Vladímir Putin, el zar de un imperio imposible

Mar Padilla publica en Jot Down un artículo sobre la personalidad y trayectoria política de Putin. Os invito a leerlo para conocer algo más a este individuo.

Vladímir Putin, el zar de un imperio imposible

Mar Padilla. Revista Jot Down

                                                        Putin practicando Yudo en los años 70.

La nostalgia es una ideología y el resentimiento un motor. A treinta años del colapso de la URSS —un imperio que ocupó la sexta parte de la Tierra— Vladímir Putin utiliza la fuerza del terror para lograr un imposible: recuperar la idea de superpotencia física y mental de la Unión Soviética pero en el rostro conservador de una nueva Gran Rusia.

«Los acontecimientos han tomado un giro diferente. Ha ganado la línea de desmembramiento del país y de dislocación del Estado», anunció Mijaíl Gorbachov el día de Navidad de 1991 al declarar la disolución de la URSS. De esa fecha en adelante quince repúblicas que vivieron bajo mando soviético pasaron a convertirse en países independientes. Pero aquel punto final de la Guerra Fría ha resultado ser un punto y seguido. 

El último día del último año del siglo XX el presidente Yeltsin nombró a Vladímir Vladímirovich Putin su sucesor. Desde entonces, los movimientos del máximo jefe del Kremlin parecen dirigidos por la obsesión de reconstruir el mapa que saltó en pedazos aquella Navidad. Tras sucesivas incursiones de diferente pelaje en Chechenia, en Georgia, en Crimea o en Bielorrusia, Vladímir Putin ha invadido Ucrania. Pero ¿quién es Vladímir Putin?

La calle y el reloj

Durante la infancia la intemperie es la representación del mundo. En el piso comunal de Leningrado donde vivía la familia Vladímir Putin no había agua caliente ni baño, el váter apestaba y las discusiones entre familias y vecinos eran constantes. El niño Vladímir Putin, nacido en 1952, pasó gran parte de su tiempo persiguiendo ratas con un palo en ese espacio comunal donde «había peleas brutales, y donde se vivía el poder de las bandas callejeras y el culto a la fuerza. Para sobrevivir en este entorno tenía que ser astuto y brutal, parecer fuerte y no experimentar nunca dudas morales ni sufrimiento», escribe sobre los primeros años de Vladímir Putin el analista político Andrey Piontkovsky

En la adolescencia decidió profesionalizar esos golpes, y se apuntó a judo y a sambo —un arte marcial desarrollado para el Ejército Rojo y los servicios secretos soviéticos— en la sociedad deportiva de la Planta Metalúrgica de Leningrado, en la Avenida Kondratievsky. El ruido seco de la caída del contrario en la lona se convirtió en uno de sus sonidos favoritos, y con dieciocho años consiguió el cinturón negro. 

En las calles de su ciudad una cosa diferenciaba a Vladímir Putin de los demás. Llevaba un reloj en la muñeca, objeto de asombro entre las bandas de sus enemigos y las de sus amigos. Ese reloj, resplandeciente en la grisura y la suciedad del barrio, denota hasta qué punto Vladímir Putin fue un hijo al que todo se le concede, un pequeño rey nacido de un matrimonio condenado a extinguirse. Durante la Segunda Guerra Mundial a su madre la creyeron muerta por inanición y la apilaron entre un montón de cadáveres durante el asedio de Leningrado, que duró ochocientos setenta y dos días y donde un un millón de personas murieron de hambre, uno de los agujeros más negros de la historia de horrores que es el siglo XX. Su padre luchó contra los nazis y estuvo a punto de morir varias veces: en la penúltima vez casi se congela en un estanque huyendo de los alemanes y en la última le tiraron una granada a los pies.

En ese camino casi imposible de vida, Vladímir fue un hijo-milagro que sobrevive a la muerte de dos hermanos nacidos antes que él. Quizás por ello en la relación con sus padres percibe la adoración de la figura del elegido.  

La juventud y la primavera

El mundo es hostil, y para imaginar su futuro el adolescente Vladímir se inspira en Escudo y espada, una película soviética de 1968 sobre Alexander Belov, un doble espía ruso en la Alemania nazi, un tipo duro cuyo perfecto conocimiento del alemán le permite hacer carrera en los cuarteles generales de las SS en Berlín y ayudar a la patria soviética. 

Esa fantasía juvenil modela sus movimientos en la vida real, y decidido a conseguir su propia insignia del escudo y la espada —emblema de la KGB (Comité para la Seguridad del Estado), los servicios secretos soviéticos—, Vladímir Putin se personó en una oficina gubernamental en Leningrado para convertirse en agente secreto. Le pidieron piden estudios superiores, se apuntó a la Facultad de Derecho de la Universidad de Leningrado y aprendió alemán. 

Otra de sus inspiraciones juveniles fue Diecisiete instantes de una primavera, una serie de televisión soviética de 1973 protagonizada por otro doble espía llamado Stierlirtz, infiltrado en el Estado Mayor nazi en misión de averiguar las negociaciones de paz que Hitler y Occidente están pertrechando a espaldas de la URSS. 

En 1999 le preguntaron si cuando se alistó a la KGB conocía las purgas de Stalin y la terrorífica reputación de los organismos de seguridad. Su respuesta fue: «Para ser sincero, no pensé en ello en absoluto. Ni un poco. Mi idea de la KGB provenía de las historias románticas de espías. Yo era un producto puro y absolutamente exitoso de la educación patriótica soviética». La representación del mundo proviene en parte de nuestra labor cotidiana y la mentalidad del agente secreto está forjada a hierro entre la sospecha y la conspiración. 

Dresde y la cerveza alemana

Las ilusiones juveniles duran poco. La KGB destina a Vladímir Putin a Alemania del Este, pero no a Berlín —la capital mundial de los espías entonces— si no a Dresde, una ciudad aún arrasada, con vivos rastros de ruina desde los bombardeos de la aviación angloamericana en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Allí vivió desde 1985 a 1990 con su joven mujer Lyudmila Aleksándrovna Pútina, azafata de la compañía aérea Aeroflot, y sus dos hijas. Su cargo era tan anodino en la jerarquía secreta que podía ser fotografiado en bares alternando y bebiendo cerveza Radeberger Pilsner sin ningún tipo de problema. Aunque también se especula que en realidad formaba parte del servicio de disidencia interna de la KGB: el espía que espía —y delata— a sus propios camaradas. 

La oficina de la KGB en Dresde estaba en el edificio de la Stasi, la policía secreta de Alemania Oriental. Cuando en 1989, en la ola de acontecimientos que llevaron a la caída del muro de Berlín, una multitud enfurecida destrozó las oficinas de la policía alemana, Putin llamó al mando militar soviético para pedir ayuda. La respuesta a esa llamada fue: «No podemos hacer nada sin órdenes de Moscú. Y Moscú no dice nada». Los movimientos sísmicos de la historia estaban llegando también a las puertas del imperio soviético. 

Política y negocios en el ayuntamiento de San Petersburgo

Vladímir Putin regresa con su familia a Leningrado, que recupera el nombre de San Petersburgo el 5 de septiembre de 1991. Como a la mayoría de los habitantes de la ex Unión Soviética, la inmediatez del cambio de paradigma histórico le ha dejado estupefacto. Se siente perdido. La KGB —cuyas siglas fueron tan temidas en el ancho mundo— parece haberse convertido en humo. Se plantea trabajar de taxista. Su futuro no es el que pensó. «Se encontró en un país que había cambiado de una manera que no entendía y no quería aceptar», según Masha Gessen, autora de El hombre sin rostroEl sorprendente ascenso de Vladímir Putin.

Tiene un golpe de suerte. Su experiencia en el extranjero le facilita un puesto modesto hasta entrar en el mundo de la política gracias a Anatoli Sobchak, uno de sus antiguos profesores de universidad y nuevo alcalde de San Petersburgo. En un vídeo de presentación de los miembros del equipo municipal, Vladímir Putin aparece conduciendo por las calles de la ciudad, en una réplica casi exacta de una escena del espía Stierlirtz en Diecisiete instantes de una primavera, con la banda sonora de la serie de fondo. 

En ese tiempo de ruina económica, caos político y corrupción, cuando el comunismo se ha hundido y el andamiaje capitalista está por construir, Vladímir Putin entra en contacto con Anatoli Chubáis, uno de los padres del proceso de privatización que le introduce en el mundo de los negocios. Su carrera hacia el poder y el dinero va a más. En una crisis que lleva al Ayuntamiento de San Petersburgo —la ciudad que con el nombre de Leningrado vivió el cerco del hambre más atroz— a introducir de nuevo cartillas de racionamiento, varios concejales como Marina Salié y Yuri Gladkov acusaron a Putin de firmar dudosos contratos y de hacer desaparecer setenta millones de euros. El escándalo llevó al consistorio a pedir al alcalde Sobchak la destitución de Vladímir Putin, pero su respuesta fue dotarle de más poderes.El jefe de los espías

El trasiego político y económico de Vladímir Putin vive una escalada asombrosa al llegar a Moscú y acceder hasta la jefatura del FSB (Servicio Federal de Seguridad, el antiguo KGB). En ese salto, siendo él un joven jefe, universitario, con un traje, una chaqueta y una corbata diferenciada de la vieja nomenklatura, uno de sus oficiales, convencido demócrata, le detalla la escandalosa corrupción del centro y las relaciones de miembros del servicio con la mafia. La respuesta de Putin fue echar al oficial que pensó que con su llegada las cosas iban a cambiar. Su nombre era Aleksandr Válterovich Litvinenko, la primera persona que se atrevió a describir el gobierno de Putin como «Estado mafioso», y que murió por envenenamiento en noviembre 2006. Postrado en la cama de la unidad de cuidados intensivos del Hospital Universitario de Londres, sin pelo a causa de la radiación de polonio y al borde la muerte, Litvinenko pidió que le hicieran una foto para aparecer en todos los medios de comunicación del mundo y acusar al entorno de su exjefe del FSB de su desgracia.

Serguéi Skripal, otro exespía ruso, jefe del GRU (la agencia de inteligencia militar rusa), acusado de trabajar para los servicios secretos americanos, estuvo también a punto de morir envenenado junto con su hija Yulia en Salisbury, en Reino Unido.

«En las últimas dos décadas ha habido una mortalidad sospechosamente alta de personas que se han opuesto al régimen de Putin: periodistas, activistas proderechos, personalidades políticas y de la sociedad rusa», explica en Putin. De espía a presidente, un documental de la BBC el periodista Vladímir Kará-Murzá. Como Skripal, como el disidente Alekséi Navalni, Kará-Murzá ha sufrido intentos de envenenamiento. A lo largo del mandato de Putin muchos otros opositores han acabado en prisión, como el jefe de la petrolera Yukos, Mijaíl Jodorkovski, o han muerto en extrañas circunstancias como el mismo Litvinenko: el magnate Borís Berezovski, las periodistas Anastasia Babúrova Anna Politkóvskaya —y el abogado de su família Serguéi Markélov el empresario Nikolai Glushkovel diputado Serguéi Yushenkov, la activista proderechos humanos Natalia Estemírova o el exministro y líder opositor Borís Nemtsov.

La lista es larga, quizás porque la ideología de Putin es antigua, de aquellas que desprecian la vida humana. No es demócrata, no es comunista ni capitalista: su motor ideológico es el dinero, el poder y la nostalgia de un imperio inexistente. En ese camino, viejo y polvoriento como el mundo, aparta a los que le hacen sombra, a los que denuncian sus movimientos o a los que le conocen demasiado. El jefe de los espías que llegará a ser primer ministro y presidente de todas las Rusias vivirá atrapado en lo que fue su sueño de juventud: la vida bajo el molde de hierro de un agente secreto soviético.

Kalashnikovs en las escuelas

En 1999 Yeltsin nombra a Putin su sucesor. El 31 de diciembre de ese año, mientras medio mundo festeja la llegada del siglo XXI y la frase «todo va a salir bien» —de cuño inequívocamente estadounidense— está en la mente de casi todos, en un mensaje televisado Putin se erige en la figura pétrea que con los años perfeccionará hasta la enajenación al advertir: «Hoy se me han asignado las funciones de jefe de Estado. Quiero subrayar que ni por un minuto en el país ha habido ni habrá un vacío de poder y las autoridades cortarán de raíz cualquier intento de quebrantar la legislación y la Constitución de Rusia». Uno de sus primeros decretos será reinstaurar la formación militar en las escuelas, como cuando en tiempos soviéticos niñas y niños podían montar un Kalashnikov en menos de diez segundos. 

Sus primera crisis como jefe máximo de Rusia fue el hundimiento del submarino nuclear Kursk, joya militar de la era postsoviética, en el mar de Barents. El gobierno de Putin dijo que todos los ciento dieciocho tripulantesmurieron en menos de tres minutos, pero una investigación que recogieron los medios evidenció que veintitrés de ellos habían logrado sobrevivir un tiempo a las explosiones que causaron el hundimiento. La respuesta de Putin al descubrirse el descalabro fue recortar la libertad de prensa.

Ante las dificultades, Putin responde ampliando su poder y cincelando su figura de autócrata. En los sucesivos años una ola de atentados salvajes —en el metro de Moscú, en teatros y festivales de rock, en estaciones de tren, en carreras de caballos, en cafeterías, en mercados, en aviones— acaban sumando más de un millar de muertos y centenares de heridos. Ante ellos, la respuesta de Putin es de una dureza granítica. Está, por ejemplo, la masacre de la escuela de Beslán, en Osetia del Norte, tomada por separatistas chechenos, ocurrida en septiembre de 2004, donde el intento de rescate dejó trescientos treintamuertos, la mitad de ellos niñas y niños. En la sucesión de tragedias Putin no usa la ley, sino que utiliza la fuerza de la aniquilación. Ante el terrorismo responde con recortes de derechos y libertades hasta cambiar el democrático curso político y transformarlo en dictadura.

El rencor y el resentimiento 

La Constitución a la que solemnemente Putin apeló en su primera elección prohíbe un tercer mandato y en 2008 el elegido es Dmitri Medvédev. Putin pasa a ser la segunda figura política del país, pero por poco tiempo. Tres años después el candidato a presidente en las elecciones de 2012 será él. «Somos una nación de ganadores», gritará en uno de sus mítines. Efectivamente, el 4 de marzo 2012 se presentó como ganador entre denuncias de fraude, horas después del cierre del último colegio electoral en un país de diecisiete millones de kilómetros cuadrados y ciento cuarenta y cinco millones de habitantes. Apareció en televisión con lágrimas en los ojos, proclamando que las elecciones habían sido honestas y agradeciendo a los que habían dicho «sí a la Gran Rusia». En 2018 volvió a ganar las elecciones —el mandato presidencial había pasado de cuatro a seis años— y en 2020 impulsó una reforma en la Constitución que le permite mantenerse en el poder hasta 2036. 

En ese camino, en sus sucesivos discursos y acciones, Putin promete devolver el esplendor al país mientras lee atentamente Rusia. Revolución conservadora, de Aleksandr Dugin, un filósofo cuya tesis es que el mundo vive entregado al nihilismo y que alienta una fusión ideológica que aúne conservadurismo cristiano, patriotismo antioccidental y totalitarismo bolchevique.

Putin va adquiriendo cada vez más poder y riqueza, y en entrevistas y artículos se comprueba cómo va engrandeciendo su figura ante sus propios ojos. Tacha a Europa y a Estados Unidos de democracias hipócritas y arrogantes, y reclama respeto mientras usa ejércitos de trols y bots en internet para manipular elecciones y referéndums fuera de sus fronteras y utiliza el chantaje como forma de relación política. 

Vive en un laberinto de resentimiento que se nutre de los libros de historia. En sus discursos denuncia el nulo reconocimiento del papel de la Unión Soviética en la victoria sobre los nazis en la Segunda Guerra Mundial, el juego sucio americano en la Guerra Fría, el desprecio al papel de Rusia como interlocutor de categoría en la guerra de Yugoslavia en los años 90, las sucesivas guerras imperialistas americanas en Afganistán o Irak, o la invitación de la OTAN a Georgia y Ucrania a unirse a sus filas. Según el analista Orville Schell, en sus actos oscuros y en sus palabras de rencor Putin busca un imposible: derribar el orden occidental y, a su vez, ser objeto de su estima.

La venganza y fuerza del vodka Koprotkin

Más allá de la fuerza del gas y el petróleo como fórmula de negociación, un gesto que busca ese regreso al tablero internacional de primera línea —utilizando el denominado soft power— son los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi, en 2014. Putin se vuelca en los preparativos de este acontecimiento global con el que pretende devolver a Rusia su estatus de superpotencia. Pero todo se torcerá. En invierno de 2013 miles de personas se manifiestan en la plaza de la Independencia de Kiev a favor del ingreso de Ucrania en la Unión Europea. El mandatario no perdona ese despecho de lo considerado propio, porque esa es la peor de las traiciones. Hace más de mil años, cuando Moscú era apenas una aldea, el Rus de Kiev —una federación de grupos eslavos— dio origen a la identidad rusa. Ucrania es la madre de Rusia, y es también el hermano pequeño integrado en la URSS. El rechazo ucraniano es una tragedia para Putin, y el enfrentamiento es feroz. 

                                                                          Grafiti de Putin en Ucrania


Se suceden los muertos y los heridos en Kiev, en una incursión relámpago el ejército ruso se apodera de Crimea y hay enfrentamientos armados en la región ucraniana de Donbás. En las televisiones internacionales se pudo ver cómo miles de moscovitas se echaron a la calle gritando que aquella no era su guerra. Ya lo advirtieron en 2011 la banda de activistas punk Pussy Riot en su canción «Kropotkin Vodka»: siempre se puede ocupar la ciudad y manifestarte contra los oligarcas del Kremlin mientras tomas un buen trago de vodka. Esas marchas son una nueva ofensa a ojos de Putin y la mano de hierro se extiende más y más. El 27 de febrero 2015, a Boris Nemtsov, líder de la oposición rusa que encabezaba las protestas, le pegaron cuatro tiros en el puente Bolshoi Moskvoretski a menos de doscientos metros de Kremlin, una de las zonas más vigiladas de Europa.

Putin promueve el discurso de grandeza y seguridad pero siembra la destrucción. Ahora, siete años después de la doble humillación sufrida en las plazas de Kiev y en las calles de Moscú, tras un discurso plagado de alusiones a las guerras napoleónicas, a la Segunda Guerra Mundial, a Josef Stalin y al desmembramiento de la URSS, Putin ha decidido invadir Ucrania y bombardear civiles a las puertas de la Unión Europea. En los despachos de Bruselas, de Washington, de Pekín, de Nairobi, de Buenos Aires o Canberra, en la mayoría de hogares del mundo, estupefactos ante las pantallas, nadie sabe si nos enfrentamos a una guerra de corto aliento o a los inicios de la Guerra Mundial Z. 

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