farage, sostienen incluso que son libertarios. En general, el populismo de ultraderecha no comparte los objetivos de expansionismo territorial del fascismo de entreguerras, pese a las bravuconadas de Trump contra Canadá y Groenlandia; de hecho, si algo une los programas populistas de ultraderecha, es el llamado a un repliegue dentro de las fronteras, ya sean políticas, culturales o económicas.

La segunda forma de pensar el fascismo puede parecer más útil. Algunos populistas de ultraderecha no se han contentado con mostrar hostilidad hacia las instituciones democráticas liberales, sino que se han propuesto desmantelarlas. Bajo el liderazgo clientelista de Viktor Orbán en Hungría, el Poder Judicial y los medios han sido neutralizados, mientras que Trump está intentando en su segundo mandato debilitar las funciones del Estado incumpliendo deliberadamente la ley. Los movimientos populistas de ultraderecha se construyen a menudo alrededor de demagogos proclives a las teorías de la conspiración que prometen quitar derechos a los grupos minoritarios, y cuyos partidarios intercambian bromas y memes sobre el fascismo (¿es un saludo nazi ese brazo extendido, o está tratando de alcanzar las estrellas?). La violencia de derecha se ha vuelto más frecuente, y los incidentes más extremos son protagonizados por «lobos solitarios» (capaces de provocar masacres), por grupos de milicianos o turbas. Algunos populistas de ultraderecha han buscado sacar partido de estos impulsos: tanto Bolsonaro como Trump alentaron a sus seguidores a tratar de revertir los resultados de las elecciones presidenciales cuando fueron derrotados, aunque al fin ambos se echaron atrás. El nacionalista Partido Popular Indio (bjp, por sus siglas en hindi) de Narendra Modi tiene vínculos con un movimiento paramilitar, la Asociación de Voluntarios Nacionales (rss).

Pero incluso si un movimiento político comparte una o más características con el fascismo –el uso de la retórica y la propaganda por parte del líder, por ejemplo–, eso no necesariamente significa que el movimiento sea fascista. ¿Alguien realmente cree que Farage pretende convertir Gran Bretaña en una dictadura? La acusación puede ser una forma de enmascarar las fallas de nuestros sistemas políticos, de las que surgió el populismo de ultraderecha. Madeleine Albright, ex-secretaria de Estado de Bill Clinton, lamentó las consecuencias de una presidencia de Trump para el liderazgo mundial estadounidense en Fascismo. Una advertencia (2018), parte de la avalancha de libros de este tipo que siguieron a las sorpresivas victorias populistas de 2016, sin tener en cuenta la razón por la que el mensaje ostensiblemente antibelicista de Trump había atraído a tantos estadounidenses. Invocar el fascismo también puede dificultar nuestra comprensión de lo que realmente está pasando. Trump, por ejemplo, quiere abolir la ciudadanía por derecho de nacimiento en eeuu. Margaret Thatcher lo hizo en Gran Bretaña hace 40 años. ¿Son ambas decisiones fascistas o ninguna lo es? ¿O hay algo cualitativamente diferente en las acciones de Trump? ¿Importa siquiera que tengamos una respuesta a la pregunta de si «esto es fascismo»? 

Sí, realmente importa. Como sostiene el historiador Ian Kershaw, tratar de definir el fascismo es «como tratar de clavar gelatina en la pared»9, aunque, a pesar de lo escurridizo del término, «fascismo» describe una fuerza destructiva única en la política, para la cual no tenemos una palabra mejor. A diferencia de otras formas de autoritarismo, como las dictaduras militares, si no se lo controla, no solo es asesino, sino también suicida. El fascismo de entreguerras involucró a millones de personas en el esfuerzo de purificar las comunidades nacionales, iniciando una espiral de violencia que condujo a la guerra, el genocidio y la autoinmolación. Su potencial devastador se basaba en la promesa paradójica de una revolución llevada a cabo en defensa de la jerarquía. 

Como remarcó Paxton, esto llevó o bien a la entropía, ya que el movimiento no lograba cumplir su cometido, o a una creciente radicalización, ya que los líderes se apresuraban a satisfacer las expectativas de sus seguidores. (Contrariamente a la mayoría de los gobiernos, como señala el historiador David Renton, los partidos fascistas en Italia y Alemania se radicalizaron una vez en el poder10). El fascismo implica una forma de comportamiento colectivo que parece inexplicable. En el periodo entreguerras, muchos tardaron en reconocer el peligro que presentaba, viéndolo tan solo como una herramienta de opresión de la clase gobernante o producto de la irracionalidad de las masas, en lugar de una fuerza con una lógica y una vida propias. Hoy, «fascismo» es útil como concepto político únicamente en tanto y en cuanto nos permite detectar su potencial destructivo antes de que se revele en su totalidad. Como escribió Primo Levi, «Ocurrió. En consecuencia, puede volver a ocurrir»11.

¿Estamos, como sugiere Richard Seymour, «en los albores de un nuevo fascismo»? En Disaster Nationalism [Nacionalismo del desastre]12, Seymour sostiene que hemos tratado de entender a la nueva ultraderecha mirando en los lugares equivocados. Los partidos y las plataformas políticas o las personalidades de los «hombres fuertes» solo pueden tienen un poder explicativo parcial. Lo que más importa es el estado de ánimo particular que impregna tanto los márgenes extremistas como la corriente política dominante. «La nueva ultraderecha está fascinada por las imágenes de desastre», escribe Seymour. Los populistas de ultraderecha prometen defender al pueblo de las «invasiones» de migrantes y de los traidores del «Estado profundo». Los conspiracionistas persiguen a camarillas de pedófilos satanistas, en tanto los asesinos múltiples creen que con sus disparos están resistiendo al dominio musulmán, o la influencia judía, o a las mujeres que han menoscabado su virilidad. 

Una gran cantidad de personas contribuye al pánico moral hacia minorías religiosas, étnicas y sexuales o el activismo de izquierda; unos pocos incluso toman cartas en el asunto en estallidos de violencia al estilo pogromo. Estos tipos de comportamiento, según el punto de vista de Seymour, son evidencia de la mezcla de emociones reaccionarias y rebeldes propias del fascismo; una nueva versión de las pasiones movilizadoras identificadas por Paxton. Se disparan mediante un «deseo apocalíptico» –un temor a una catástrofe inmediata, combinado con el impulso contradictorio de arrojarse al abismo– y revelan una «ambivalencia generalizada hacia la civilización (...) un deseo oculto de que se derrumbe».

«Nacionalismo del desastre» es la expresión acuñada por Seymour para la manifestación política de estos sentimientos. Surge de la «profunda infelicidad acumulada en la era del apogeo del liberalismo» y ofrece a los afligidos una variedad de enemigos cuya derrota restaurará «los consuelos tradicionales de familia, raza, religión y nacionalidad». Llamativamente, tiende a ignorar la auténtica catástrofe que tenemos a la vista, el cambio climático inducido por el ser humano; los populistas de ultraderecha están atrapados entre la negación absoluta del calentamiento global y un deseo perverso y jubiloso de provocarlo. Las figuras del nacionalismo del desastre, más que a los políticos tradicionales, se parecen a las celebridades, impulsados por una oleada de emociones violentas cuya propagación facilitó internet. 

El fascismo de entreguerras requirió que partidos de masas establecieran una dialéctica funesta entre el líder y la multitud; ahora desempeñan esa función las plataformas de redes sociales. Los emprendedores políticos, desde líderes populistas hasta influencers de ultraderecha, se involucran en «permanentes campañas algorítmicas», dirigiendo el enojo y el sadismo de sus seguidores hacia sus adversarios. Bolsonaro tenía un Gabinete do Ódio, un grupo de asesores que planeaban su estrategia en las redes sociales; Modi premia a sus seguidores más virulentos en x siguiéndolos a su vez de manera discreta; Trump es una «granja de trolls unipersonal»13. Y cuando la violencia retórica se derrama sobre la vida real, esto ya no conlleva el fin de una carrera política.


Este es un típico planteo de Seymour: ambicioso, perspicaz y polémico. Durante los últimos 20 años, el escritor nacido en Irlanda del Norte ha construido una base de seguidores entre la izquierda angloparlante en su condición de outsider intelectual. Surgió de la red de blogueros de mediados de la década de 2000, que también incluía a Mark Fisher, Nina Power y Owen Hatherley. Sus intereses diferían, pero compartían el compromiso de desafiar lo que veían como el consenso político y cultural estupidizante de los años del auge neoliberal –lo que Fisher llamó la era del «realismo capitalista»14–, así como la idea de una escritura pública que fuera comprometida, polémica y que no subestimara a sus lectores. Seymour siempre fue el más abiertamente político: primero, como un cáustico oponente de la guerra contra el terror y sus partidarios (uno de sus primeros libros llevaba el subtítulo The Trial of Christopher Hitchens [El juicio contra Christopher Hitchens]); luego, de la austeridad económica que siguió al colapso de 2008. Como Hitchens, Seymour es un ex-trotskista; dejó el Partido Socialista de los Trabajadores (swp, por sus siglas en inglés) en 2013 cuando este implosionó en medio de acusaciones de agresión sexual contra un alto dirigente. A diferencia de Hitchens, o de hecho Power, cuyo trabajo tomó un giro reaccionario, Seymour no se ha movido a la derecha. Por el contrario, continúa examinando las razones por las que, a pesar de las perturbaciones económicas y ambientales de nuestro tiempo, la derecha sigue creciendo.

Esto es lo que lo vuelve una guía útil, aunque a veces frustrante, para el momento presente. Habiendo abandonado la exaltación de la izquierda revolucionaria –«¡Una crisis más, camaradas, y es nuestro momento!»–, practica un pesimismo radical. El capitalismo, desde su perspectiva, no es tan solo un motor para la miseria humana sino, a través de la quema de combustibles fósiles, una amenaza para la existencia humana. La democracia capitalista, «una formación intrínsecamente contradictoria e inestable» que le pide a la gente renunciar a la igualdad a cambio de la promesa de una mejora de los estándares de vida, está mal preparada para evitar las amenazas en curso. 

La escritura de Seymour es erudita, se basa en el marxismo, el psicoanálisis, la crítica cultural y diversas investigaciones sociales, y a veces tiene el ritmo vertiginoso de los hiperconectados. Seymour es cofundador, con el novelista China Miéville y otros, de la revista política Salvage («La catástrofe ya está sobre nosotros y la lucha decisiva es por lo que vamos a hacer con las ruinas», reza uno de sus lemas), y su estilo tiene similitudes con el futurismo gótico de Miéville. Seymour apunta a provocar al lector –en buena medida por la fuerza de su retórica– a pensar qué podría acechar a la vuelta de la esquina. Sus esfuerzos no siempre son exitosos, pero cuando lo son, logran revelar con crudeza un panorama oscuro: no he encontrado una mejor síntesis de la naturaleza de las redes sociales que su fórmula «desinfoentretenimiento participativo» (participatory disinfotainment).

En Disaster Nationalism, Seymour intenta fusionar las dos maneras de pensar sobre el fascismo –como históricamente específico y como constante– para mostrar que hoy está emergiendo alguna versión de él. Al igual que en las décadas de 1920 y 1930, la expansión de la política de ultraderecha tiene claramente cierta conexión con el ciclo capitalista: los votantes europeos, por ejemplo, tendieron a moverse hacia la derecha en respuesta a las crisis financieras desde al menos 1870; el surgimiento del actual populismo de ultraderecha puede rastrearse hasta el colapso financiero de 2008. Pero Seymour sigue a los marxistas más flexibles, en particular Antonio Gramsci, cuando subraya que la cultura y las circunstancias moldean nuestras actitudes tanto como los intereses económicos. Para él, el factor determinante es el neoliberalismo, cuyas ruinas seguimos habitando, ya que las elites gobernantes, en medio de los efectos de la crisis, han luchado ya sea para apuntalar el sistema o para forjar una alternativa.

 El neoliberalismo, escribe Seymour basado en el trabajo del historiador de la economía Philip Mirowski, se propuso persuadir a las masas de «abandonar los sentimientos tribales de solidaridad y aceptar la ley de la competencia universal». El resultado, en medio de una inmensa desigualdad de la riqueza, es un «sistema paranoico»: si todos son potenciales competidores, no puede haber una esfera social significativa, los servicios públicos serán corruptos e ineficientes y los receptores de prestaciones sociales serán considerados parásitos. Esta es la receta para «el resentimiento, la envidia, el rencor, la ansiedad, la depresión y la rabia», cuyos efectos a largo plazo –al menos en Occidente– son el declive de la confianza social, el aumento de la soledad y un incremento de la violencia política, aun si otras formas de crimen violento han disminuido. La apuesta del neoliberalismo, escribe Seymour, consistía en que, si los votantes eran tratados como consumidores, «sus elecciones racionales mantendrían la política en un punto medio consensual», y quizás fue así durante los años de auge. Pero ahora mucha gente ha comenzado a sentir que el sistema está amañado.

Frente a esto, el bálsamo que ofrece el populismo de ultraderecha parece moderado en comparación con el fascismo de entreguerras, que prometía trascender las divisiones de clase y unir a la nación, el Estado y el líder en un solo cuerpo –el «Estado corporativo», como lo llamaba Benito Mussolini–. El populismo de ultraderecha, por el contrario, ofrece lo que Seymour llama «un capitalismo nacional fuerte». Aunque sus herramientas son las de la política económica ortodoxa –la privatización y los recortes en prestaciones sociales para Modi; el proteccionismo vía aranceles para Trump; un mayor dirigismo estatal para Orbán–, están siendo usadas con un propósito diferente. El capitalismo nacional fuerte trata la economía «como un espacio moral en el que se sostiene que ha estado perdiendo la gente equivocada». (El problema con la globalización, dijo recientemente J.D. Vance, no fue que fuese injusta, sino que hizo que países ricos como eeuu perdieran su lugar al tope del orden jerárquico internacional).

 Sin embargo, resulta que sus beneficios económicos reales pueden ser relativamente escasos (los ingresos promedio cayeron en Brasil durante el gobierno de Bolsonaro), ya que la verdadera recompensa es psicológica. Lo que los populistas de ultraderecha tienen en realidad para ofrecer es la venganza: las frustradas clases medias hindúes de la India recogerán los beneficios del crecimiento si la vida se hace más intolerable para sus vecinos musulmanes; los varones estadounidenses y latinoamericanos volverán a ser ganadores cuando se restauren los roles tradicionales de género; las ciudades filipinas se verán regeneradas si se desata una guerra contra los adictos a las drogas; las regiones económicamente deprimidas de Europa se recuperarán gracias a la deportación masiva de refugiados. Las tácticas retóricas del populismo de ultraderecha –la descalificación de los críticos como traidores y Lügenpresse [prensa mentirosa], las espeluznantes afirmaciones sobre inmigrantes que se alimentan de perros, la obsesión con el wokismo– son todas «programáticas», según el planteo de Seymour. Apuntan a canalizar las múltiples fuentes de resentimiento de una población en una «revuelta contra la civilización liberal»; en otras palabras, en la «barbarie».

Disaster Nationalism es parte de una tradición que ubica las raíces del fascismo de entreguerras en la psique humana. La idea de que la civilización nos enferma –de que, a pesar de sus beneficios, requiere que reprimamos nuestras pulsiones sexuales y de agresividad, que reaparecen como diversas formas de infelicidad– se origina en Sigmund Freud. Pero mientras Freud se enfocó en la dimensión individual, sus sucesores Wilhelm Reich y Erich Fromm trataron de comprender el carácter social del apoyo al fascismo. Para Reich, era una forma de «psicología de masas»: el uso del simbolismo, las emociones y la imaginería sexual para movilizar los deseos violentos reprimidos de la gente. Fromm lo veía en términos de clases y argumentaba que ciertos grupos eran atraídos al fascismo: los autoritarios, con certeza, pero también los derrotados y los trabajadores desmoralizados que habían abandonado la esperanza del progreso social y puesto su fe en la promesa fascista de una violencia redentora. Algunos han aplicado un pensamiento similar a la ultraderecha actual: Wendy Brown identificó a los «populistas apocalípticos» como un componente clave de la base de votantes de Trump en 2016, y su obra más reciente examina el ánimo nihilista que impregna la vida política contemporánea15.

Para Seymour, la emoción principal de nuestro tiempo es el resentimiento, alimentado por las inseguridades y la paranoia de la sociedad de clases y el neoliberalismo. Señala que es una emoción imprescindible, ya que es esencial para nuestro sentido de la justicia. Sentimos resentimiento por cosas que percibimos como injustas y podemos sentirlo en nombre de otros. Pero el resentimiento puede convertirse en un «pantano emocional» y llevar en los casos más extremos a una «pasión políticamente habilitada por la persecución». Las redes sociales, que representan un cambio en la forma de comunicación tan significativa como lo fue el surgimiento de los diarios en papel para el desarrollo del nacionalismo en el siglo xix, aceleran este proceso.

 En este punto, Seymour se basa en su libro The Twittering Machine, que sostiene que las cualidades compulsivas de las redes sociales –su narcisismo de salón de espejos, el golpe de dopamina de los likes, los clics y la incorporación de seguidores– se utilizan para manipular nuestras «fantasías, deseos y fragilidades» con fines lucrativos16. Participar en las redes sociales es arriesgarse a desarrollar formas de comportamiento sádicas y autolesionantes, ya que el enojo y el conflicto son con frecuencia el camino más rápido para lograr participación en línea: resulta demasiado fácil que los usuarios terminen siendo víctimas de –o participando en– acosos colectivos (pile-ons), guerras de insultos (flame wars), trolleos y otras formas de ciberbullying. Este ecosistema también ha resultado un conducto realmente eficiente para fantasías apocalípticas que sustentan la visión de la ultraderecha.

Estas tendencias se concentran de manera particular en la figura del terrorista solitario, que toma venganza del mundo por sus agravios personales y políticos en un acto espectacular de violencia. De acuerdo con el sociólogo Ramon Spaaij, los asesinatos cometidos por «lobos solitarios» crecieron 143% en Occidente entre las décadas de 1970 y 2000, pero las redes sociales han convertido estos asesinatos en un juego17. El modelo fue establecido por Anders Behring Breivik, quien masacró a 77 personas en Noruega en 201118. La ira de Breivik se alimentó y tomó forma en una subcultura extrema en internet, concretamente la «contrayihad» islamófoba de la década de 2000. 

Sus asesinatos, en palabras de Seymour, fueron en esencia un «plan de marketing» para su manifiesto publicado en internet, una mezcla incoherente de lenguaje de gamer, visiones sobre la muerte de la civilización occidental y diatribas de comentaristas de la derecha tradicional sobre el multiculturalismo y los musulmanes. Desde entonces, ese comportamiento se ha vuelto mucho más habitual: en 2019, un hombre armado de Halle, Alemania, transmitió en vivo su ataque a una sinagoga a través de la plataforma Twitch; en 2016, el perpetrador de una masacre en un club nocturno gay en Orlando, Florida, revisó su Facebook en medio del ataque; en 2019, un admirador del hombre que asesinó a 51 personas en las mezquitas de Christchurch, Nueva Zelanda, expresó su deseo de «batir el récord».

El título de Seymour se hace eco intencionalmente de la expresión «capitalismo del desastre», utilizada por Naomi Klein para referir a la explotación de guerras, desastres naturales y otras crisis por parte de los intereses corporativos a efectos de recibir réditos financieros. El nacionalismo del desastre, por su parte, involucra a populistas de ultraderecha que buscan un rédito político. Pero también alude al modo en que se comporta la gente cuando se siente amenazada. Nos gusta pensar que los desastres nos unen –y a veces lo hacen–, pero no siempre es el caso. En el verano de 2020, por ejemplo, las mayores protestas antiencierro del mundo fueron impulsadas por el movimiento Querdenken («pensadores laterales») en Alemania. Este creció como resultado de la preocupación por las libertades individuales y el impacto económico de los confinamientos, pero rápidamente se volvió conspirativo, alimentado por un flujo de «noticias alternativas» en la aplicación encriptada de mensajería Telegram. Los canales de Querdenken fueron dominados por seguidores del culto de qanon, que creen en la existencia de una red de elite satánica y caníbal dedicada al tráfico sexual de niños, y que ven a Trump como su salvador. Esta deriva hacia la derecha culminó en una protesta en Berlín en agosto de 2020, cuando una facción liderada por seguidores de qanon intentó asaltar el Reichstag.

(Continúa la segunda parte en el próximo número de Sinapsis)

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