Relato literario de I. Alonso Tinoco
A continuación transcribo un entretenido e interesante relato literario titulado La Oferta enviado por nuestro amigo y colaborador Ildefonso Alonso Tinoco.
LA OFERTA
LA OFERTA
(PRÓLOGO IMPRESCINDIBLE)
Hace solo unos (pocos) años, era socialmente obligatorio tener alguna enciclopedia o diccionario
enciclopédico en casa. Generalmente en el salón, bien visible, a veces ostentosa y frecuentemente
en vecindad de una Biblia en edición gigante y hortera.
Ni una ni otra solían consultarse, eran -en la mayoría de los casos- solamente una proclamación de
que, en casa, se apreciaba la cultura. Lo cual -en raras ocasiones- podía ser incluso cierto. El caso es
que era frecuente la publicidad comercial sobre esta o aquella enciclopedia en los buzones, en los
parabrisas, a veces en la calle... más o menos como ocurre ahora con Vodafone, pongamos por
caso. Y, naturalmente, como ahora, como siempre, había “magníficas” ofertas.
Ya no se venden enciclopedias porque la Wikipedia acabó con ellas, pero hay más ofertas que
nunca para comprarlo todo. Esta es la historia de una oferta, pero puede ser la de cualquiera otra
porque nos acechan, nos persiguen, nos envuelven y acabamos convencidos de que son un chollo. Y
lo son. Pero no para nosotros.
La Oferta
Acababa de llevar a los niños a su clase de Francés. No merecía la pena regresar a casa para
recogerlos poco después. Una hora en blanco. Irremisiblemente perdida.
Entonces, me fijé en el coche: había que lavarlo. Como tenía una hora por delante, lo llevé donde
me lo lavasen a mano. Cuando lo dejé, me sentí satisfecho de emplear en algo útil esa hora perdida.
Además, mientras tanto, podía dar un paseo tranquilamente por el centro.
Fui mirando escaparates, contemplaba algunos tipos raros y me sentía relajado, casi contento.
Probablemente sonreía.
Cuando había recorrido un par de manzanas, se me acercó un hombre joven convencionalmente
vestido (chaqueta y todo eso), sonriente y con gesto amable. Entre tímido y cordial. Como pidiendo
perdón por abordarme pero con cierta confianza simpática. Me preguntó, después de alguna fórmula
de cortesía, si me interesaba la “cultura”. No pude evitar una cierta sonrisa interior: “Un vendedor
de libros o algo parecido, me dije. Seguro.” Y sentí cierta conmiseración por aquel pardillo que me
quería clavar algún artículo disfrazando el asunto. “Estás listo, pensé. A mí, me vas a vender algo”.
Pero era tan amable y tan ingenuo que me resultó violento rechazarle.
Inmediatamente me enseñó un folleto de propaganda sobre libros y me contó que solo por oír una
pequeña explicación sobre la oferta que presentaban, recibiría un pequeño regalo (me pareció ver,
de un rápido vistazo, un bolígrafo muy aparente). Solo eran diez minutos. Me dio pena hacerle
concebir esperanzas y no quise engañarle; le dije: “Mire, la verdad es que no necesito nada y no voy
a comprar. Además...esto de las ofertas...” (Me callé a tiempo porque comprendí que se me
escapaba un comentario demasiado antipático para una actitud tan cortés como la suya; “esto de las
ofertas...es para ingenuos”, estuve a punto de soltar). El vendedor pareció comprender que,
ciertamente, yo no iba a comprar pero de todos modos -dijo- no se perdía nada por escuchar diez
minutos; tal vez me interesase la oferta para hacer un regalo o para el futuro...” En cualquier caso, ya contamos con su negativa. Y, aunque no sea gran cosa, con este obsequio le queremos agradecer
su atención. Es aquí al lado, en el salón azul del Hotel P.”
La verdad es que no tengo nada que hacer, pensé. Después de todo, estoy haciendo tiempo. Y el
bolígrafo parece bueno. Por estar oyendo un rollo de diez o quince minutos...Yo ya he advertido
que no voy a comprar, allá él. De paso, veo el salón ese que debe de estar bien. Aparenté una
condescendencia amable: “Bueno, le dije. Pasaré un momento pero conste que no voy a comprar...”
“Gracias, dijo él. Le doy su invitación”. Miró el reloj: “No se retrase porque comienzan en tres
minutos. Hasta luego.”
Comencé a caminar. Sentí una vaga inquietud. Era como si me hubieran mandado a comprar
tabaco sin venir a cuento. Al llegar a la esquina vi un reloj electrónico: solo quedaban dos minutos.
Apreté el paso, se me hacía tarde. Poco después iba casi corriendo: llegué por los pelos. Pregunté en
recepción: “bajando, a la derecha”. Mientras bajaba los escalones de dos en dos, tuve que reconocer
que el hotel era excelente. “No está mal, pensé. Para estar pululando por la calle...”
Afortunadamente, acababan de empezar. El tipo que estaba hablando, con naturalidad, me indicó
que había sitio libre en la primera fila. Me senté. De una ojeada pude apreciar un pequeño grupo,
como diez o doce personas, la mayoría viejecitos, alguna señora, escuchando con toda formalidad.
“Carne de cañón, evidentemente. A estos les venden lo que haga falta, me dije”. Una oleada de
indignación me sacudió. “Estos tíos, con tal de vender son capaces de comerle el coco a cualquier
pardillo indefenso. Pues conmigo están listos”. La voz distendida del vendedor me atrajo la
atención. Mostraba un tomo de una enciclopedia y cantaba sus virtudes. La verdad es que estaba
muy bien encuadernada y presentada, pero ¡19 tomos!... ¡Menudo muerto!
Mientras hablaba, me puso uno en las manos: pude ver una buena tipografía, buen papel, estaba
actualizada...Probablemente no estuviese mal, pero ¡19 tomos!...Aparte del pastón que costaría,
claro. El vendedor explicaba el número de páginas, artículos, ilustraciones, etc. La enciclopedia
estaba ajustada perfectamente en un mueble hecho expresamente para ella. Buena idea, desde luego,
porque así está más presentable y recogida. En la mesa de al lado estaban los bolígrafos. Cada uno
en su estuche, cromados y dorados, tipo “Cross”. (¿Serán auténticos? Imposible; resultaría ruinoso.
De todos modos, como las enciclopedias valdrán un pastón y seguro que a estos vejetes les clavan
unas cuantas, quizás se puedan permitir regalar bolígrafos caros...Desde luego, si no son auténticos
se parecen mucho. Y si se parecen mucho, la marca importa menos...)
Al tiempo que dejaba mi tomo sobre la mesa, miré fugazmente al grupo; todos seguían
atentamente, e incluso con interés, las explicaciones. “Es probable que vendan algunas, pensé yo, y
la verdad es que no están mal. Pero yo ya tengo enciclopedia, me dije enseguida”.
El vendedor estaba preguntando cuánto creíamos que podría costar; alguien dijo dos mil euros, en
las últimas filas. “Bastante menos”, dijo él. “En realidad, cuesta menos que una cajetilla de tabaco o
un café con un bollo”. Me pareció excesivo; se ha pasado, pensé. Entonces, nos hizo una sencilla
cuenta y calculando a base de dos euros diarios -cantidad verdaderamente despreciable- en un par
de años, estaba pagada la enciclopedia. Había que añadir los intereses, claro, pero eso no suponía un
incremento significativo...” La verdad es que sale barato. Si yo no tuviera una parecida...” Además
incluían -cosas de las ofertas- un libro sobre jardinería.
“No les entretengo más”, estaba diciendo. “Solo hay un pequeño problema: ustedes son, nos contó,
once y tenemos solo siete enciclopedias; son las que nos quedan. Como casi siempre hay alguien
que no puede comprar, solemos invitar a alguna persona de más, pero se nos ha ido la mano. Ha
sido un fallo de coordinación nuestro. Podríamos añadir esta también -señaló la que servía de
muestra- con lo que dispondríamos de ocho enciclopedias en total pero, claro, probablemente todos
ustedes prefieran las que están sin abrir...”
Notaba cierto rumor a mis espaldas, como de inquietud. (¿Será posible que las vendan todas? La
gente de ahí atrás parecía muy interesada, desde luego. Y, efectivamente, es barato. Solo el
mueble...Pero ¿qué hago con la mía?)
El hombre estaba proponiendo que en un momento dado los interesados levantasen la mano y
asignar así las enciclopedias a los que se decidiesen antes. No había otra solución. Empecé a
sentirme algo nervioso. Estaría bueno que no hubiese suficientes. Pensé girarme en redondo para
observar a los abueletes pero me pareció descarado. Era evidente que, al menos, unos cuantos
estaban interesados. Pero ¿cuántos? ¿Siete? ¿O más? La enciclopedia de casa se la daría a alguien.
Ya estaba desfasada. A los sobrinos, por ejemplo. Y me llevaría una de estas. Estaba tenso porque
trataba de pensar y oír al mismo tiempo. Solo faltaría que se me adelantasen los vejetes y me tocara
la usada; eso ya no sería tanto chollo. Era cuestión de estar atento; estando en primera fila y siendo
mucho más joven que ellos, tenía la ventaja prácticamente asegurada. Casi les odiaba (a estas
alturas quieren una enciclopedia los abuelos y, precisamente, cuando quedan pocas). El hombre
decía: “Una, dos y.... ¡tres!”.
Casi antes de que sonase “¡tres!”, había levantado mi brazo derecho como un rayo. Sentí la
seguridad de la victoria y me avergoncé un poco de mi ventaja. Todavía con el brazo en alto, giré
disimuladamente la cabeza, y pude ver a los de atrás formando cola tranquilamente para recoger su
bolígrafo. Los vejetes hacían comentarios como si salieran del teatro. Nadie había levantado la
mano. Ni mucho menos. Solo yo.
Algo reía en los ojos zorrunos del vendedor cuando me puso a firmar unos papeles. Los vejetes,
mientras salían, al pasar a mi lado, ponían cara de sepelio. Comprendí que, en su infinito tiempo
libre, iban sistemáticamente a todas las ventas de este tipo como quien va al cine. Veían el lugar, se
llevaban algún regalito para sus nietos e iban formando cierta tertulia de amiguetes. Eran
“profesionales”.
Debieron compadecerme mucho. Todavía les estoy agradecido por su discreción. Cuando volví a
recoger el coche, tenía mil quinientos euros menos y todavía no me lo creía.
¿La enciclopedia? ¡Psch! No soy capaz de mirarla. Me cabreo. Está detrás de una puerta,
molestando bastante. El libro de jardinería se lo regalé a mi suegro, que tiene jardín. ¡Ah! Y el
bolígrafo era de plástico.
Pero lo peor de todo, con mucho, es tener que convencer a mi mujer -a diario- de que es una
compra excelente. Dice que no. Que ya teníamos una.
(A mí me lo va a contar).
I.Alonso Tinoco
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