Los ateos también creen en Dios




Artículo publicado el 22 de junio en Diario Sur
Los ateos también creen en Dios     

 Federico Soriguer. Médico. Miembro de la Academia Malagueña de Ciencias   

Decía Heinrich Böll: "Me aburren los ateos, siempre están hablando de Dios”.  Este periódico dedica un espacio importante a las manifestaciones religiosas  y en estas mismas tribunas  escriben con frecuencia colegas y amigos a los que admiro,  desde su posición de creyentes comprometidos con el mundo, lo que es una aclaración necesaria pues la fe en Dios y el compromiso con el mundo no son dos cuestiones que tengan por qué coincidir.
En la mayoría de estos artículos hay un reconocimiento a la existencia de los otros, los ateos, con una actitud tan respetuosa como escéptica, reconociéndoles, si acaso no son  cierta condescendencia, la categoría de agnósticos. Pero agnóstico es un hallazgo semántico que lo mismo sirve para identificar a un ateo liquido que a un creyente con  dudas, que son la mayoría, como es natural. Hay en los creyentes un cierto temor a reconocer  que haya personas verdaderamente ateas. Pero a falta de pruebas más consistentes,  ateas son todas las personas que dicen serlo, como son creyentes todos los así lo afirman.  Con demasiada  frecuencia la prueba de fe es la de la práctica religiosa. Un hombre religioso se supone que debe ser creyente, lo que es mucho suponer, pues hay ateos religiosos como los hay religiosos  ateos. El caso de Don Manuel, el personaje de la novela de Unamuno: Don Manuel bueno y mártir”, es un buen ejemplo de estos últimos.  Hay una cierta confusión a la hora de considerar a una persona como religiosa. Como religiosa se suele entender a aquella persona  que se adscribe  a un determinado credo y que sigue los ritos que conciernen a ese credo. Etimológicamente la palabra religión viene de religare y  en español hoy en día se refiere al conjunto de creencias, prácticas rituales, dogmas y normas morales que están relacionados con Dios.  

Pero hay también otra manera de entender la idea de religiosidad, más cercana a la verdadera naturaleza de la emoción religiosa. Hay personas que mantienen estrechos vínculos  interpersonales,  así como un sentido trascendente de su  existencia,  expresado  a través del compromiso con la sociedad y con el mundo, que a falta de otra palabra mejor,  les cuadra,  sin que chirríe demasiado,  la palabra religiosidad. Es una religiosidad laica, cuyos  miembros no pertenecen a una Iglesia ni se deben a unas normas o reglas determinadas ni se sienten obligados a aceptar  las directrices jerarquizadas de la institución. Frente a la heteronomía de los creyentes que profesan una fe determinada, estas personas que ejercen la religiosidad laica como una forma de compromiso moral, político, ciudadano y universal, reclaman el derecho a la autonomía moral. Frente a quienes creen que fuera de la ortodoxia religiosa no hay salvación, esta nueva (o no tanto) manera de entender la religión es depositaria de valores universales, como los derechos humanos, el respeto a la diferencia y a la diversidad, el compromiso con el futuro de la especie humana y del planeta Tierra.  
Ser creyente a la manera tradicional es hoy irrelevante. Frente  a la fe en un Dios omnipotente, omnicomprensivo, omnisciente, es decir en un Dios inasible para los límites de lo humano, la fe en la vida como el resultado de un largo camino, que nos une con el resto de los seres animados e inanimados. La grandeza de este Dios mundano es algo menor que la del Dios de la Biblia, pero es una grandeza que se puede tocar, palpar, estudiar, interrogar. Es el Dios hecho hombre. Seguir, después de Copérnico, de Darwin, de Freud, de las dos grandes guerras mundiales,  confiando en la providencia de un Dios del que solo conocemos sus silencios o sus palabras  interpretadas no siempre por gente de fiar, es una opción, aunque  no muy convincente para cada vez más personas. 

Hay muchas formas de responder a la llamada del misterio, a la angustia de la muerte,  a las grandes preguntas sin respuestas,  que no pasan necesariamente por el sobrecogimiento. El hombre de hoy  ha pasado del asombro a la curiosidad. Hoy comenzamos a saber que los hombres somos animales religiosos y morales. En esto se ha basado nuestro éxito evolutivo. No podemos no ser creyentes ni podemos dejar de ser religiosos. Dios no ha hecho el mundo,  somos los humanos los que hemos inventado a Dios. Es esta una de las razones por las que  hay tantos dioses como culturas. Y es a este Dios humanizado al que podemos adorar, temer, o rezar. Un Dios en el que todos nos podríamos encontrar. Un dios menor y necesario. Chesterton decía que cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa. Llevaba razón. Cada época ha inventado sus dioses. La cuestión no es si Dios existe sino si los hombres, todos los hombres,  seremos capaces de encontrarlo en el interior de nosotros mismos. La religión cristiana lo vio lucidamente cuando imaginó el misterio de la Encarnación y lo convirtió en dogma ya en el concilio de Nicea. Veinte siglos después Darwin dio los primeros pasos para desentrañar este misterio.  Si Dios es nuestro destino, como dicen los creyentes, definitivamente todos, creyentes o no,  lo llevamos dentro, muy pegado al DNA de nuestros genes. Entonces ¿cuál es el problema?.

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