Diferentes miradas sobre el día de la Hispanidad

Días pasados se celebró el Día de la Hispanidad o Día de la Fiesta Nacional. Desde hace años esta celebración y el propio nombre de la misma acarrea debates que parecen en ocasiones irreconciliables. Comparto aquí tres enfoque diferentes ante este tema. Os invito a leerlos sin prejuicios.

Tres artículos con miradas diferentes sobre el día de la Hispanidad

Son:

Como el adaptador de los enchufes

Hispanidades imaginadas

Hispanidad, ¿mala palabra?





Como el adaptador de los enchufes

  • CLAUDIA NEIRA BERMÚDEZ


Hace tres años, salí abruptamente de Nicaragua y sin mucha claridad sobre mi destino. Al cabo de seis meses, me instalé en Madrid, donde siempre quise vivir, aunque pensaba que ya no me tocaría, pues tenía mi vida “hecha” en Managua. Una de mis primeras gestiones fue ir a recoger un paquete a una oficina de envíos. Ahí me pidieron mi número NIE, y cómo sería mi cara que el señor que atendía me dijo: “Su número de extranjera”. “Pues no lo sé”, le dije. Estaba recién llegada, hacía frío y solo quería que me diera los adaptadores que venían en esa cajita que tenía.Esas pequeñas piezas de plástico y metal me permitirían pasar del enchufe de rayita a los redondos. Algo tan pequeño pero tan necesario para vivir. Adaptador, adaptar, adaptarse, acomodar tienen desde entonces un significado distinto en mi vida y, creo, en la de los miles de personas que vamos y venimos. Que somos de aquí y de allí. Esos adaptadores no solo se aplican para los artefactos eléctricos, sino también para el lenguaje, el cine, la literatura, los afectos, las costumbres, la comida, la vida misma. Al final, acabamos siendo de una serie de lugares y eso nos hace ser lo que somos hoy. Nos adaptamos a las nuevas cosas sin dejar las nuestras, nos acoplamos.

Así, los adaptadores me llevan a pensar en la Hispanidad. Yo la entiendo como un adaptador que nos permite enlazarlo todo: ese territorio enorme en el que convergemos los millones de personas que hablamos español, pero que tenemos culturas, identidades, idiosincrasias y puntos de vista diferentes, justo lo que nos hace valiosos y grandes. Es lo que nos une y nos separa, lo que nos hace conversar y discernir sobre creación, sobre mundos, sobre memoria, sobre formas de contar.

Y llevo esto a cosas prácticas de la vida, como el lenguaje. Desde que vivo en España, me ha tocado acomodarme a mi nueva casa, “pillar” una que otra palabra y expresión de aquí, respirar profundo y sonreírle al policía en la comisaría cuando cree que el uniforme le convierte en el ser más poderoso del mundo y asume que yo no conozco mis derechos. O que por mi acento debo quedarme calladita.

También me ha tocado cuidar cada palabra que escribía en un wasap con una agente de bienes raíces para que no notara mi forma de hablar, porque si notan que no sos de aquí, casi seguro te pondrán pegas para ver un piso. O explicarle a mis vecinos que no, no soy de Guatemala, que Centroamérica son varios países, y que no, no rento habitaciones, que los nicas recibimos a muchos “invitados” en nuestras casas y que les llamamos “huéspedes”, y que no, no pagan. O que el señor del examen de la nacionalidad me diga: “A ver, no puede haber terminado su examen tan rápido, que usted no es de aquí, y no puede hacerlo tan rápido; revise, señora, por favor”.

Poco a poco, he ido descubriendo algunos puentes culinarios, por ejemplo, que en la carnicería de mi calle venden un queso ahumado canario muy parecido a uno de Nicaragua. O que los olores de la cocina de mi abuela paterna en Lima se parecen a los del Mercado de los Mostenses. También he descubierto las maravillas culinarias de este país, y de los países de mis otras amigas y amigos que hacen que esta nueva vida sea también la unión de muchas otras con acentos, historias, sabores y olores variados, porque este es un punto de encuentro, de intercambio y de vivencias.

No puedo generalizar, ni hablar en nombre de todas, porque, aunque no elegí migrar, sé que lo he hecho en condiciones privilegiadas que incluyen afectos que tenía antes y que se han fortalecido aquí, y otros nuevos. Esos afectos que, con una sonrisa, un abrazo o abrirte sus casas han hecho de esta ciudad mi hogar. Y han hecho que ese océano sea más angosto, sin olvidar mis raíces, mis amores y mi vida del otro lado. Yo me siento orgullosa de mis orígenes, de mis vivencias y experiencias pasadas, y cuando me preguntan qué es mejor, simplemente sé qué es diferente, y las diferencias son tan grandes que no sería justo agruparlas por preferencias. No es la Hispanidad esa idea hegemónica de que hay un idioma rector, un acento mejor, una cultura superior, una manera de ver el mundo o un sabor único. Para esos pensamientos no hay adaptador que valga. Ni aquí ni allí.


Claudia Neira Bermúdez es directora del festival Centroamérica Cuenta.


Hispanidades imaginadas

  • DAVID MARTÍN MARCOS

La celebración del 12 de octubre asociada al concepto de Hispanidad forma parte de un conjunto de conmemoraciones cívicas que empezaron a gestarse en el siglo XIX y que todavía hoy pueblan en Europa los viejos calendarios nacionales. Como otras muchas, esa efeméride surgió al socaire de los incipientes Estados nación y, como tal, estuvo alimentada por unos relatos sobre el pasado destinados a perfilar una memoria que buscaba dar a conocer el recorrido de una comunidad imaginada a lo largo del tiempo y recordar los logros que habrían configurado sus supuestas esencias. Esa empresa historizante fue perceptible de modo general en discursos, monumentos y festividades, pero también en actitudes cotidianas y en gestos aparentemente inocuos, y configuró una teleología poderosa. En ella, las conquistas y las luchas, junto con los enfrentamientos y las resistencias, dieron lugar a un imaginario nacional sobre un pasado común y a unas inercias interpretativas que hoy están lejos de desaparecer.

Todo ello forma parte de lo que Hobsbawm y otros historiadores identificaron como una genérica invención de la tradición. Pero el problema sigue siendo querer otorgar carta de naturaleza inmemorial a esas construcciones decimonónicas, como si siempre hubiesen estado ahí. En el caso de la idea de la Hispanidad, es posible que vincular la expansión española en América a unos objetivos civilizadores sea el mayor ejemplo de esa perniciosa persistencia argumental. Es la relación dicotómica entre la civilización (europea) y la barbarie (americana) la que asoma en esa posición, hasta el punto de que ese entendimiento sigue condicionando nuestra visión de la presencia española en las Indias. A fin de cuentas, el triunfo de la civilización en ese relato es la clave que ha permitido a algunos aceptar que hubo violencia, muertes o explotación, porque reconocer los excesos como un mal menor formaría parte de la justificación de la voluntad redentora y transformadora de la Hispanidad.

Claro que la Hispanidad, como continente aglutinador de una realidad cultural, jamás estuvo presente entre las motivaciones que pueden explicar los viajes de Colón o las conquistas de Cortés. Pero estas circunstancias poco parecen importar a algunos a la hora de mirar al pasado, a pesar de que la Hispanidad esté en la actualidad lejos de poder erigirse en un punto de consenso a ambos lados del Atlántico. Porque, aunque es verdad que en origen lo hispánico gozó de estímulos tanto en Europa como en América que propiciaron su vocación transnacional, abogando por un específico reservatorio cultural frente al imperialismo estadounidense, poco de aquello queda en pie si miramos a nuestro alrededor.

Ciertamente, la idea de una Hispanidad civilizatoria no solo ha ido menguando en el último siglo en América, sino que, en buena medida, resulta ofensiva en algunos países que observan en ese discurso una suerte de tutela cultural que todavía sería ejercida desde España. No se trata, en todo caso, de negar y no celebrar una lengua y un patrimonio que comparten más de 500 millones de personas en todo el mundo, así como la riqueza cultural asociada a este fenómeno, pero sí de reconocer que —guste o no— la mayoría de las personas que forman parte de la comunidad hispanohablante internacional no se sienten cómodas bajo ese paraguas conceptual.

Es esta una realidad ineludible, al igual que lo es que en España los que más abogan por una férrea defensa de la Hispanidad como una comunidad que se proyecta allende las fronteras y que permitiría mantener vínculos con los países hispanoamericanos sean también los primeros que buscan limitar esos lazos fraternales de puertas para adentro. Las particularidades culturales o los flujos migratorios originarios de esas otras partes de esa Hispanidad son para ellos normalmente motivo de preocupación y evidencias de una necesaria exclusión. Es la paradoja de una Hispanidad que quiere mostrarse abierta a América, pero que, sin embargo, se cierra sobre sí misma en el día a día. Quizás, frente a ello, cabría preguntarnos si queremos seguir creyendo en esas viejas hispanidades imaginadas o reconocer y aceptar ya la tangible americanidad de nuestro país.


David Martín Marcos es profesor de Historia Moderna de la UNED.


Los dos artículos fueron publicados en El País



Hispanidad ¿mala palabra?


Mario Vargas Llosa

Publicado el 28 de octubre de 2018 en El País


Gracias a la llegada de los españoles, América Latina pasó a formar parte de la cultura occidental y a ser heredera de Grecia, Roma, el Renacimiento y el Siglo de Oro



En un artículo muy bien escrito, como suelen ser los suyos, Antonio Elorza explica el disgusto que le causa la palabra Hispanidad, que asocia al racismo nazi y al franquismo (EL PAÍS, 17 de octubre, 2018). A mí su texto me recordó a los indigenistas, que la asociaban sobre todo a los “horrores de la conquista española”, es decir, a la explotación de los indios por los encomenderos, a la destrucción de los imperios inca y azteca y al saqueo de sus riquezas.


Quisiera discutir esos argumentos negativos y reivindicar esa hermosa palabra que, para mí, más bien se asocia a las buenas cosas que le han ocurrido a América Latina, un continente que, gracias a la llegada de los españoles, pasó a formar parte de la cultura occidental, es decir, a ser heredera de Grecia, Roma, el Renacimiento, el Siglo de Oro y, en resumidas cuentas, de sus mejores tradiciones: los derechos humanos y la cultura de la libertad.


La conquista fue horrible, por supuesto, y debe ser criticada, al mismo tiempo que situada en su momento histórico y comparada con otras, que no fueron menos feroces, pero que, a diferencia de la que integró América al Occidente, no dejaron huella positiva alguna en los países conquistados. Y es preciso también recordar que España fue el único imperio de su tiempo en permitir en su seno las más feroces críticas de aquella conquista —recordemos sólo las diatribas del padre Bartolomé de las Casas— y de cuestionarse a sí misma sobre ese tema, estimulando un debate teológico sobre el derecho a imponer su autoridad y su religión sobre los habitantes de aquellos territorios.


La situación de los indígenas es bochornosa en América Latina, sin duda, pero, hoy, las críticas deben recaer sobre todo en los Gobiernos independientes, que, en doscientos años de soberanía, no sólo han sido incapaces de hacer justicia a los descendientes de incas, aztecas y mayas, sino que han contribuido a empobrecerlos, explotarlos y mantenerlos en una servidumbre abyecta. Y no olvidemos que las peores matanzas de indígenas se cometieron, en países como Chile y Argentina, después de la independencia, a veces por gobernantes tan ilustres como Sarmiento, convencidos de que los indios eran un verdadero obstáculo para la modernización y prosperidad de América Latina. Para cualquier latinoamericano, por eso, la crítica a la conquista de las Indias tiene la obligación moral de ser una autocrítica.


Las civilizaciones prehispánicas alcanzaron altos niveles de organización y construyeron soberbios monumentos. Desde el punto de vista social, se dice que los incas eliminaron el hambre de su vasto imperio; que en él todo el mundo trabajaba y comía. Una formidable hazaña. Pero, no nos engañemos; pese a todo ello, eran todavía sociedades bárbaras, donde se practicaban los sacrificios humanos y donde los fuertes y poderosos sometían brutalmente y esclavizaban a los débiles.


Bajo este concepto se cobijan inquisidores y dictadorzuelos y también poetas y luchadores por las buenas causas

Gracias a la Hispanidad varios cientos de millones de latinoamericanos podemos entendernos porque nuestro idioma es el español, una lengua que nos acerca y nos enlaza dentro de una de las muchas comunidades que constituyen la civilización occidental. Qué terrible hubiera sido que todavía siguiéramos divididos e incomunicados por miles de dialectos como lo estábamos antes de que las carabelas de Colón divisaran Guanahaní. Hablar una lengua —haberla heredado— no es sólo gozar de un instrumento práctico para la comunicación; es, sobre todo, formar parte de una tradición y unos valores encarnados en figuras como las de Cervantes, Quevedo, Góngora, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, y de aportes nuestros tan singulares a ese legado como Sor Juana Inés de la Cruz y el Inca Garcilaso de la Vega, para nombrar sólo a dos clásicos.


Yo no soy creyente, pero muchos millones de hispanoamericanos lo son, y la religión, o el rechazo de la religión, son dos maneras de prolongar en América unas formas de ser y de creer que proceden de Occidente y refuerzan nuestra pertenencia a la civilización que —hechas las sumas y las restas— ha contribuido más a humanizar la vida de los seres humanos y a su progreso material y social. También forman parte de la tradición occidental las satrapías y el fanatismo, y esas siniestras dictaduras como las de Hitler y de Franco, pero sería mezquino y absurdo considerar que es esa deriva del Occidente —como el antisemitismo— la que se encarna en la Hispanidad, un concepto que esencialmente se refiere a la muy rica lengua en la que nos expresamos más de quinientos millones de personas en el mundo de hoy.


La Hispanidad es un concepto muy ancho, por supuesto, y aunque sin duda los conquistadores se cobijan en él, y también los inquisidores, y los dictadorzuelos de toda índole que ensucian nuestra historia, en él están presentes los mejores pensadores y poetas y luchadores por las buenas causas —la libertad, la más importante de ellas— que hemos tenido en España y en América, y los héroes civiles y anónimos que dedicaron su vida a ideales que siguen siendo actuales y admirables. Sería aberrante creer que España es sólo Franco; también lo son los millones de demócratas que sufrieron por serlo persecución, cárcel y fusilamiento, o un exilio de muchos años.


Las peores matanzas de indígenas se cometieron, en países como Chile y Argentina, después de la independencia

La Hispanidad en nuestros días es la transición pacífica que asombró al mundo por la sensatez que mostraron los dirigentes políticos de todos los partidos y tendencias y la Constitución más admirable de la historia de España que ha garantizado las instituciones democráticas y el extraordinario progreso que ha vivido el país en estos cuarenta años de libertad. Soy testigo de esto que digo. Llegué a Madrid como estudiante en agosto de 1958 y España era entonces un país subdesarrollado, con una dictadura severísima y una censura tan estricta que tenía a la sociedad como embotellada en una atmósfera de sacristía y cuartel, donde había que sintonizar todas las noches la radio francesa para enterarse de lo que estaba ocurriendo en España y en el resto del mundo. Viajar en aquellos años por ciertas regiones era encontrarse con pueblos sin hombres —se habían ido a trabajar a Europa—, de pésimas carreteras y unos niveles de pobreza que se parecían mucho a los de América Latina. La transformación de este país en pocas décadas ha sido poco menos que prodigiosa, un verdadero ejemplo para el mundo de lo que es posible hacer cuando se trabaja y se vive en libertad y se aprovechan las oportunidades que permiten el ser parte de una Europa en construcción.


En aquellos dos primeros años de mi estancia en Madrid sólo soñaba con terminar las clases en la Complutense y partir a París. Muy ingenuamente asociaba Francia con un paraíso de las letras y las artes y los debates políticos de ese elevado nivel que permitían y estimulaban una alta cultura y la libertad. Buscando eso mismo, hoy llegan a España muchos jóvenes de toda América Latina, artistas, escritores, músicos, bailarines, que vienen aquí buscando aquello que hace unas décadas buscábamos nosotros en París. El 12 de octubre celebra, no los años oscuros y la pesada tradición de censura, represiones, guerras civiles y oscurantismo, sino que la España de hoy día haya dejado atrás todo aquello y ojalá que sea para siempre. No hay razón alguna para avergonzarse de lo que representa la palabra Hispanidad, la que, dicho sea de paso, ahora rima con libertad.


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