Música: persiste el misterio
La extraordinaria influencia de la música en los seres humanos permanece siendo un misterio respecto a los mecanismos fisiopatológicos y aún así es una fuente de placer y de estímulos emocionales. En estos días Javier Sampedro publica un corto artículo en El País sobre la música pero que nos sirve para introducirnos en este tema. Lo ha titulado Concierto de año nuevo.
Concierto de Año Nuevo
JAVIER SAMPEDRO. El País. 27 diciembre 2018
La música es arte y un
enigma de la neurociencia
Para qué sirve la música? Para nada, respondería
mucha gente, haciendo así patente su desprecio a la mera idea de la utilidad
del arte.
Pero la música es distinta de otras artes por su
capacidad para golpear nuestro cerebro emocional sin mediación racional alguna,
como una inyección de dopamina en el núcleo accumbens, justo entre la sien y la
oreja. Uno tiene que aprender a disfrutar de Giacometti, Frida Kahlo y Thomas
Pynchon, pero Bach, Mozart o Deep Purple te pegan una patada en toda la cabeza
que ni has podido prever ni sueñas con entender, ni falta que te hace. La
música no solo es un arte, sino también un enigma de la neurociencia. Hay algo
especial acerca de ella.
Entonces, ¿para qué sirve la música? Graham Drope,
un estudiante de filosofía de Universidad de la Columbia Británica, ha revisado
para Medium las investigaciones psicológicas sobre el tema y ha alcanzado unas
conclusiones deprimentes. Un estudio francés de 2012 indica que la música clásica
mejora la puntuación de los estudiantes en un test de comprensión conceptual.
Pero es posible que lo único que esté haciendo es apantallar los molestos
ruidos del ambiente. Antes Mozart que un martillo neumático a la puerta del
aula.
Otro estudio del instituto oncológico de la
Universidad de Duke apunta a que Bach aminora el estrés de unos pobres
voluntarios sometidos a varias pruebas angustiosas a cambio de unos créditos
para el doctorado. Pero, seis años después de ese experimento, nadie parece
haberle hecho el menor caso. Una investigación todavía anterior, de 1993,
popularizó en Nature el supuesto efecto Mozart, por el que la audición de ese
compositor incrementaba presuntamente la capacidad cognitiva de los sujetos.
Los estudios posteriores no han confirmado ese resultado. Para algunos de
nosotros, Mozart tiene un efecto más bien irritante que adyuvante a la
concentración. Es la complejidad humana, amigo.
“El daño causado por un derrame cerebral en
ciertas regiones corticales bloquea la capacidad de hablar”, dice el biólogo y
antropólogo Robert Sapolsky en su último libro, Compórtate. Pero algunos
pacientes, incapaces de expresarse a través del habla, consiguen trazar nuevas
rutas neurales y se pueden comunicar cantando. Las relaciones entre la música y
el lenguaje han fascinado a generaciones de musicólogos, lingüistas y
estudiosos de la evolución. La alternancia entre sílabas fuertes y débiles es
un aspecto rítmico compartido por la música y el lenguaje. La melodía y la
armonía poseen una sintaxis propia, una que casi nadie entiende racionalmente,
pero que todo el mundo percibe de manera automática e inconsciente.
La investigación musicológica más deslumbrante que
conozco es del neurocientífico Stefan Koelsch, que mostró que uno de los
conceptos abstractos que hasta entonces atribuíamos a la sofisticación de la
cultura occidental, de Pitágoras a Bach y a Schönberg, es en realidad una
propiedad general de la percepción musical humana, y por tanto independiente en
gran medida de la cultura. Se trata de los modos mayor y menor, asociados en la
tradición occidental a la euforia y la tristeza, respectivamente. Incluso las
personas de las culturas más remotas y aisladas de toda influencia occidental
perciben a la perfección esa diferencia emocional, que además es bien sutil
musicológicamente: en un acorde de cuatro notas, basta mover medio tono una de
ellas para transformar la alegría en tristeza. Esto es verdaderamente
asombroso, porque parece indicar que nuestro cerebro sabe más matemáticas que
nosotros.
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