Columna recomendada
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Política
cesante
Fernando
Vallespín. Columna de El País
Hay épocas en las que el sufrido columnista de
política nacional empieza a desesperarse. Pasan las semanas y no acontece nada
relevante. Seguimos ya meses sin que se atisbe la posibilidad de la formación
de Gobierno. Con el frente catalán secuestrado hasta la aparición de la
sentencia del Supremo, solo nos queda seguir el politiqueo entre Vox y sus
pactos frustrados en Murcia y Madrid o, sobre todo, el partido de ping-pong
retórico entre Podemos y el Gobierno en funciones.
Siempre se puede apostar por ver cómo acaba este
bloqueo, culpabilizar a una u otra parte, asombrarse por la extravagante
consulta que Podemos propone a sus bases,
o especular sobre posibles reformas legales que
impidan que esto siga siendo la norma en el próximo futuro. Pero seguiremos sin
hablar de política, de esa que se hubiera producido en forma de decisiones o,
por ejemplo, mediante la presentación de proyectos de reforma; o sea, los
contenidos de lo que vulgarmente llamamos “gobernar”. Ahora solo se politiquea,
y el coste está a la vista. Si en el mundo más general de las transacciones
económicas se habla del lucrum cessans, la pérdida de beneficios derivada de
algún daño, en política podemos recurrir a algo similar: no gobernar tiene
también sus consecuencias negativas, su lucro cesante.
El que más debería preocuparnos es el más
intangible, el que no se mide por contenidos concretos, sino por la erosión de
ese combustible tan imprescindible para la democracia que es la confianza. Es
el recurso más escaso y el más amenazado. Y ahora con mayor razón, porque, en
definitiva, somos bien conscientes de que solo podremos resolver nuestros
grandes problemas a partir de la creación de consensos mínimos entre las
diferentes fuerzas políticas. Es decir, justo aquello de lo que cada día nos
vamos convenciendo que es imposible. Desde 2015 llevamos intentándolo sin
éxito. Y esto no es solo un problema de las reglas o procedimientos
establecidos, que es donde se está poniendo el foco, sino de los actores que tienen
que operar con ellas.
La confianza en una democracia está en relación
directa con su capacidad para actuar en la línea del interés general. Y aunque
somos plenamente conscientes del pluralismo de intereses e identidades que nos
constituyen como sociedad, todos sabemos que estos pueden administrarse sin
problemas si nos atenemos a las reglas básicas que conforman el sistema. Cuando
se deja que el tacticismo de los actores predomine sobre ellas, cuando las
estrategias de confrontación vetocrática se imponen sobre las de cooperación,
cuando los políticos se erigen en mera clase discutidora en vez de en clase
decisora, es cuando comienzan a sonar todas las alarmas. Llevan sonando desde
2015 y seguimos sin reaccionar.
La explicación más corriente es la que dice que
carecemos de verdaderos liderazgos. Puede ser. También sirve el argumento de la
“italianización”, que la sociedad está comenzando a auto-organizarse a espaldas
del sistema político. Esto último es preocupante porque apunta a un cambio
estructural, no coyuntural, a la aparición de ciudadanos descreídos al borde
del nihilismo político. Contra el desencantamiento con la democracia no suele
haber terapias.
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