¿Cómo es hoy el fascismo?- 2º parte. D. Trilling
La primera parte de este artículo se publicó en el anterior número y corresponde al enlace siguiente:
https://joaquinperal.blogspot.com/2025/09/como-es-hoy-el-fascismo-i-parte-d.html
¿Cómo es hoy el fascismo? II parte.
Daniel Trilling
Continúa de la primera parte publicada en el número de Sinapsis anterior
El impacto profundo de la pandemia fue con claridad un detonante de estos acontecimientos, pero según el análisis de Seymour no había nada inevitable o natural en el modo en que se desarrollaron. Las personas suelen verse atraídas por las teorías de la conspiración como una forma de recuperar la sensación de control en una situación compleja y aterradora: para algunos, es más reconfortante tener una elite tenebrosa contra la cual despotricar que aceptar que hay un virus que se expande y que nadie sabe cómo combatir. Pero para que la teoría conspirativa gane influencia, la gente tiene que desear creer en ella. Tiene que haber una desconfianza previa hacia el poder, hacia las fuentes de información oficiales o establecidas y las figuras de autoridad; en otras palabras, justamente las instituciones que más se alejan de la gente común a medida que una sociedad se vuelve más desigual.
Las teorías de la conspiración también llenan un vacío emocional que no se satisface de otro modo. Como señala Seymour acerca de qanon, cuyos seguidores decodifican «pistas» publicadas en línea en forma anónima, la gente se une al movimiento en parte porque les parece divertido. Hay una mezcla de horror y emoción, además de un sentido de comunidad (uno de sus eslóganes es «Donde va uno, vamos todos»). Como relata Seymour, la conspiración ha adquirido vida propia: qanon es «una máquina de conversión que nadie diseñó deliberadamente, que transforma a buscadores de emociones agnósticos en devotos del apocalipsis (...) y traduce en ganancia las oleadas de atención así generadas». Antes de que Facebook cediera a las presiones para ajustar sus reglas en 2020, más de tres millones de sus usuarios compartían material de esta agrupación.
No todo el pensamiento conspirativo es tan delirante como el de qanon, pero para Seymour su difusión muestra que hay un deseo latente de «reinicio violento»: «Hay maldad en el mundo», es la lógica, «pero tiene una cara y un nombre y [por ello] podemos devolverle el golpe». Para Seymour, siguiendo la línea de Lacan, «la fantasía de un ‘mundo sin ellos’ está destinada a volverse suicida», dado que el deseo de aniquilar al Otro no puede ser saciado y finalmente se vuelve hacia uno mismo. Ya sea que se lo siga totalmente en esto o no, es de hecho plausible que el nacionalismo pueda beneficiarse de la agresión inconsciente, dado que, más allá de todas las disrupciones de la globalización, la nación es todavía la forma primaria de nuestra vida política colectiva.
El nacionalismo es siempre susceptible de una confusión violenta, porque «la nación» significa a la vez dos cosas: una comunidad cívica definida por un espacio compartido y una comunidad étnica definida por la sangre. Los nacionalistas de ultraderecha dedican grandes esfuerzos a avivar el miedo a la amenaza contra la vida colectiva de la nación enfocándose en sus elementos corpóreos –obsérvense sus preocupaciones por el sexo, el nacimiento y la muerte– e identificando a los culpables. El filósofo de ultraderecha ruso Aleksandr Dugin describió recientemente a los ucranianos como «un colectivo de transgéneros»: Ucrania diluye los límites entre Rusia y Occidente, dice, y por lo tanto erosiona la integridad de la nación rusa.
Es posible que la «guerra popular contra los enemigos de la nación», en palabras de Seymour, no sea todavía tan central para el populismo de ultraderecha como lo era para el fascismo de entreguerras, pero es una amenaza latente. Cuando Rodrigo Duterte asumió el poder en Filipinas en 2016, practicó lo que Seymour llama «populismo del escuadrón de la muerte», instando al asesinato de adictos así como de traficantes de drogas en un intento de revivir los vecindarios urbanos. Se estima que unas 30.000 personas fueron asesinadas, algunas por grupos de «justicieros», en el lapso de seis años. En Israel, la retórica exterminadora de la ultraderecha ha marcado el ritmo de la violencia genocida contra los habitantes de Gaza desde los ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023, así como el incremento de pogromos llevados a cabo por colonos en Cisjordania.
La India sigue siendo asolada por estallidos de violencia de grupos nacionalistas hindúes. Las correspondencias entre líder y multitud pueden ser más laxas en otros lugares, pero siguen siendo significativas: el indulto de Trump a los protagonistas de los disturbios del 6 de enero de 2021 no bien inició su segundo mandato, incluidos los miembros de milicias y de pandillas callejeras, deja en claro su relación con esa fracción de su base. Si sus políticas económicas no dan los resultados esperados y el espectáculo de su tormento a inmigrantes y personas trans no logra compensarlo, puede que vuelva a necesitarlos.
En Gran Bretaña, la política de ultraderecha parece haberse alejado del extremismo violento. Desde el colapso en 2010 del Partido Nacional Británico, un grupo fundado por neonazis que solo comenzó a ganar apoyo cuando adoptó una fachada pública más moderada, el impulso lo han mantenido los populistas. Los diversos proyectos de Nigel Farage –el Partido de la Independencia del Reino Unido (ukip), el Partido del Brexit y ahora, Reformar el Reino Unido (Reform uk)– han sido la influencia determinante de derecha en la política británica de los últimos 15 años. Como en otros lugares de Europa, el crecimiento del populismo de ultraderecha en Gran Bretaña puede adscribirse al menos en parte a diversos males económicos. La caída de los salarios, el estancamiento de la movilidad social y un sector público en decadencia han asolado la vida británica desde 2008 y son un caldo de cultivo para el resentimiento que describe Seymour. Hasta 2016, los gobiernos trataban en buena medida de manejar ese resentimiento asegurando a los votantes su ansiedad de castigar a los pobres indignos de ayuda social: los «parásitos» a los que apuntaban los recortes al Estado de Bienestar de George Osborne y los inmigrantes ilegales a los que Theresa May les dijo que «se fueran a su casa».
Pero esto no alcanzó para mantener a raya al populismo de ultraderecha, que se vio alentado por una combinación de cobertura favorable de la prensa tradicional de derecha y el creciente protagonismo de influencers de ultraderecha en los principales medios de comunicación –solo cinco personas han aparecido con más frecuencia que Farage en el programa Question Time de la bbc– y en internet. Más recientemente, la derecha se ha asegurado su propio canal de televisión, gb News. Desde el referendo de la Unión Europea en 2016 (en el que triunfó la opción del Brexit), que podría no haber ocurrido sin Farage, el efecto principal del populismo de ultraderecha ha sido arrastrar a la política tradicional más hacia a la derecha: la «recompensa» a los conservadores por esto ha sido la erosión de su base electoral; ahora están –en el mejor de los casos– compitiendo con Reform uk por el segundo puesto en Westminster.
De acuerdo con recientes encuestas de la organización antifascista Hope not Hate [Esperanza y no odio], 40% de la población británica preferiría un «líder fuerte y decidido, con la autoridad para imponerse al Parlamento o ignorarlo», a una democracia liberal con elecciones regulares y un sistema multipartidario. La conclusión de la encuesta fue que cuanto más pesimista se siente la gente en relación con su vida, más dispuesta está a apoyar a Reform uk, a creer en que el multiculturalismo ha fracasado y a oponerse a la inmigración.
Si uno le cree a Farage, su marca política es un baluarte contra el extremismo violento, pero esa violencia también ha aumentado y a menudo se la ha cultivado en internet. A la muerte de la parlamentaria laborista Jo Cox en 2016 a manos de un supremacista blanco le siguió un año más tarde un plan frustrado de miembros de la red juvenil neonazi para asesinar a un parlamentario del Partido Laborista. De acuerdo con Hope not Hate, un número creciente de hombres jóvenes se ven atraídos por la violencia y se están volviendo «cada vez más cambiantes en términos de ideología», de acuerdo con la forma en que justifican sus impulsos. En agosto de 2021, en Plymouth, un hombre de 22 años disparó y mató a cinco personas, incluidas su madre y una niña de tres años. Se había sumergido en subculturas nihilistas y misóginas en internet, y se describió a sí mismo poco después de los asesinatos como «abatido y derrotado por la vida». Un hombre de 25 años que violó y mató a su ex-novia y a la madre y hermana de la joven en Hertfordshire en julio de 2024 había estado buscando material en internet del influencer misógino Andrew Tate poco antes de llevar a cabo los asesinatos.
Es más: como sugiere Seymour, la política tradicional se ve salpicada ahora por la violencia en la calle. Después de 2016, hubo frecuentes intentos de simpatizantes de ultraderecha del Brexit de intimidar a miembros del Parlamento cuando entraban o salían del edificio, y agresiones a los que trabajaban en la campaña electoral del Partido Laborista de Jeremy Corbyn durante la campaña de 2019. Tommy Robinson, ex-líder de la antimusulmana Liga de Defensa Inglesa, tiene más de un millón de seguidores en x y ha movilizado a decenas de miles de simpatizantes para que participen en manifestaciones callejeras en Londres. Las posturas populistas de algunos ministros de los sucesivos gobiernos de Boris Johnson, Liz Truss y Rishi Sunak no contribuyeron a desalentar el extremismo de la ultraderecha.
En otoño de 2020, mientras Johnson, la entonces secretaria de Estado del Interior, Priti Patel, y el Daily Mail montaban ataques retóricos contra abogados «izquierdistas» que patrocinaban a inmigrantes, un simpatizante nazi trató de matar al jefe del departamento de inmigración en un importante estudio de abogados. La potencial sucesora de Patel, Suella Braverman, fue removida en una reestructuración en noviembre de 2023 luego de escribir en el Times que la policía había aplicado un «doble estándar» por haber sido más dura con los «manifestantes de derecha y nacionalistas» que con las «hordas propalestinas».
Estas diversas líneas confluyeron en los disturbios del verano de 2024. Para ponerlo en términos de Seymour, un pico de desastre –los asesinatos de Southport, perpetrados por un adolescente que había alimentado su resentimiento en internet– condujo a una crisis en el desastre crónico de la política británica, lo que causó disturbios y protestas antiinmigración en 27 pueblos y ciudades. Activistas de ultraderecha comprometidos fogonearon la respuesta: mientras se difundían en internet rumores infundados de que el asesino era un musulmán o un solicitante de asilo, un neonazi veterano de Merseyside convocó a una protesta en Southport, promoviéndola a través de un grupo de Telegram que rápidamente atrajo a miles de seguidores. Aparecieron convocatorias similares en otros sitios de internet, pero de acuerdo con Hope not Hate la mayor parte de la gente involucrada en ellos, y en los disturbios mismos, no tenía ninguna afiliación política formal.
Aunque la mayoría de los disturbios se produjeron en zonas desfavorecidas, como suele ocurrir en estos casos, los relatos de los condenados por participar o incitar a la violencia revelan una desconcertante variedad de motivaciones. Se dice que Gavin Pinder, un hombre de 47 años con un trabajo muy bien remunerado en una planta nuclear, se reía mientras intentaba atacar una mezquita en Southport; lo mismo ocurrió con Leanne Hodgson, una ex-azafata de 43 años que cargó contra una fila de policías con un contenedor de basura industrial. Peter Lynch, de 61, se unió a una turba que intentó prender fuego un hotel que albergaba a solicitantes de asilo en Rotherham; portaba un cartel que condenaba al «Estado profundo», la Organización Mundial de la Salud y la nasa. En Bristol, Ashley Harris, dueño de una empresa de andamiaje de 36 años, lideraba el cántico «Queremos nuestro país de regreso» poco antes de dar un puñetazo a una mujer que participaba de una contraprotesta. «Prendan fuego todos los malditos hoteles llenos de bastardos», publicó Lucy Connolly, de 41 años, una ex-niñera y esposa de un concejal conservador en Northampton. «Si eso me hace racista, que así sea». Levi Fishlock, un hombre de 31 años que intentó incendiar un hotel en Rotherham, les dijo a los oficiales que lo estaban arrestando que lo hacía por «una buena causa».
Todo esto ilustra la mezcla de fantasía apocalíptica, resentimiento nacionalista y exceso libidinal que describe Seymour, pero está muy lejos del fascismo como fuerza política organizada. Un problema con el análisis de Seymour es que no explica cómo se pasa de una parte de este cuadro a la otra, de un desordenado estallido de violencia racista, por ejemplo, a un exitoso proyecto electoral de ultraderecha. Otra forma de leer los disturbios del verano de 2024 es que demostraron la resiliencia del sistema político británico: luego de una rápida ruptura de la ley y el orden instigada por el gobierno y de grandes contraprotestas que recibieron incluso el apoyo del Daily Mail, la violencia se extinguió.
Farage, cuya habilidad política reside en caminar con cuidado por el límite de la respetabilidad convencional, quedó en una posición difícil y tuvo que tomar distancia de la violencia. Este año, Reform uk se vio empujado a la crisis en dos oportunidades por los intentos de Farage de mantener su respetabilidad: una vez, cuando Elon Musk demandó que el ultraderechista Tommy Robinson, detenido en 2024, fuese admitido en el partido19, y de nuevo cuando Farage echó a su parlamentario Rupert Lowe tras una pelea causada –al menos en parte– por el reclamo de Lowe de deportaciones masivas.
Esto plantea la cuestión de si, al enfocarse demasiado en el potencial fascista de la ultraderecha actual, se pierde de vista lo que realmente está ocurriendo. También a fines de la década de 1970 el capitalismo británico estaba en crisis y el sistema político parecía estancado. Un resultado de esto fue el crecimiento del apoyo al Frente Nacional (fn)20. Pero Stuart Hall, en su ensayo «El gran espectáculo del giro a la derecha» (1979), sostuvo que la izquierda malinterpretaba el momento, ya sea actuando como si el fascismo de entreguerras estuviera nuevamente a las puertas o tratando a los conservadores liderados por Margaret Thatcher como tories corrientes.
El fin, aunque despiadado y peligroso, era marginal según la mirada de Hall. Thatcher, sin embargo, representaba algo nuevo y significativo: una forma de «populismo autoritario» que ganaría un amplio apoyo gracias a su atención a las formas de resentimiento generalizadas en la sociedad y que reformularía el capitalismo británico en favor de las elites gobernantes, dejando a la izquierda a la deriva. Eso es más o menos lo que ocurrió, y se logró dentro de los límites de la democracia liberal –aunque la Policía Metropolitana estaba a mano, por las dudas–. Cuando Farage describe Reform uk como un «movimiento conservador absolutamente nuevo», deberíamos pensar un poco más lo que eso significa.
Un problema conexo es que Seymour realmente no explica la razón por la cual las tendencias que identifica son más relevantes en algunos lugares que en otros. Su uso de ejemplos internacionales es un cambio bienvenido respecto del habitual solipsismo anglosajón –de hecho, su conclusión es que la punta de lanza del revanchismo nacionalista del siglo xxi podría encontrarse fuera de las esclerosadas economías de Occidente–, pero esto no es una explicación realmente global. ¿Cómo se relaciona, por ejemplo, el nacionalismo del desastre con un régimen sencillamente autocrático como el de Rusia bajo el mandato de Putin, o con la China poscomunista, que ha desarrollado su propia versión de capitalismo nacional fuerte? Ambos casos se mencionan solo al pasar.
Es una pena, porque como ya ha demostrado el segundo mandato de Trump, la división del mundo en bloques de poder hostiles altamente militarizados, cada uno dominado por su propio bravucón regional, parece ser un objetivo de los populistas de ultraderecha y de los dictadores por igual. Una consecuencia potencial es una espiral de violencia autodestructiva, pero también una forma más estable de autoritarismo: una «democracia dirigida» en la que se recortan los derechos de la población y se arrebatan territorios, pero el espectáculo continúa.
El contraargumento sería que nada relativo a este momento parece estable. Todavía no hemos experimentado los profundos impactos sociales –una guerra mundial o hiperinflación– que originaron el fascismo de entreguerras, pero eso es lo que nos espera, cree Seymour, si no logramos frenar el colapso climático. Sería «algo estilo Pollyanna», dice en referencia a la protagonista de la novela de Eleanor Porter célebre por su optimismo excesivo, asumir que nuestros sistemas democráticos son lo suficientemente resilientes como para sortear las tormentas climáticas por venir. Los políticos de ultraderecha con más visión de futuro ya están tratando de infundir un matiz ecológico a su nacionalismo, desviando la atención de cómo evitar la catástrofe y señalando, en cambio, que cada nación debe velar por sí misma. «Las fronteras son las mayores aliadas del medio ambiente», dijo Jordan Bardella, dirigente de Reagrupamiento Nacional, en 2019. «Es a través de ellas como salvaremos el planeta»21.
Seymour quiere que imaginemos lo peor que podría pasar y que hagamos algo para evitarlo. Pero es difícil cuadrar estas metas. Por un lado, destaca correctamente que la ultraderecha de la actualidad puede ser vencida. Prospera en una esfera social debilitada, en la tibieza y la parálisis de sus oponentes, y en la sensación de que la esperanza, como sostuvo Marc Fisher una vez, es una «ilusión peligrosa». Cualquier revitalización significativa de la democracia necesitará atender las necesidades emocionales tanto como lo que Seymour llama la «política del pan de cada día»: empleos, salarios y servicios públicos. Prestemos atención, dice, a la forma en que los sindicatos construyen solidaridad entre los trabajadores. La gente se une para mejorar sus circunstancias materiales, en forma de salarios y condiciones de trabajo. Pero en ese proceso, se despiertan otras necesidades, «como la necesidad de ‘la actividad y el disfrute comunitarios’ con otras personas» –aquí está citando a Marx– «e incluso el desarrollo de ‘necesidades radicales’ como ‘la necesidad de universalidad’».
Por otro lado, la visión fatídica de Seymour le deja poco margen de maniobra. «No podemos desconocer el deseo apocalíptico», escribe, sugiriendo que hay «una rebeldía latente incluso en las más categóricas expresiones de desesperanza», de lo que es muestra el estandarte desplegado en una protesta de Extinction Rebellion que simplemente decía: «Estamos jodidos». Pero eso no es suficiente. Comencé a escribir sobre la ultraderecha a fines de la década de 2000, cuando se la consideraba un desagradable, si bien escabroso, espectáculo secundario.
A medida que la he visto convertirse en una de las corrientes políticas determinantes de nuestro tiempo, una de las cosas más difíciles de comprender ha sido la manera en que prospera a partir de las fallas del sistema existente, mientras ofrece soluciones que podrían volver todo aún peor. Es difícil, pero necesario, darles a ambas partes de la ecuación la debida atención. El fascismo, escribió Paxton, se convierte en una fuerza política seria cuando recurre a «una sensación de crisis abrumadora que escapa a cualquier solución convencional». Para no llegar a ese punto, deberíamos comenzar por ver lo que podemos perder y pensar en cómo podríamos preservarlo.
Nota: la versión original de esta entrevista se publicó, en inglés, en London Review of Books vol. 47 No 10, 6/2025. Traducción: María Alejandra Cucchi.
- 1.
C. Zetkin: «Der Kampf gegen den Faschismus» [La lucha contra el fascismo], informe presentado en la sesión plenaria ampliada del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista, 1923. - 2.
J. Butler: «Why Is the Idea of ‘Gender’ Provoking Backlash the World Over?» en The Guardian, 23/10/2021. - 3.
V., entre otros, su ensayo «Too Much of Race» en The Crisis, 9/1937. - 4.
A. Césaire: Discursos sobre el colonialismo [1950], Akal, Madrid, 2006. - 5.
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Duterte gobernó Filipinas entre 2016 y 2022. En marzo de 2025 fue detenido y trasladado a la Corte Penal Internacional de La Haya para ser juzgado [N. del E.]. - 9.
I. Kershaw: Dictadura nazi. Problemas y perspectivas de interpretación [1985], Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2013. - 10.
D. Renton: «Las lecciones que debemos aprender de la lucha europea contra el fascismo» en Jacobin, 24/4/2021. - 11.
Los hundidos y los salvados [1986], Austral, Ciudad de México, 2018. - 12.
Disaster Nationalism. The Downfall of Liberal Civilization, Verso, Londres, 2024. - 13.
Javier Milei, en Argentina, tiene también su guerrilla virtual libertaria alentada desde el Estado [N. del E.]. - 14.
M. Fisher: Realismo capitalista, Caja Negra, Buenos Aires, 2016. - 15.
V. «Apocalyptic Populism» en New Humanist, 4/12/2017. - 16.
R. Seymour: The Twittering Machine (La máquina de trinar) [2019], Akal, Madrid, 2020. - 17.
Sobre este tema, v. Mark Hamm, R. Spaaij y Simon Cottee: The Age of Lone Wolf Terrorism, Columbia UP, Nueva York, 2017. - 18.
La mayor parte de las muertes ocurrieron en el campamento de verano de la Liga Juvenil Laborista de Noruega (AUF, por sus siglas en noruego) en la isla de Utøya [N. del E.]. - 19.
«Musk pide liberar a ultraderechista británico Tommy Robinson» en DW, 2/1/2025. - 20.
Partido fascista fundado en 1967, alcanzó el punto álgido de su apoyo electoral a mediados de la década de 1970, pero nunca tuvo representación en el Parlamento [N. del E.]. - 21.
J. Bardella: «Le meilleur allié de l’écologie, c’est la frontière» en Les Echos, 7/4/2019
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