¿Para qué sirve la literatura?

La mayoría de mis amigos y amigas son buenos lectores pero también he tenido amistades o conocidos que no entendían el porqué perdíamos el tiempo con la literatura a la que consideraban inútil. Estas diferencias nos llevaron a prolongadas tertulias  y a distanciamientos al menos en lo referente al ocio. Los medios audiovisuales actuales y las redes sociales han conseguido  desgraciadamente que las personas lean menos.
Para mi leer un buen libro es uno de los mayores placeres. Es como vivir más vidas y conocer lugares y también viajar en el tiempo. Es introducirnos en la creación cerebral de otras personas que nos hacen más ricos emocionalmente e intelectualmente. En mi caso además me impulsa a compartir lo leído y sentido con otras personas. Probablemente en el amor a la lectura influyan las características personales de cada uno, su entorno, la familia, amigos y la educación recibida.

La explicación más clara del sentido de la literatura lo encontré hace muchos años en un libro de Vargas Llosa. La obra se llama La verdad de las mentiras. El libro trata de comentarios sobre las mejores obras del siglo XX pero el capítulo que os hago referencia sobre el sentido de la literatura es el último o epílogo de la edición de 2007 (hubo ediciones previas pero años después se fueron agregando capítulos). Se titula La literatura y la vida.

Su autor como os dije antes es Mario Vargas Llosa.


 Este escritor es uno de los más importantes de la actualidad en lengua española.  Obtuvo el premio Nobel de Literatura en 2010. Entre sus novelas más importantes están La fiesta del chivo, La guerra del fin del mundo y Conversación en la catedral. Es autor de excelentes y a veces polémicos artículos.
Es un buen escritor, gran ensayista y controvertido y discutido político. En esta entrada se hablará de literatura y no de política. Digo esto para los que tengan un juicio previo del autor por algunas de sus opiniones neoconservadoras económicas que se olviden de ese tema y disfruten del análisis del escritor en este campo de la literatura.
A continuación transcribo un resumen de  dicho capítulo. Es una pequeña joya de la literatura.

La literatura y la vida  (Mario Vargas Llosa)

Según una extendida concepción errónea, la literatura es una actividad prescindible, un entretenimiento, seguramente elevado y útil para el cultivo de la sensibilidad y las maneras, un adorno que pueden permitirse quienes disponen de mucho tiempo libre para la recreación, y que habría que filiar entre los deportes, el cine, el bridge o el ajedrez, pero que puede ser sacrificado sin escrúpulos a la hora de establecer una tabla de prioridades en los quehaceres y compromisos indispensables de la lucha por la vida.
 En España, una reciente encuesta organizada por la SGAE (Sociedad General de Autores Españoles) arrojó una comprobación alarmante: que la mitad de los ciudadanos de este país jamás ha leído un libro.
La encuesta reveló, también, que, en la minoría lectora, el número de mujeres que confiesan leer supera al de los hombres en un 6,2% y la tendencia es a que la diferencia aumente. Doy por seguro que esta proporción se repite en muchos países,y, probablemente agravada, también en el nuestro. Yo me alegro mucho por las mujeres; claro está, pero lo deploro por los hombres, y por aquellos millones de seres humanos que, pudiendo leer, han renunciado a hacerlo. No sólo porque no saben el placer que se pierden, sino, desde una perspectiva menos hedonista, porque estoy convencido de que una sociedad sin literatura, o en la que la literatura ha sido relegada, como ciertos vicios inconfesables, a los márgenes de la vida social y convertida poco menos que en un culto sectario, está condenada a barbarizarse espiritualmente y a comprometer su libertad.

Quisiera formular algunas razones contra la idea de la literatura como un pasatiempo de lujo y a favor de considerarla, además de uno de los más enriquecedores quehaceres del espíritu, una actividad irremplazable para la formación del ciudadano en una sociedad moderna y democrática, de individuos libres, y que, por lo mismo, debería inculcarse en las familias desde la infancia y formar parte de todos los programas de educación como una disciplina básica. Ya sabemos que ocurre lo contrario, que la literatura tiende a encogerse e, incluso, desaparecer del currículo escolar como enseñanza prescindible.

Vivimos en una era de especialización del conocimiento, debido al prodigioso desarrollo de la ciencia y la técnica, y a su fragmentación en innumerables avenidas y compartimentos, sesgo de la cultura que sólo puede acentuarse en los años venideros. La especialización trae, sin duda, grandes beneficios, pues permite profundizar en la exploración y la experimentación, y es el motor del progreso. Pero tiene también una consecuencia negativa: va eliminando esos denominadores comunes de la cultura gracias a los cuales los hombres y las mujeres pueden coexistir, comunicarse y sentirse de alguna manera solidarios. 

La especialización conduce a la incomunicación social, al cuarteamiento del conjunto de seres humanos en asentamientos o guetos culturales de técnicos y especialistas a los que un lenguaje, unos códigos y una formación progresivamente sectorizada y parcial, confinan en aquel particularismo contra el que nos alertaba el viejísimo refrán: no concentrarse tanto en la rama o la hoja como para olvidar que ellas son partes de un árbol, y éste,de un bosque. 

Cervantes
Shakespeare
La literatura, en cambio, a diferencia de la ciencia y la técnica, es, ha sido y seguirá siendo, mientras exista, uno de esos denominadores comunes de la experiencia humana, gracias al cual los seres vivientes se reconocen y dialogan, no importa cuán distintas sean sus ocupaciones y designios vitales, las geografías y las circunstancias en que se hallen, e, incluso, los tiempos históricos que determinen su horizonte. Los lectores de Cervantes o de Shakespeare, de Dante o de Tolstoi, nos entendemos y nos sentimos miembros de la misma especie porque, en las obras que ellos crearon, aprendimos aquello que compartimos como seres humanos, lo que permanece en todos nosotros por debajo del amplio abanico de diferencias que nos separan. Y nada defiende mejor al ser viviente contra la estupidez de los prejuicios del racismo, de la xenofobia, de las orejeras pueblerinas del sectarismo religioso o político, o de los nacionalismos excluyentes, como esta comprobación incesante que aparece siempre en la gran literatura: la igualdad esencial de hombres y mujeres de todas las geografías y la injusticia que es establecer entre ellos formas de discriminación, sujeción o explotación. 
Tolstoi
Nada enseña mejor que la literatura a ver, en las diferencias étnicas y culturales, la riqueza del patrimonio humano y a valorarlas como una manifestación de su múltiple creatividad.
 Ese conocimiento totalizador y en vivo del ser humano, hoy, sólo se encuentra en la literatura. Ni siquiera las otras ramas de las humanidades —como la filosofía, la sicología, la historia o las artes—han podido preservar esa visión integradora y un discurso asequible al profano, pues, bajo la irresistible presión de la cancerosa división y subdivisión del conocimiento, han sucumbido también al mandato de la especialización, a aislarse en parcelas cada vez más segmentadas y técnicas, cuyas ideas y lenguajes están fuera del alcance de la mujer y el hombre del común.

 Por eso, Marcel Proust afirmó: “La verdadera vida, la vida por fin esclarecida y descubierta, la única vida por lo tanto plenamente vivida, es la literatura”. No exageraba, guiado por el amor a esa vocación que practicó con soberbio talento, simplemente, quería decir que, gracias a la literatura, la vida se entiende y se vive mejor, y entender y vivir la vida mejor significa vivirla y compartirla con los otros.
Marcel Proust
El vínculo fraterno que la literatura establece entre los seres humanos, obligándolos a dialogar y haciéndolos conscientes de un fondo común, de formar parte de un mismo linaje espiritual, trasciende las barreras del tiempo. La literatura nos retrotrae al pasado y nos hermana con quienes, en épocas idas, fraguaron, gozaron y soñaron con esos textos que nos legaron y que, ahora,
 nos hacen gozar y soñar también a nosotros. Ese sentimiento de pertenencia a la colectividad humana a través del tiempo y el espacio es el más alto logro de la cultura y nada contribuye tanto a renovarlo en cada generación como la literatura.

Borges

A Borges lo irritaba que le preguntaran: “¿Para qué sirve la literatura?”. Le parecía una pregunta idiota y respondía: “¡A nadie se le ocurriría preguntarse cuál es la utilidad del canto de un canario o de los árboles de un crepúsculo!”. En efecto, si esas cosas bellas están allí y gracias a ellas la vida, aunque sea por un instante, es menos fea y menos triste ¿no es mezquino buscarles justificaciones prácticas? Sin embargo, a diferencia del gorjeo de los pájaros o el espectáculo del sol hundiéndose en el horizonte, un poema, una novela, no están simplemente allí, fabricados por el azar o la Naturaleza. Son una creación humana, y es lícito indagar cómo y por qué nacieron, y qué han dado a la humanidad para que la literatura, cuyos remotos orígenes se confunden con los de la escritura, haya durado tanto tiempo. 

Nacieron, como inciertos fantasmas, en la intimidad de una conciencia, proyectados a ella por las fuerzas conjugadas del inconsciente, una sensibilidad y unas emociones, a los que, en una lucha a veces a mansalva con las palabras, el poeta, el narrador, fueron dando silueta, cuerpo, movimiento, ritmo, armonía, vida. Una vida artificial, hecha de lenguaje e imaginación, que coexiste con la otra, la real, desde tiempos inmemoriales, y a la que acuden hombres y mujeres —algunos con frecuencia y otros de manera esporádica—porque la vida que tienen no les basta, no es capaz de ofrecerles todo lo que quisieran. 

La literatura no comienza a existir cuando nace, por obra de un individuo;sólo existe de veras cuando es adoptada por los otros y pasa a formar parte de la vida social, cuando se torna, gracias a la lectura, experiencia compartida.

Uno de sus primeros efectos benéficos ocurre en el plano del lenguaje. Una comunidad sin literatura escrita se expresa con menos precisión, riqueza de matices y claridad que otra cuyo principal instrumento de comunicación, la palabra, ha sido cultivado y perfeccionado gracias a los textos literarios. Esto vale también para los individuos, claro está. Una persona que no lee, o lee poco, o lee sólo basura, puede hablar mucho pero dirá siempre pocas cosas, porque dispone de un repertorio mínimo y deficiente de vocablos para expresarse. No es una limitación sólo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual y de horizonte imaginario, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque las ideas, los conceptos, mediante los cuales nos apropiamos de la realidad existente y de los secretos de nuestra condición, no existen disociados de las palabras a través de los cuales los reconoce y define la conciencia. 
García Márquez

Se aprende a hablar con corrección, profundidad, rigor y sutileza, gracias a la buena literatura, y sólo gracias a ella. Ninguna otra disciplina, ni tampoco rama alguna de las artes, puede sustituir a la literatura en la formación del lenguaje con que se comunican las personas. Hablar bien, disponer de un habla rica y diversa, encontrar la expresión adecuada para cada idea o emoción que se quiere comunicar, significa estar mejor preparado para pensar, enseñar, aprender, dialogar, y también, para fantasear, soñar, sentir y emocionarse. De una manera subrepticia, las palabras reverberan en todos los actos de la vida, aun en aquellos que parecen muy alejados del lenguaje. Éste, a medida que, gracias a la literatura, evolucionó hasta niveles elevados de refinamiento y matización, elevó las posibilidades del goce humano, y, en lo relativo al amor, sublimó los deseos y dio categoría de creación artística al acto sexual. Sin la literatura, no existiría el erotismo. El amor y el placer serían más pobres, carecerían de delicadeza y exquisitez, de la intensidad que alcanzan educados y azuzados por la sensibilidad y las fantasías literarias. No es exagerado decir que una pareja que ha leído a Garcilaso, a Petrarca, a Góngora y a Baudelaire ama y goza mejor que, otra, de analfabetos semi-idiotizados por los programas de la televisión. En un mundo aliterario, el amor y el goce serían indiferenciables de los que sacian a los animales, no irían más allá de la cruda satisfacción de los instintos elementales: copular y tragar.

Otra razón para dar a la literatura una plaza importante en la vida de las naciones es que, sin ella, el espíritu crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de su libertad con que cuentan los pueblos, sufriría una merma irremediable. 
Porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos. En todo gran texto literario, y, sin que muchas veces lo hayan querido sus autores, alienta una predisposición sediciosa.
La literatura no dice nada a los seres humanos satisfechos con su suerte, a quienes colma la vida tal como la viven. Ella es alimento de espíritus indóciles y propagadora de inconformidad, un refugio para aquél al que sobra o falta algo, en la vida, para no ser infeliz, para no sentirse incompleto, sin realizar en sus aspiraciones. 
Salir a cabalgar junto al escuálido Rocinante y su desbaratado jinete por los descampados de La Mancha, recorrer los mares en pos de la ballena blanca con el capitán Ahab, tragarnos el arsénico con Emma Bovary o convertirnos en un insecto con Gregorio Samsa, es una manera astuta que hemos inventado a fin de desagraviarnos a nosotros mismos de las ofensas e imposiciones de esa vida injusta que nos obliga a ser siempre los mismos, cuando quisiéramos ser muchos, tantos como requerirían para aplacarse los incandescentes deseos de que estamos poseídos. 
La literatura sólo apacigua momentáneamente esa insatisfacción vital, pero, en ese milagroso intervalo, en esa suspensión provisional de la vida en que nos sume la ilusión literaria —que parece arrancarnos de la cronología y de la historia y convertirnos en ciudadanos de una patria sin tiempo, inmortal— somos otros. Más intensos, más ricos, más complejos, más felices, más lúcidos, que en la constreñida rutina de nuestra vida real. 

En este sentido, la buena literatura es siempre –aunque no lo pretenda ni lo advierta –sediciosa, insumisa, revoltosa: un desafío a lo que existe. La literatura nos permite vivir en un mundo cuyas leyes transgreden las leyes inflexibles por las que transcurre nuestra vida real, emancipados de la cárcel del espacio y del tiempo, en la impunidad para el exceso y duelos de una soberanía que no conoce límites. ¿Cómo no quedaríamos defraudados, luego de leer La guerra y la paz o En busca del tiempo perdido, al volver a este mundo de pequeñeces sin cuento, de fronteras y prohibiciones que nos acechan por doquier y que, a cada paso, corrompen nuestras ilusiones? Ésa es, acaso, más incluso que la de mantener la continuidad de la cultura y la de enriquecer el lenguaje, la mejor contribución de la literatura al progreso humano: recordarnos (sin proponérselo en la mayoría de los casos) que el mundo está mal hecho, que mienten quienes pretenden lo contrario —por ejemplo, los poderes que lo gobiernan—, y que podría estar mejor, más cerca delos mundos que nuestra imaginación y nuestro verbo son capaces de inventar.

Una sociedad democrática y libre necesita ciudadanos responsables y críticos, conscientes de la necesidad de someter continuamente a examen el mundo en que vivimos para tratar de acercarlo —empresa siempre quimérica— a aquél en que quisiéramos vivir; pero, gracias a su sequedad en alcanzar aquel sueño inalcanzable—casar la realidad con los deseos— ha nacido y avanzado la civilización, y llevado al ser humano a derrotar a muchos —no a todos, por supuesto — demonios que lo avasallan. Y no existe mejor fermento de insatisfacción frente a lo existente que la literatura. Para formar ciudadanos críticos e independientes, difíciles de manipular, en permanente movilización espiritual y con una imaginación siempre en ascuas, nada como las buenas lecturas.

Ahora bien, llamar sediciosa a la literatura porque las bellas ficciones desarrollan en los lectores una conciencia alerta respecto de las imperfecciones del mundo real, no significa, claro está, como creen las iglesias y los gobiernos que establecen censuras para atenuar o anular su carga subversiva, que los textos literarios provoquen inmediatas conmociones sociales o aceleren las revoluciones. Entramos aquí en un terreno resbaladizo, subjetivo, en el que conviene moverse con prudencia. Los efectos socio-políticos de un poema, de un drama o de una novela son inverificables porque ellos no se dan casi nunca de manera colectiva, sino individual, lo que quiere decir que varían enormemente de una a otra persona. 
Por ello es difícil, para no decir imposible,establecer pautas precisas. De otro lado, muchas veces estos efectos, cuando resultan evidentes en el ámbito colectivo, pueden tener poco que ver con la calidad estética del texto que los produce. Por ejemplo, una mediocre novela, La cabaña del tío Tom, de Harriet Elizabeth Beecher Stowe, parece haber desempeñado un papel importantísimo en la toma de conciencia social en Estados Unidos sobre los horrores de la esclavitud. Pero que estos efectos sean difíciles de intensificar, no implica que no existan. Sino que ellos se dan, de manera indirecta y múltiple, a través de las conductas y acciones de los ciudadanos cuya personalidad los libros contribuyeron a modelar.

La buena literatura, a la vez que apacigua momentáneamente la insatisfacción humana, la incrementa, y, desarrollando una sensibilidad crítica inconformista ante la vida, hace a los seres humanos más aptos para la infelicidad. Vivir insatisfecho, en pugna contra la existencia, es empeñarse en buscar tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro, condenarse en cierta forma a librar esas batallas que libraba el coronel Aureliano Buendía, de Cien años de soledad , sabiendo que las perdería todas. Esto es probablemente cierto: pero también lo es que, sin la insatisfacción y la rebeldía contra la mediocridad y la sordidez de la vida, los seres humanos viviríamos todavía en un estadio primitivo, la historia se hubiera estancado, no habría nacido el individuo, ni la ciencia ni la tecnología hubiera despegado, ni los derechos humanos serían desconocidos, ni la libertad existiría, pues todos ellos son criaturas nacidas a partir de actos de insumisión contra una vida percibida como insuficiente e intolerable.


Hagamos un esfuerzo de reconstrucción histórica fantástica, imaginando un mundo sin literatura, una humanidad que no hubiera leído poemas ni novelas. En aquella civilización ágrafa, de léxico liliputiense, en la que prevalecerían acaso sobre las palabras los gruñidos y la gesticulación simiesca, no existirían ciertos adjetivos formados a partir de las creaciones literarias: quijotesco, kafkiano, pantagruélico, rocambolesco, orwelliano, sádico y masoquista, entre muchos otros. Habría locos, víctimas de paranoias y delirios de persecución, y gentes de apetitos descomunales y excesos desaforados, y bípedos que gozarían recibiendo o infligiendo dolor, ciertamente. Pero, no habríamos aprendido a ver detrás de esas conductas excesivas, en entredicho con la supuesta normalidad, aspectos esenciales de la condición humana, es decir, de nosotros mismos, algo que sólo el talento creador de Cervantes, de Kafka, de Rabelais, de Sade o de Sacher-Masoch nos reveló. 

De donde resulta que la irrealidad y las mentiras de la literatura son también un precioso 
vehículo para el conocimiento de verdades recónditas de la realidad humana. Estas verdades no son siempre halagüeñas; a veces el semblante que se delinea en el espejo que las novelas y poemas nos ofrecen de nosotros mismos es el de un monstruo. Ocurre cuando leemos las horripilantes carnicerías sexuales fantaseadas por el divino marqués, o las tétricas dilaceraciones y sacrificios que pueblan los libros malditos de un Sacher-Masoch o un Bataille. A veces, el espectáculo es tan ofensivo y feroz que resulta irresistible. Y, sin embargo, lo peor de esas páginas no es la sangre, la humillación y las abyectas torturas y retorcimientos que las afiebran; es descubrir que esa violencia y desmesura no nos son ajenas, que están lastradas de humanidad, que esos monstruos ávidos de transgresión y exceso, se agazapan en lo más íntimo de nuestro ser y que, desde las sombras que habitan, aguardan una ocasión propicia para manifestarse, para imponer su ley de los deseos en libertad, que acabaría con la racionalidad, la convivencia y acaso la existencia. 
No la ciencia, sino la literatura, ha sido la primera en bucear las simas del fenómeno humano y descubrir el escalofriante potencial destructivo y auto destructor que también lo conforma. Así pues, un mundo sin literatura sería en parte ciego sobre esos fondos terribles donde a menudo yacen las motivaciones de las conductas y los comportamientos inusitados del hombre.


Desde luego que es más que improbable que esta tremendista perspectiva se llegue jamás a concretar. La historia no está escrita, no hay un destino preestablecido que haya decidido por nosotros lo que vamos a ser. Depende enteramente de nuestra visión y voluntad que aquella macabra utopía se realice o eclipse. 
Si queremos evitar que con la literatura desaparezca, o quede arrinconada en el desván de las cosas inservibles, esa fuente motivadora de la imaginación y la insatisfacción, que nos refina la sensibilidad y enseña a hablar con elocuencia y rigor, y nos hace más libres y de vidas más ricas e intensas, hay que actuar. Hay que leer los buenos libros, e incitar y enseñar a leer a los que vienen detrás —en las familias y en las aulas, en los medios y en todas las instancias de la vida común—, como un quehacer imprescindible, porque él impregna y enriquece a todos los demás.

Extraído y resumido del epílogo del libro La verdad de las mentiras de M. Vargas llosa.




Comentarios

  1. La literatura es muy importante conforme señalas, yo encontré mucha información al respecto en calpulalpan que me ayudo a profundizar conocimientos.

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