Entrevista a José Antonio Marina. ¿Cómo afrontar la vida?

Diálogo con José Antonio Marina


Sobre el ser humano y cómo afrontar la vida


Entrevistado en La Vanguardia por Pacho G. Castilla


https://www.lavanguardia.com/vivo/longevity/20250108/10206381/jose-antonio-marina-filosofo-85-anos-dice-arrepiente-santo-imbecil-mas-probable-sea-imbecil.html




José Antonio Marina (Toledo, 1939) Catedrático de filosofía, ensayista, pedagogo y escritor.


De él se conoce mucho lo que piensa, pero no tanto lo que siente. Y lo confiesa sin reparo: “Tengo mucho pudor a la hora de hablar de asuntos biográficos”. Tan solo lo hace para contextualizar su experiencia vital con todo lo que ha decidido aprender en los libros, a los que recurre constantemente, y como producto de cierta insistencia.



En su último libro, El club de los buscadores de soluciones, invita a los adolescentes a “generar el talento suficiente para resolver los problemas que se nos vienen encima”. ¿Se podría extrapolar algunas conclusiones para las personas mayores?


Todo lo que he estudiado sobre inteligencia me ha llevado a tener que utilizar dos palabras en vez de una. Una es la inteligencia como estructura, que miden los tests de inteligencia. Y otra, el uso bueno o malo que se hace de esa inteligencia. Cuando el uso es bueno, utilizo la palabra talento, y esto me da un repertorio muy amplio, porque, en cada momento vital, la inteligencia como estructura es una y tiene su propio talento. El talento de la ancianidad es especial, porque hay algunos cambios cognitivos y afectivos. Por ejemplo, una inteligencia senior tiene un tipo de memoria diferente, que asimila con menos rapidez que en otras edades, pero puede hacerlo de una manera más integrada.


¿Y qué papel juega la experiencia a la hora de hacer un buen uso de la inteligencia?


La experiencia de por sí no enseña nada a nadie. Hay que saber cómo querer aprender de la experiencia para que sirva para algo. La memoria se va a quedar con las cosas que le parece, y eso no es aprender, sino almacenar recuerdos. Hay que tener una actitud especial para aprender de la experiencia, y hay que cultivarla.



¿Y qué más se debería aprender cuando uno ya ha sobrepasado los 60 años?


En primer lugar, dar darse cuenta de cuáles son las limitaciones y cuáles los recursos. Limitaciones hay muchas y cada uno tiene que saber cómo aprovecha los recursos que tiene para aliviar las limitaciones.


¿En segundo?


Ser conscientes de que las personas de edad pueden caer en trampas afectivas muy fuertes. Por ejemplo, el egoísmo. Una muestra mental es no pensar que, por la edad que tengo, solo me tienen que cuidar, y, aunque es cierto, también hay que pensar que tengo que cuidar. De manera que no soy únicamente receptor de cuidados, sino también proveedor de cuidados a los demás. Además, muchas veces lo que creemos que son fallos de memoria son fallos de interés. En España, sobre todo los hombres, hemos dado demasiada importancia al trabajo, que justificaba la personalidad social, y no hemos cuidado los hobbies. Muchas personas no han tenido ninguna afición, salvo ver el fútbol. Y cuando tienen mucho tiempo, no les interesa nada. Al no interesar nada, no guardan nada de la memoria. Al no guardar nada de la memoria, se dan cuenta de que efectivamente están en un estado de pasividad mental. Hay que pensar que envejecer supone una nueva gestión del tiempo y de los intereses, porque si no entras en una curva depresiva.



Y en ese necesario aprendizaje, en la tercera edad, ¿cómo se gestionan los recuerdos cuando pesan tanto?


Una postura propia de la edad es la nostalgia, una palabra muy bonita y tardía, porque no aparece hasta el siglo XIX. En realidad, era la enfermedad del que está lejos de su casa, los emigrantes, por ejemplo. Después el concepto se amplió, y se empezó a utilizar también para expresar una sensación de tristeza por el pasado: la infancia o la juventud. Y se consideraba un sentimiento de alguna forma peligroso, porque los sentimientos de tristeza debilitan y, por lo tanto, refugiarse en la nostalgia no es una actitud óptima. Con los recuerdos de personas que se han muerto, y con todas las actividades de duelo, lo que tienes que hacer es mantenerlos dentro de un lado afectivo que sea cordial y no destructivo. Si insistes solo en lo que has perdido, no tiene solución porque no lo vas a recuperar. Si intentas enfocarlo desde los momentos buenos que hubo, con una especie de sentimiento de gratitud por haberlos tenido, los sitúas de manera diferente.


El problema en las personas de edad, que agrava todo, es la soledad. Porque la soledad no querida es muy mala consejera. En soledad es muy difícil luchar contra los miedos y los sentimientos depresivos. Y la gran solución es la comunicación. Intentar mantener abiertos todos los canales de comunicación posible es una de las de las grandes terapias para las personas de edad.



En su Diccionario de los sentimientos, plantea la necesidad de una educación temprana de las emociones; pero ¿también hay que educar los sentimientos cuando somos mayores?


Es más difícil, porque faltan sentimientos que se tienen espontáneamente en edades más jóvenes, como la esperanza o poder hacer proyectos, que es lo que mantiene la actividad de los seres humanos a lo largo de su vida. Según van pasando los años, el espacio para hacer proyectos nuevos parece que se va estrechando. Sin embargo, mantener un proyecto en el que te des cuenta de que puedas mejorar algo me parece fundamental para el bienestar.


La felicidad radica en saber armonizar tres grandes necesidades: el bienestar físico; mantener relaciones sociales lo más cordiales y estimulantes posibles, y sentirnos útiles y ver que progresamos en algo. Cuando tienes cierta edad, esos deseos pueden tener una cierta limitación porque uno puede no encontrarse muy bien. ¿Cuáles son esas soluciones? Una muy clara: organizar la vida de la manera más confortable posible, hasta donde tengas límites o hasta donde sepas adaptarte. Luego, aférrate con uñas y dientes a las relaciones sociales que tengas y haz lo posible porque funcionen bien. Y, además, organiza algo en lo que de alguna manera puedas progresar. Tareas que no sean tan fáciles, para tener esa especie de superación, y que no sean difíciles, para no fracasar.



¿De qué manera se lucha con la edad cuando, como usted mismo ha asegurado, “puede causar rigidez en las ideas”?


Todos tenemos una especie de trampas cognitivas y afectivas en las que caemos porque estamos mal diseñados. Por ejemplo, las verdades tienen una ideología política o religiosa. Por cómo está hecho nuestro cerebro, incluso anatómicamente, esas ideologías no se enlazan con el campo de las ideas, sino con el campo de mi identidad personal. Así, a partir de un cierto momento, cualquiera que se enfrenta con mis ideas, no produce un debate ideológico, sino una ofensa personal. Y la respuesta a una ofensa personal es creer que esta persona es mi enemigo, cuando solo piensa distinto.


Segundo, darse cuenta de que el cerebro siempre se mantiene con capacidad para aprender. Hay una ley universal del aprendizaje que dice que, para sobrevivir, se necesita aprender, al menos, a la misma rapidez con la que cambia el entorno, y si quiere progresar debe hacerlo a más rapidez. El entorno está cambiando rápidamente, y, para no ser marginales, las personas de edad también necesitan aprender.



Cuando se investiga durante tantos años, ¿se tienen cada vez más dudas o cada vez más certezas?


En el aspecto puramente cognoscitivo, creo que, incluso aunque nos demos cuenta de la complejidad del asunto, empezamos a tener más certezas. Es decir, somos conscientes de lo amplísimo de lo que no conocemos, pero también de lo amplísimo de lo que conocemos. Ahí tenemos una visión equilibrada. Otra cuestión son las relaciones sociales. Ahí te puedes encontrar ya no certezas o no certezas, sino confianza o desconfianza, e interviene mucho la experiencia que ha tenido una persona. En general, la mayor parte de la gente tiende a desconfiar, porque ha recibido, digamos, muchas decepciones. La gente con la edad suele ser más desconfiada, mientras que los niños son muy confiables.


¿Y, personalmente, usted tiene, con la edad, más dudas o más certezas?


Tengo la suerte de que me ha interesado siempre mucho lo que estudio y además los temas que trato son muy expansivos. Siempre he mantenido la curiosidad, que es un don absolutamente maravilloso. La curiosidad es lo que te impulsa a tener muchos proyectos, y es entonces cuando el mundo empieza a ser muy significativo. Cuando no tienes ningún proyecto, eso es la antesala de la depresión. Al igual que el tenista tiene que entrenar su sistema muscular, hay quien tiene que entrenar también la memoria, que es lo que nos está permitiendo que ocurran y comprendamos cosas, y entrenar la memoria no es repetir mucho las cosas, sino establecer redes lo más tupidas posible.



Después de estar tanto investigando e intentar entender el comportamiento humano. ¿Hay algo que no ha conseguido entender?


Desde el punto de vista práctico, y es sobre lo que estoy terminando ahora un libro, me gustaría entender mejor por qué si somos tan inteligentes, hacemos tantas estupideces. Es un verdadero misterio. El libro se va a titular Vacuna contra la insensatez. Si el hombre es el único animal que tropieza siete veces en la misa piedra, entonces nos seremos tan listos. Lo que pasa es que tenemos una inteligencia que tiene una serie de trampas en las que con mucha facilidad caemos. Son como las trampas perceptivas de las ilusiones ópticas… Sé que el sol no se mueve, pero veo que se mueve.


Si tengo una ideología, por ejemplo, no voy a valorar las cosas que vengan en contra de mi ideología. Las ideologías funcionan como una especie de filtro que solo afecta a lo que confirma la ideología. Por eso cada vez se polarizan más. Lo que hay que hacer es darnos cuenta de que estamos cayendo en una trampa que tiende el cerebro a todo el mundo, y lo único que hay que hacer es conocerlas y no dejarse llevar por ello.



Si le pido que haga un balance de su vida.


Me considero muy afortunado por dos cosas que, en realidad, solo en parte han dependido de mí: he tenido buena salud y me han querido las personas a las que he querido. Y tercero, porque he intentado fomentar un sentimiento muy beneficioso: la gratitud. Creo que, antes de acostarnos, deberíamos hacer un ejercicio mental de gratitud todas las noches y pensar: ¿a quién debería estar agradecido hoy? ¿A la persona que me hizo el desayuno? Qué tontería, ¿no? Será su obligación. Ya, pero lo ha hecho. Por una de esas trampas también que estoy estudiando, que es la habituación, nos acostumbramos a todo y empezamos a no valorar nada.


Y si le pido que reescriba algún episodio de su vida, algo de lo que se arrepienta…


Me arrepiento de muchas cosas. Hay una frase que me parece odiosa o estúpida, y es: “no me arrepiento de nada”. La persona que lo dice o es un santo o es un imbécil. Y es más probable que sea un imbécil. ¿Cómo no te vas a arrepentir de nada? Por ejemplo, de toda mi carrera como profesor, me arrepiento de haber suspendido injustamente a un alumno. Y en aquel momento me pareció que tenía razones para hacerlo. Pero ahora no lo hubiera hecho. Le hice repetir curso y me arrepiento mucho. Le he perdido la pista, y se extrañaría mucho si pensara que, 20 años después, me acuerdo de aquello.


Es curioso, porque siempre alude a recuerdos de su vida académica. ¿Cuándo y cómo descansa su lado científico?


Disfruto mucho cuando viajo con mi mujer. Ahora estoy encantado con una nieta de dos años que tengo y estaré encantado con otro nieto que viene dentro de un par de meses. Y me gusta mucho el cine y cultivar plantas. Me considero un buen horticultor. Durante años he tenido unos grandes invernaderos de cultivo de plantas, donde he intentado conseguir el tomate perfecto e inventado una nueva variedad de berza. Tengo una casita en Aranjuez y me encanta pasear por los jardines, que ahora están absolutamente maravillosos. Y hablar con los amigos. Desde hace 40 años como un día a la semana con Álvaro Pombo, y ahora estoy encantado porque le han dado el Premio Cervantes.


¿Esos hobbies cambian o se reinventan con la edad?


Me intriga mucho una experiencia que pasa de dos maneras: con los niños y a todos con la música. A los niños les gusta que les cuentes el mismo cuento y como se lo cambies… Y a todos nos gusta oír las canciones y repetirlas. Con la edad, una de las cosas que conviene es pensar que ojalá puedas mantener el gusto en la repetición, y ser capaz de darte cuenta de que no es una repetición exacta. Me fascina un pintor extraordinario como Monet, quien se dedicó durante 20 años a pintar su jardín. Fue capaz de ver en la repetición un aspecto distinto, que la luz cambia. Hay que ver cómo afinar un poco la mirada, porque si no todo va a ser un rodillo de monotonía, de estupidez, un tipo de vida muy empobrecida.


Acostumbrado a contestar a tantas dudas a todo el mundo, ¿quién contesta a sus preguntas?


Salvo en alguna cosa muy particular, que no son dudas teóricas, sino prácticas, recurro a mi mujer o a Álvaro (Pombo), con quien tengo una confianza después de muchos años. En lo demás, siempre prefiero acudir a los libros, porque cuando las personas tienen ideas muy claras, las han escrito. De las conversaciones, algunas veces sacas luz y otras, confusión.


¿Y cuesta hacer esas preguntas cuando alguien suele pensar tanto en las respuestas?


No, porque un investigador está haciendo preguntas continuamente. Lo que pasa es que las preguntas teóricas tienes que buscar respuestas, y yo las encuentro más convincentes en libros o en artículos de revista, que es como ahora en ciencia se expresan las cosas de más actualidad que hablando.


Cuando tengo algún problema personal, sí he aprendido el papel que tiene simplemente el hecho de contarlo a otra persona. A lo mejor la otra persona no se va a apresurar a darte ningún consejo, porque quizás no lo tiene, pero ayuda simplemente el hecho de tener que explicarle el problema a alguien. Lo he aprendido las mujeres, que, culturalmente y creo que en parte instintivamente, tienen esa manera de elaborar los problemas. En cambio, a los hombres, por regla general, nos resulta muy difícil hablar de problemas afectivos porque somos torpes, y nos parece que es mejor rumiarlos para llegar a una conclusión, y eso suele ser fatal. Las mujeres tienen más humildad que nosotros y por eso pueden resolver más.

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