A mis amigos rusos por J. Littell

Más abajo transcribo un artículo para debatir y reflexionar sobre la invasión de Ucrania y la actitud de los intelectuales rusos visto por el escritor Jonathan Littell.

Jonathan Littell es un escritor franco-estadounidense.​ Su novela Las benévolas (que recomiendo), escrita en francés a los 39 años, fue galardonada con los premios Goncourt y Gran Premio de Novela de la Academia Francesa de 2006. 

Nacido en una familia de origen judío lituana, emigrada a Estados Unidos a finales del Siglo XIX, es hijo del escritor Robert Littell. Hoy en día reside en Barcelona junto a su esposa belga y sus dos hijas. Su infancia transcurrió en Francia, donde su padre trabajaba como corresponsal de prensa y sólo dejó este país para ingresar en la Universidad de Yale tras concluir sus estudios de bachillerato. 

A mis amigos rusos

  • El País
  • / JONATHAN LITTELL



  • Mis queridos amigos rusos: algunos de vosotros de hace años, otros más recientes, algunos que no conozco personalmente, amigos del espíritu y de la mente. Los tiempos son difíciles para vosotros también en este momento. Me he comunicado con muchos de vosotros durante el último mes. Al igual que las vidas de todos los ucranios, las vuestras, nunca sencillas, se están viendo trastocadas por completo. Muchos de vosotros estáis huyendo de Rusia. Y muchos de vosotros me habéis expresado sentimientos de culpa, de vergüenza, por lo que vuestro país está haciendo a vuestro vecino. Por lo que le están haciendo a Ucrania en vuestro nombre.

    Algunos de vosotros, los activistas, habéis estado machacados durante mucho tiempo, y os habéis estado preparando para el golpe final. El 4 de marzo escribí a Aleksandr Cherkasov, un viejo amigo de [la asociación] Memorial. “Te cuento luego más tarde”, respondió Sasha en su habitual tono lacónico. “Ahora mismo, tras el registro, vagamos entre ruinas (Ordenadores destripados. Cajas fuertes reventadas)”. Otros de vosotros, personalidades de la cultura, artistas, críticos, escritores, estáis aturdidos por el colapso repentino de vuestro frágil mundo. A ninguno de vosotros os gusta Putin ni su régimen de ladrones y fascistas, la mayoría los odiáis. Pero, seamos sinceros: salvo muy pocos de vosotros (los que trabajáis con Memorial, Novaya Gazeta, EkhoMoskvy, Meduza, la organización de Navalni y unos pocos más), ¿cuántos habéis hecho algo para resistir a ese régimen? ¿Aparte de sumarse a las manifestaciones, cuando las hubo? ¿Podría ser, entonces, que vuestros sentimientos de vergüenza y culpa no sean solo algo abstracto? ¿Podrían deberse también a vuestra propia apatía, a vuestra larga indiferencia ante lo que ocurría a vuestro alrededor y a vuestra complicidad pasiva, que seguramente sentís ahora en vuestros huesos y en vuestra alma?


    No siempre fue así. Durante un tiempo, en la década de 1990, tuvisteis algo de libertad y democracia, turbias, incluso sangrientas, pero reales. Así y todo, 1991 acabó como 1917. ¿Por qué cada vez que por fin tenéis vuestra revolución, acabáis con tanto miedo a la “época de problemas” que volvéis a cobijaros bajo los faldones de un zar, llámese Stalin o Putin? No importa a cuántos mate, os parece más seguro, en cierta manera. ¿A qué se debe? Es cierto que se cometieron errores. En lugar de irrumpir en los archivos del KGB y exponerlos a la luz del día, como hicieron los alemanes con la Stasi, os dejasteis distraer por la estatua de Dzherzinski, y permitisteis que el KGB pasara desapercibido, se reagrupara, se reconstruyera y se hiciera con el control de vuestro país. Cuando se os dio a elegir entre el saqueo del país o el regreso de los comunistas, no luchasteis por imponer una tercera vía y consentisteis el saqueo. En 1998, vuestra economía se derrumbó, y eso supuso prácticamente el fin de las grandes manifestaciones por una mayor justicia social o contra la guerra de Chechenia. La supervivencia se convirtió en la preocupación primordial.


    Y entonces trajeron a Putin. Joven, audaz, agresivo, prometiendo la destrucción de los terroristas y un giro de la economía. Pocos de vosotros os lo creísteis, pero o le votasteis o no fuisteis a votar. Y cuando empezó a arrasar Chechenia por segunda vez, la mayoría de vosotros cerrasteis los ojos y os disteis la vuelta. Recuerdo muy bien aquellos años. Estaba trabajando en Chechenia, prestando ayuda a las innumerables víctimas de la “operación antiterrorista” de Putin, recorriendo las ruinas de Grozni y KatyrYurt e Itum-Kale y muchas otras ciudades. A veces, regresaba a Moscú para descansar y me iba de fiesta con vosotros, mis amigos. Bebíamos, bailábamos y luego intentaba contaros los horrores que veía allí, los civiles torturados, los niños asesinados, los soldados que vendían los cuerpos de los muertos a sus familias. Y vosotros me decíais: “Jonathan, estamos hartos de tu Chechenia”. Recuerdo muy bien esas palabras. Y me enfurecía con vosotros: “Oye, que no es mi Chechenia, es vuestra Chechenia. Es vuestro puto país, no el mío. No soy más que un estúpido extranjero aquí. Es vuestro Gobierno el que está bombardeando una de vuestras ciudades, matando a vuestros conciudadanos”. Pero no, era demasiado complicado, demasiado doloroso, no queríais saberlo.


    Luego llegó la gran expansión económica de mediados de la década de 2000, impulsada por el aumento de los precios del petróleo y la voluntad de Putin de permitir que parte del dinero robado cayera en cascada sobre la clase media. Muchos de vosotros ganasteis dinero, algunos mucho, e incluso los más pobres de vosotros conseguisteis pisos nuevos y mejores trabajos. Los precios subieron, pero no importaba, Moscú estaba radiante, resplandeciente, elegante, era divertida. Cuando asesinaron a los opositores (Yuri Shchekochijin, Anna Politkóvskaia, Aleksandr Litvinenko y otros), expresasteis horror y conmoción, pero la cosa no pasó a mayores. Cuando Putin, después de dos mandatos, entregó la presidencia a su primer ministro y ocupó el puesto de este, apenas os disteis cuenta, por lo que pude ver. Cuando Rusia, a los pocos meses de la presidencia de Medvédev, invadió Georgia, la mayoría de vosotros lo pasasteis por alto o callasteis. Y en los años siguientes, ¿con cuántos de vosotros me encontré en las pistas de esquí de Gudauri, haciendo senderismo por Kazbegi o disfrutando de los cafés y los baños de vapor de Tiflis mientras vuestro Ejército ocupaba parte del país? Tampoco nosotros, aquí en Occidente, hicimos mucho, si es que hicimos algo. Unas cuantas quejas, unas cuantas sanciones; pero, ¿qué importaban las atroces violaciones del derecho internacional en comparación con el atractivo del petróleo, el gas y el mercado interior de Rusia?


    Sin embargo, a finales de 2011, vosotros, mis amigos rusos, despertasteis. Cuando Putin volvió a cambiar de asiento con Medvédev, colocándose de nuevo en el sillón presidencial, muchos de vosotros decidisteis que con ese truco sucio se había pasado de la raya, y salisteis en masa a protestar. Navalni se convirtió en un nombre conocido y durante seis meses llenasteis las plazas, metiendo miedo al régimen y haciendo que se tambalease. Entonces, el régimen devolvió el golpe. Primero organizó contramanifestaciones, luego aprobó más leyes represivas y empezó a llenar sus cárceles. Detuvieron a miles de personas. Algunos fueron condenados a penas muy largas. Y el resto os rendisteis y os fuisteis a casa. “¿Qué podríamos haber hecho?” Escuché esto muchas veces, y sigo escuchándolo ahora. “El Estado es muy fuerte, y nosotros somos muy débiles”. Bueno, mirad a los ucranios. Mirad lo que hicieron, dos años después de vosotros. Una vez que ocuparon Maidán, en su rabia por un presidente prorruso que había traicionado su promesa de más Europa, nunca la abandonaron. Montaron una ciudad de tiendas de campaña, totalmente autoorganizada y dispuesta a defenderse. Cuando la policía fue a intentar disolverla, se defendieron con palos, barras de hierro y cócteles molotov. Al final, la policía abrió fuego. Pero en lugar de huir, los de Maidán cargaron. Muchos de ellos murieron, pero ganaron. Fue Yanukóvich el que salió corriendo, y los ucranios recuperaron su democracia, su derecho a elegir a sus dirigentes y a echarlos cuando no hacen bien su trabajo.


    A Putin no le hizo ninguna gracia lo de Maidán. Era un mal ejemplo. Así que se apoderó de Crimea mientras todo el mundo estaba todavía desconcertado. Muy pocos de vosotros también protestasteis por ello, pero en vano. Muchos estaban entusiasmados. El 91% de los rusos aprobó la anexión, me parece. “¡Maravilloso, maravilloso! ¡Crimea es nuestra!”, coreaban vuestros conciudadanos, súbitamente ebrios de gloria imperial. No me refiero solo a la gente más pobre de los recovecos asolados del país, donde el límite de la política lo marcan el vodka y las patatas, sino a algunos de vosotros, amigos míos, amigos personales. Escritores. Editores. Intelectuales. Lo mismo ocurrió con Donbás. Novorossia, la Nueva Rusia. De repente se erigió un nuevo mito, y algunos de vosotros, que habíais despreciado a Putin y a su camarilla, de repente cambiasteis de opinión y lo adorasteis. No sé por qué, ya que rápidamente dejamos de hablar después de eso. En cuanto a los demás, los que seguíais siendo mis amigos, os mantuvisteis principalmente en silencio. “No me interesa la política”, decíais. Y volvíais a la literatura, o al cine, o a los catálogos de Ikea, o a disfrutar de los flamantes parques con los que el alcalde de Moscú había sembrado la ciudad desde 2012, con sus cómodos pufs y su wifi gratuito y sus cafés hipster. Sí, Donbás quedaba lejos, y Moscú molaba, cada vez más.


    De Siria apenas os disteis cuenta siquiera. En cualquier caso, todos eran terroristas, ¿verdad? Daesh o lo que fuera. Incluso el editor moscovita que publicó mi libro sobre Siria lo criticó después en una entrevista, diciendo que yo no entendía nada de lo que estaba pasando en Siria. Bueno, al menos yo había estado allí, viendo cómo niños de la misma edad que los míos eran asesinados a sangre fría por francotiradores del régimen en las calles de Homs. Los únicos rusos que fueron allí fueron los de vuestro Ejército, que en 2015 empezaron a bombardear a miles de civiles y a practicar para su próxima guerra seria.


    Seguro que muchos de vosotros conocéis las famosas palabras del pastor Martin Niemöller: “Primero vinieron a por los socialistas, y no dije nada, porque yo no era socialista. Luego vinieron a por los sindicalistas, y no dije nada, porque yo no era sindicalista. Y luego vinieron a por los judíos, y no dije nada, porque yo no era judío. Luego vinieron a por mí, y ya no quedaba nadie que pudiera hablar por mí”.


    ¿Cuántos de vosotros habéis hablado en favor de los chechenos, los sirios o los ucranios? Algunos lo hicisteis. Pero demasiados callasteis. Algunos, es cierto, habláis ahora, gente como Dmitri Glujovsk, Mijaíl Shishkin, Mijaíl Zigar, Maksim Osipov, otros también. La mayoría habla desde fuera del país, unos pocos desde dentro, como Marina Ovsianikova, arriesgándose a que la manden a unirse a Navalni en su gulag. En cuanto al resto, entendéis en qué país vivís, mejor que la mayoría. Y por eso estoy seguro de que comprendéis esto: cuando Putin acabe con los ucranios (pero aún más si no es capaz, como parece probable, de acabar con ellos) vendrá a por vosotros. A por todos vosotros, amigos míos: a por los que habéis salido a protestar con valentía, pero en la mayoría de los casos de forma individual, y que por ahora solo habéis sufrido condenas leves, pero que pronto serán mucho más duras. A por los miles de personas que habéis firmado peticiones, que habéis expresado vuestra desaprobación en las redes sociales (quizá solo con un cuadrado negro en Instagram), o que habéis hablado en privado con vuestros compañeros de trabajo. Los días en los que uno recibía 10 años de privación de libertad por una broma, o incluso 25, no están tan lejanos en el pasado, y ahora también están en vuestro futuro, muy probablemente. ¿Y quién hablará entonces por vosotros? ¿Quién quedará?


    Los ucranios, ahora incluso más que en 2014, están dando un ejemplo aterrador para el régimen de Putin: están demostrando que se le puede combatir, y que si uno es inteligente, y está motivado, y es valiente, incluso se le puede parar, sin importar su abrumadora superioridad sobre el papel.

    Claro que, aparentemente, casi nadie en Rusia es consciente de esto, y ni siquiera de que hay una guerra. Pero vosotros, amigos míos, sabéis lo que está pasando. Leéis las noticias extranjeras en internet, todos tenéis amigos o incluso familiares en Ucrania a los que enviáis mensajes. Y Putin sabe que vosotros lo sabéis. Así que tened cuidado. Sabéis hacia dónde va esto. Los días de la buena vida a cambio de vuestro silencio se han acabado. Vuestras elecciones son una farsa; vuestras leyes, salvo las represivas, no valen ni el papel en el que están escritas; vuestros últimos medios de comunicación libres han desaparecido; vuestra economía se hunde más rápido de lo que puedo escribir; ya no tenéis ni siquiera tarjetas de crédito para comprar un billete de avión de ida, si es que quedan vuelos. Ahora Putin no se va a conformar con vuestro silencio; querrá vuestra aquiescencia, vuestra complicidad. Y si no le dais lo que quiere, podéis intentar iros, de alguna manera, o ser aplastados. Dudo que veáis otra opción.


    Pero hay una. Que es derrocar a este régimen de una vez por todas. Probablemente se necesitaría menos de lo que pensáis, en la situación actual. Pensad en ello. La chispa no vendrá de vosotros: con el colapso económico que está a punto de golpear a Rusia, lo más probable es que venga de las provincias, de las ciudades menos importantes; allí, cuando los precios se disparen y se dejen de pagar los salarios, todos aquellos que votaron a Putin todos estos años, porque querían pan y paz, se echarán a las calles. Putin lo sabe, y les tiene mucho más miedo que a los intelectuales y a la clase media de Moscú y San Petersburgo, que sois vosotros, queridos amigos. Pero si cada ciudad se manifiesta por su cuenta, como ya ha sucedido ocasionalmente, a Putin no le costará moverse y reprimirlas. Habrá que coordinar y organizar las cosas. Habrá que convertir a la turba en masa. Tenéis esa magnífica y mágica herramienta llamada internet, que el régimen puede obstaculizar, pero a la que se puede hacer funcionar independientemente de casi cualquier circunstancia. La organización de Navalni ha sido desmantelada, pero se pueden formar otras, más informales, más descentralizadas. Sois muy numerosos, sois millones. La policía de Moscú puede manejar 30.000 personas en la calle, incluso 100.000. Con más de 300.000, estarían desbordados. Tendrían que llamar al Ejército, pero a la hora de la verdad, ¿lucharía este Ejército por Putin? ¿Después de lo que les ha hecho hacer en Ucrania, de lo que les ha hecho?


    Habrá un peligro terrible, por supuesto. Algunos tendréis miedo, y los que tengáis hijos estaréis aterrados de que les pueda pasar algo. Esto es natural, es normal. Yo también, en vuestro lugar, tendría miedo. En Siria, y ahora en Ucrania, Putin trató de mostraros, mediante el ejemplo, lo que le ocurre a un pueblo que se atreve a desafiar a su jozein ,a su amo y señor, que se atreve no solo a pedir la libertad, sino a intentar tomarla. Pero, si no hacéis nada, muchos estaréis perdidos de todos modos. Y lo sabéis. Uno de vuestros hijos hará una broma en un chat de videojuegos y será detenido; una de vuestras hijas expresará su indignación en internet y será arrestada; un querido amigo vuestro cometerá un error y morirá en una celda húmeda molido a palos por la policía. Esto es lo que lleva ocurriendo desde hace años, y es lo que seguirá ocurriendo, cada vez a mayor escala. Así que no tenéis elección. Si no hacéis nada, ya sabéis cómo acabará. Ahora es el momento de vuestro propio Maidán. Sed inteligentes, sed estratégicos y encontrad la manera de hacerlo realidad.

    Si no hacéis nada, muchos estaréis perdidos de todos modos. Y lo sabéis

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