Breves aportes de Martín Caparrós y Juan José Millás

 Artículos de Martín Caparrós y Juan José Millás

La palabra verdad

Martín Caparrós

https://lectura.kioskoymas.com/article/281565181893550



En argentino, lengua cruel, muchas frases empiezan diciendo “la verdad que…”. La verdad que, en esos casos, es mejor no creerlas. Para eso, también, sirve la verdad. Si alguno se la atribuye, mejor huye, mejor huye. Porque la palabra verdad no tiene sentido. O, si acaso: tiene tantos que no tiene uno. En griego la verdad —ἀλήθεια, alezeia, Alicia— significaba des-ocultar, revelar: la verdad era algo escondido que había que encontrar. Los hebreos, en cambio, decían ,תמא— emet— que es verdadero lo que se corresponde con su esencia: Dios, por encima de todo. Pero nosotros usamos el latín: veritas significa algo así como “la conformidad entre lo que se piensa y la realidad”. Lo cual nos lleva a otro problema: la realidad. ¿Existe? ¿O solo existen percepciones? Estas hojas verdes que veo mientras escribo, ¿son verdes? Sí, lo son para mí. ¿Pero qué verde ve ese chico que se trepa al árbol? ¿Y cuál esa señora que pasa más atrás? Entonces, ¿cuál es la verdad sobre esas hojas?


La verdad existe en matemáticas: que 2+2 sea 4 puede ser verdadero o falso, y ya. Pero sabemos que ya no existe en la física, donde el observador modificará la verdad de lo que observa, y mucho menos en las ciencias más humanas. Y en la vida cotidiana es fácil suponer que tampoco. Si acaso en casos muy banales: si yo salgo de mi casa a las 9 y digo que salí de mi casa a las 9 estoy diciendo la verdad, pero si digo que salí a las 9 como todos los días es necesario averiguar si lo hago todos los días —si es verdad— y si digo que salí a las 9 porque así llego antes al trabajo, la verdad empieza a dividirse: puede ser verdad que me crea que llego antes, puede no ser verdad que llegue antes, puede serlo a veces y otras no, y así de seguido. En cuanto algo se complica un mínimo, la posibilidad de la verdad se difumina.


Pero hay ideas e ideologías basadas en la existencia de una verdad incontestable. La religión es el ejemplo más evidente. Para aferrarse a una de ellas hay que creer que ciertas cosas inverosímiles son absolutamente verdaderas, sin ningún titubeo —qué bonita la palabra titubeo.

Así que las religiones se dedicaron a convencernos de que la verdad existe. Lo necesitan: lo único verdadero es su dios y lo que su dios nos dice y, por lo tanto, los únicos verdaderos son sus intérpretes, sus sacerdotes —y debemos creerlo y creerles. La verdad —la idea de una verdad indiscutible, que nadie debe discutir— es la base de la existencia de las religiones, la clave de su poder y su dominio.


Y de la misma forma funcionan otras ideologías: el “patriotismo”, por ejemplo, esa manera de asumir como verdad indiscutible que los habitantes de cierto territorio comparten valores e intereses por el hecho de haber nacido en ese territorio —y, con demasiada frecuencia, por el hecho de haber nacido de una misma “raza”. Los totalitarismos —los gobiernos, las religiones, los medios, los amores— necesitan convencernos de que hay una verdad, y que la saben. Así, lo que muchos llaman verdad son reflejos de la ideología del momento. ¿Es verdad que las mujeres son más débiles que los hombres? Durante siglos esa “verdad” fue inapelable; ahora hay que ser muy débil para seguir pelándola.


En tantos otros campos la idea de verdad se discute más y más. Una pelea en la calle, tres o cuatro personas que se atizan. Unos cuantos los miran: cada uno tendrá su versión del asunto, lo contará a su manera; no habrá “verdad” sobre lo que allí pasó, sino versiones, miradas, percepciones. Cuando se puede establecer una verdad, esa verdad es banal, puramente fáctica. Sí, es cierto que aquí y ahora son las 9, pero qué importa. En cambio no es verdad —ni mentira— que sea tarde o temprano: pura subjetividad, puro cruce de tantos elementos.

Yo, la verdad, no creo que —más allá de los hechos más banales— exista la verdad sino verdades: sujetos que afirman cosas que honestamente creen pero asumen la posibilidad de haberse equivocado. Que no dicen esta es la verdad sino yo lo vi así, así creo que es. Esa es para mí la verdad: la honestidad de saber que nunca hay una.


La conclusión es básica pero puede servir, por lo menos, para el periodismo. Saber que nuestra posibilidad de decir “la verdad” se termina en la relación de ciertos datos —y que, aún allí, la forma en que los relatamos y relacionamos supone sin duda una opinión.

Pero si la verdad no existe, la mentira cada vez existe más. Entonces, sí, la urgencia del compromiso: no asegurar que dices la verdad —porque no hay una— pero sí garantizar que no vas a mentir. Solo con eso, todo sería tan distinto.

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Elijan a un gorila

  • JUAN JOSÉ MILLÁS


https://lectura.kioskoymas.com/article/282166477311298





Coinciden los primatólogos en que los gorilas son animales pacíficos, organizados en grupos donde la jefatura se gana más por la habilidad política de cohesionar al conjunto que por la mera fuerza bruta. De ahí que a veces me dé por imaginar qué ocurriría si la Casa Blanca, en vez de por Trump, estuviera ocupada por unos de esos grandes simios de espalda plateada frente a cuya mole uno se detiene, en el zoo, asombrado por el contraste entre su tamaño y la delicadeza zen con la que manipula un plátano: he ahí una lección de poder contenido. 


Me viene a la memoria, por cierto, el caso de Binti Jua, una gorila del zoo de Brookfield (Illinois) que, en 1996, al caer un niño de tres años dentro de su recinto, lo tomó con cuidado en brazos y lo protegió de los demás animales hasta que llegaron los cuidadores. O el de Koko, la gorila que aprendió centenares de signos de lenguaje gestual con los que solicitaba compañía, acariciaba a sus gatitos y lloró cuando murió uno de ellos. Su manera de tocar a los humanos, con un índice extendido, rozando apenas la piel, parecía una forma de ternura difícil de reducir a puro instinto.


Produce un vértigo extraño esta nostalgia antievolutiva. No hablamos ya de regresar a la infancia ni a la juventud, sino a un estadio anterior a los misiles de largo alcance con los que se asesina tranquilamente desde un despacho con moqueta, entre bocado y bocado de una hamburguesa doble de vacuno con queso y cebolla. La brutalidad física y moral en la que vivimos resulta más insoportable que la ferocidad de la selva. Allí, la fuerza no se disfraza de doctrina religiosa ni de patriotismo, ni de necesidades del mercado. Pero si no podemos regresar a la selva, dejemos al menos que la selva regrese a nosotros. Queridos congéneres estadounidenses, en las próximas elecciones, en vez de a Trump, voten a un gorila —el más fuerte si así les place— de alguno de sus zoos o reservas naturales. Gracias.



La imagen / Juan José Millás

  • EL PAÍS Semanal







Se van de juerga. —¡No nos esperéis hasta el lunes! —parece gritar el de la derecha a quienes han salido a despedirlos. Tienen la expresión de dos adolescentes a punto de iniciar la ruta del bakalao, pero son dos adultos bobos que ganaron las elecciones hace cuatro meses (la foto está tomada en marzo del año en curso). No podemos oírlo, pero deben de llevar la música a tope, en plan hortera, botan en el asiento a la vez que las bombas caen sobre Gaza. No sabemos qué se han metido, pero celebran cada mutilación infantil con un saludo fascista que ya usaron en la campaña electoral. Pretenden comerse el mundo, en fin.

Lo malo es que se lo han comido, empezando cada uno por una esquina, como termitas que acabaran de descubrir la división del trabajo. No están solos: los acompañan individuos de la calidad humanística de Milei, de Bolsonaro, de Netanyahu… En menos de un año han convertido el mundo en un vertedero moral. Pero hay quien obtiene placer de revolcarse en él. Cuestión de hábito quizá. ¡Resulta tan divertido cazar moros e inmigrantes en general, mucho mejor si llevan niños en brazos! Entre nosotros, algunos todavía recuerdan con nostalgia las batidas de Torre Pacheco y observan con envidia española, una de las envidias más genuinas del mundo, las incursiones de la policía de Norteamérica en la frontera sur de Estados Unidos. Hace poco, Ursula von Der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, fue invitada a uno de los estercoleros que Trump tiene repartidos por el mundo y continuó la juerga humillándonos a través de las vejaciones que proporcionó a la política.

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