Paternidad, píldora, prostitución... I. Alonso Tinoco

A continuación transcribo un artículo para el debate sobre un tema de actualidad, escrito por I. Alonso Tinoco.


LA PATERNIDAD Y LA PíLDORA: DOS REVOLUCIONES

I. Alonso Tinoco





Según el diccionario, prostitución es la “ocupación de la persona que tiene relaciones sexuales a cambio de dinero” o también, “intercambio de actos sexuales por dinero u otra cosa de valor”.

Pero lo que en principio parece claro, puede tener modalidades de difícil calificación. Por ejemplo: recibir dinero por realizar un espectáculo “porno” en directo ante uno o varios espectadores/clientes, ¿es o no es prostitución? Si los “actores” reciben dinero por alguna actuación sexual, parece claro que sí. Que el espectáculo sea contemplado en una sala de cine o en un televisor o en la pantalla de un ordenador por un número indefinido de personas, no cambia el carácter del hecho, en todo caso lo refuerza.

Algunas modalidades de masajes tienen como objetivo o efecto buscado, la excitación sexual: también es sexo por dinero.

Hay emparejamientos en los que existe un pacto implícito o expreso en el cual una de las partes ofrece el monopolio de su cuerpo en exclusiva –“barra libre” sexual- a la otra parte a cambio del sostén económico o de lujosas contrapartidas, según el nivel económico en que se muevan. Sin motivación afectiva alguna. Generalmente camuflados por un matrimonio notablemente asimétrico. En otros tiempos se llamaban matrimonios de “interés”. Esto es también sexo por dinero mediante un contrato indefinido. Y naturalmente hablo de un acuerdo en libertad, otra cosa sería esclavismo: no hablo de eso.

Y en el mundo de la “guapeza profesional” (algunos concursos de belleza, desfiles de modelos con gran carga erótica) ¿no se está comerciando con el atractivo sexual?

Hay numerosas actividades, ocupaciones y espectáculos que bordean las indefinibles fronteras de la prostitución envueltos en algún formato artístico o vanguardista. Maquillaje social para disimular la contradicción entre lo deseable y lo aceptable. Algo así como condenar el desnudo pero entusiasmarse con los tejidos transparentes. Hipocresía pura.

El comercio sexual se filtra por infinidad de resquicios culturales, legales o tradicionales y no desaparecerá mientras haya alguien con una pulsión sexual demandante y alguien dispuesto a recibir contraprestación por atenderla. Miles de años lo atestiguan.

¿Por qué este empeño inútil en disfrazar la prostitución o en tratar de impedirla en vez de regularla? El control sanitario sistemático sería beneficioso para unos y otros/as; la regulación laboral, sería beneficiosa para las arcas públicas emergiendo progresivamente de la economía sumergida. Y tal vez lo más importante: acabaría con el rufianismo y la trata, con su secuela de violencia, abusos y esclavismo.

¿Cuál es el inconveniente?

La respuesta es de orden moral: se considera indigno alquilar el cuerpo por dinero. Pero... todos los trabajos “alquilan” el cuerpo por dinero u otra contraprestación. Un bracero agrícola o un jardinero alquilan su fuerza de trabajo, sus brazos, su oficio; una enfermera, los cuidados al enfermo; un ingeniero, alquila su cerebro...

La cuestión, entonces, es la parte del cuerpo que se alquila. Queda claro, en seguida, que es la especial consideración del sexo lo que hay en el fondo de la condena. Ese es el núcleo del asunto. ¿Por qué esa consideración especial?

Retrocedamos ahora algunas decenas de miles de años -es imposible precisarlo con exactitud- hasta el paleolítico superior quizás. Nuestros remotos antepasados no sabían que el coito está relacionado con la gestación y con el parto, como no lo saben nuestros primos los chimpancés ni el resto de los animales. A nosotros nos parece obvio, pero no lo es en absoluto: entre el coito y la percepción del embarazo hay varios meses y no hay ninguna relación evidente. Probablemente relacionaron primero la gestación con algún factor externo como la lluvia que evidentemente fertiliza los campos, las plantas, los frutos...

En esas etapas de la evolución humana, los contactos sexuales serían promiscuos, indiscriminados, sin más limitaciones que las que impone la jerarquía en el grupo, como son las de los chimpancés o los bonobos. Los contactos sexuales son consecuencia del deseo, sin más implicaciones; tan rutinarios como el comer o el dormir, pura biología. La única relación directa y evidente entre los miembros del clan es la de la hembra con el hijo que ha parido. Son las hembras del clan las que hacen crecer el grupo, las que garantizan la supervivencia. Son, probablemente, los tiempos del matriarcado primigenio.

Pero andando los siglos, tal vez en el mesolítico, nuestros antepasados consiguieron relacionar los coitos con la gestación y algún tiempo después, un coito concreto con la gestación subsiguiente. La observación de la relación coito-gestación-nacimiento, convierte lo que era simplemente un comportamiento biológico en un hecho cultural.

Y este descubrimiento trastocó completamente las relaciones en el clan y originó cambios profundos que llegan hasta la actualidad.

Al relacionar el nacimiento de un nuevo miembro del grupo con la monta de un determinado macho, surge la consciencia de paternidad. Ese macho inaugura una nueva relación, la del padre con el hijo, inexistente hasta entonces. El crecimiento del clan ya no es solo debido a la hembra que pare, sino también al macho concreto que se sabe involucrado. Sin duda, eso repercute en las relaciones de poder dentro del clan. Y abre la puerta a la herencia de bienes (armas, instrumentos, pieles...) y de funciones (roles, atributos, poderes, jerarquía...).

Pero ese nuevo escenario exige ahora una nueva condición: la exclusividad sexual. Sin una fidelidad garantizada la paternidad no es segura y, por lo tanto, la herencia, la transmisión de bienes y funciones no tendría lugar. Hay una importante diferencia: la maternidad es evidente (la hembra es madre del hijo que pare) pero la paternidad, no. De aquí procede el distinto tratamiento del adulterio en hombre o en mujer en todas las culturas a lo largo de los siglos. Se hace necesario un compromiso de fidelidad en la pareja asumido frente al clan, que es testigo y garante de su cumplimiento. Es el origen de los ritos de matrimonio en cualquiera de sus versiones y del vínculo familiar (hembra-hijo-macho) sacralizando la relación sexual que, desde entonces, tiene una consideración especial por lo que comerciar con el sexo es censurable, “sacrílego” e incluso disfrutar del sexo simplemente como fuente de placer es banalizarlo y, por lo tanto, condenable. Esta consideración impregna todas las religiones.

El conocimiento de la vinculación del coito con la reproducción tiene otras consecuencias importantes: por un lado, restricción de la libertad sexual al quedar constreñida por el matrimonio, lo que favorece la aparición de un “mercado negro” del sexo: la prostitución; por otro lado, la posibilidad de una gestación, vivida como un “riesgo” inevitable en cada encuentro sexual, se convierte en un condicionante permanente del que solo puede escaparse con la limitación de los coitos o acudiendo al sexo mercenario, prostitución, ya que no hay procedimientos seguros que separen placer y riesgo de gestación.

Pero en los años cincuenta del pasado siglo, Gregory Pincus, investigador hormonal de Harvard y Ernesto Miramontes, químico mejicano, consiguen sintetizar un esteroide que bloquea la ovulación en la mujer: noretisterona. A partir de ahí y tras varios tanteos, combinando noretinodrel (gestágeno) y mestranol (estrógeno), consiguen la primera “píldora” anticonceptiva efectiva: “Enovid”, que tuvo su presentación en sociedad al ser aprobada por la FDA (Administración de alimentos y medicamentos) norteamericana en 1960.

Este descubrimiento permite separar la sexualidad de la reproducción, lo que desencadena una serie de consecuencias trascendentales que están todavía en pleno desarrollo. A partir de entonces la sexualidad sigue una vía independiente. La sacralidad se ha roto.

En primer lugar, de modo eficaz, seguro y barato, se puede controlar la natalidad (actualmente, toman la “píldora” cien millones de mujeres en el mundo). Ya no se tienen los hijos que “Dios quiere”, sino los que decide la pareja o la mujer y deciden tener menos hijos y más espaciados: descenso de la natalidad, con su correspondiente repercusión demográfica y envejecimiento general de la población. Los hijos suelen mejorar en sus expectativas y en calidad de vida.

Las mujeres, en proporción creciente, se van incorporando al mundo laboral” exterior” al reducirse las cargas domésticas y adquieren mayor independencia. (Sin cuestionar lo que parece una tendencia favorable, sospecho que el gran capital es el verdadero beneficiario al conseguir la duplicación de la “plantilla” de trabajadores por la mitad de precio). Esto tiene repercusión macroeconómica y social: se va produciendo una redistribución de roles que -en algunos casos- aumenta las fricciones en el ámbito laboral o familiar. Aumenta el número de separaciones y divorcios (actualmente en torno al 50% de los matrimonios), al disminuir la dependencia económica de la mujer. El cuidado de los bebés y ancianos, antes doméstico, se va externalizando a guarderías y residencias respectivamente.

Desaparecido el miedo al embarazo (y con el recurso adicional del aborto), se rebaja inmediatamente la responsabilidad de cualquier encuentro sexual y sobre esta responsabilidad descansaba todo el entramado moral y legal. Ahora, la relación sexual puede ser un fin en sí misma, la procreación puede ser bloqueada o no, cuando y con quien se quiera de modo seguro y asequible, lo que dinamita los cimientos del matrimonio y de la familia.

En consecuencia, el erotismo y la sexualidad se disparan. Los comportamientos son más libres y desinhibidos. Surgen comunidades que practican la revolución sexual, el “amor libre”, movimientos hippies y análogos. Florecen comercios dedicados exclusivamente al sexo. Desciende la edad de la primera experiencia sexual, aumenta la tolerancia a la prostitución y a la pornografía, se normalizan comportamientos en otro tiempo impensables...

Las leyes van recogiendo este ambiente. Regulando, amparándolo, a veces fomentándolo, según el clima político dominante. La píldora, sirva como ejemplo, no se legalizó en España hasta 1978, 18 años después de su disponibilidad.

Todo este entramado de consecuencias demográficas, económicas, sociales, laborales y sexuales está en plena evolución. El hecho de estar “dentro” del torbellino, viviéndolo con la naturalidad de lo cotidiano, no nos deja apreciar la importancia del cambio. Es necesario hacer el esfuerzo de verlo desde “fuera”, con perspectiva histórica. Curiosamente, estos dos descubrimientos revolucionarios en la historia de la sexualidad humana -paternidad y control de natalidad- han tenido efectos contrapuestos: el primero, consecuencias restrictivas; el segundo, liberadoras, pero con repercusiones de gran calado que aún es pronto para evaluar.


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