La pandemia, las dudas y las lecciones generales. A. Diéguez Lucena

En el blog de la Academia Malagueña de Ciencias se ha publicado recientemente un artículo sobre reflexiones diversas relacionadas con la pandemia. Sobre todo en lo que hace a la gestión de la incertidumbre. El autor es Antonio Diéguez Lucena Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Málaga. Os invito a leerlo a continuación y participar en la reflexión y aportes sobre el tema.

https://academiamalaguenaciencias.wordpress.com/2021/02/06/la-pandemia-las-dudas-y-las-lecciones-generales/

LA PANDEMIA, LAS DUDAS Y LAS LECCIONES GENERALES

 Antonio Diéguez Lucena

Academia Malagueña de Ciencias


¿Cómo pueden contribuir las ciencias sociales y las humanidades al análisis del impacto que la pandemia de COVID-19 está teniendo en la sociedad? Diversos académicos pertenecientes a la Academia Malagueña de Ciencias, encuadrados en la Sección de Ciencias Sociales, traerán a esta tribuna de opinión sus particulares perspectivas sobre este asunto. Intentamos así contribuir al encuentro entre las ciencias y las humanidades. Es este un objetivo prioritario, pues parece  imprescindible que juntos pensemos el mundo, ya que no es la naturaleza la que se especializa sino los humanos. La especialización ha contribuido de manera muy importante al aumento de la información y al progreso, pero también hay en este momento un exceso de información, una infodemia, que no siempre contribuye a la mejora del conocimiento. El pensamiento crítico independiente de los académicos, nos permitirá conocer mejor los desafíos a los que la sociedad se enfrenta como consecuencia de esta catástrofe mundial sobrevenida.




No hay artículo o análisis sobre la pandemia que no mencione la palabra “incertidumbre”. Hay quien la presenta con sorpresa, como si de algo inesperado se tratara, como si la condición humana no hubiera estado sometida siempre a ella. Gran descubrimiento este de que “habitamos la incertidumbre”. ¿Hemos hecho alguna vez otra cosa que vivir instalados en ella? ¿Han resistido mucho tiempo todas las certezas anteriores que hemos intentado forjar? ¿Ha tenido nuestro destino en algún momento un rumbo seguro?

La sorpresa y la inquietud que esta precariedad vital traída por el coronavirus ha producido en tantos se debe a que en buena parte del mundo, esa parte en la que la muerte es sistemáticamente ocultada y la vida, con más o menos aprietos, puede resolverse casi siempre con dignidad, le estamos viendo de frente la cara a la muerte propia, contándola como una posibilidad no tan remota, y el futuro de muchas familias ha quedado en el aire. Quizás hubo un momento en las décadas pasadas en que se llegó a pensar que los avances de la ciencia y la tecnología nos estaban despejando el camino para disfrutar de un futuro seguro y favorable. Quedaban grandes retos pendientes, que podrían traer contratiempos, como el del cambio climático, la pobreza y la persistencia de desigualdades sociales, la inestabilidad política y la guerra en algunos países, la dificultad para vencer ciertas enfermedades, como la malaria o el cáncer, etc., pero el progreso tecnológico prometía ofrecernos en el futuro (y quizás en uno no muy lejano), soluciones para todos esos problemas, o, al menos, paliativos que permitirían sobrellevar la situación hasta encontrar las auténticas soluciones más adelante. El transhumanismo, con sus promesas de eterna juventud, de inmortalidad y de felicidad plena y potenciada, se había convertido en una filosofía de moda que empezaba a sonar tan plausible como los discursos científicos (mucho más austeros en realidad) en los que pretendía basarse. La pandemia ha venido a enfriar todas esas esperanzas.

En Occidente serán las vacunas las únicas que podrán conseguir vencer al coronavirus. En Oriente las cosas ha sido algo distintas. No porque las vacunas no estén siendo allí también fundamentales, sino porque han conseguido domeñar previamente al virus a base de un férreo control social, unido a la tecnología sanitaria. Dos estilos diferentes de enfrentarse al mismo problema, pero los dos hacen un uso extensivo de la tecnología, sin la cual solo nos quedaría el confinamiento y la suerte. Claro que no es lo mismo usar una tecnología como las vacunas, administradas voluntariamente, al menos en los países democráticos, que usar tecnologías de control social. Esas tecnologías de control son impracticables en buena parte de Occidente (afortunadamente) y han sido utilizadas después de forma artera para usos policiales (Singapur) o de vigilancia política (China). A estas alturas debería estar claro, pues, que esa victoria sobre el coronavirus, si finalmente se consigue, ni nos hará mejores, ni más sabios, ni alumbrará un futuro demasiado distinto al presente en el que estamos. Solo mostrará que la naturaleza ha seguido su curso y la tecnología nos ha ayudado a evitar efectos más devastadores.

Esta es la tesis de uno de los mejores artículos que he leído estos días sobre la pandemia, el de Janan Ganesh para el Financial Times, titulado “Covid has no grand lesson for the world”. El artículo ofrece un mensaje muy diferente del que transmitieron algunos filósofos mediáticos en el primer momento, cuando anunciaron grandes cambios políticos y sociales debidos a las consecuencias del coronavirus. Parecía, en efecto, por las reacciones de esos destacados intelectuales, que la pandemia iba de democracia, de totalitarismo, de oportunidad para un comunismo fraternal, de esperanza en un gobierno mundial, de un cambio radical en los valores y en la forma de vida. Se dijo que todo iba a transformarse, que nada sería como antes, que los seres humanos seríamos capaces de forjar un mundo nuevo (utópico o distópico, según los autores). Lo que nos explica Ganesh, con bastante sensatez, es que esta crisis, a diferencia de otras anteriores, no tiene ninguna lección que ofrecer.

La Primera Guerra Mundial desacreditó a los imperios y potenció a las naciones; la Segunda, frenó ese nacionalismo en favor de instituciones internacionales, como la ONU; la crisis de los 70 mostró los límites del estado de bienestar y de las políticas keynesianas; la de 2008 volvió a ponerlos en valor. Sin embargo, esta crisis –nos dice Ganesh– ha dejado las cosas tal como estaban antes. Las democracias no lo han hecho mejor que los países autoritarios. Nadie ha tenido alternativas claramente superiores. El supuesto éxito de algunos países asiáticos tampoco enseña nada, pese a lo que dijera el filósofo Byung-Chul Han, dada la variedad de circunstancias y procedimientos que encontramos en ellos. Si miramos la lista de los países con menor número de muertos por cien mil habitantes, dejando fuera a los archipiélagos y a pequeños países, lo que encontramos es que el menos afectado es Taiwán, seguido de Camboya, Corea del Norte, China, Singapur y Nueva Zelanda. Es de suponer que algunos de estos datos han de ser puestos en cuestión, pero lo que queda de manifiesto es la heterogeneidad de los países mencionados. Lo más que podemos afirmar con seguridad es que algunos líderes concretos han gestionado mejor que otros, pero sin que nada de esa buena gestión sea atribuible a algún factor común.

Por eso, no es mal consejo el de Ganesh cuando nos sugiere que va siendo hora de suspender la búsqueda de una lección general sobre la pandemia. No hay, en efecto, grandes lecciones geopolíticas que sacar. Solo queda atribuir responsabilidades por la incompetencia, allá donde haya causado daños, y seguir adelante con las incertidumbres y las dudas. Él, sin embargo, no se resiste a ofrecernos al final del artículo una moraleja: “Es bastante difícil vivir con la ambigüedad y la confusión, pero el compromiso con el tipo de cambio equivocado sería mucho peor”.

Por mi parte, si se me permite, quisiera añadir otra. No se trata una lección general, sino de una recomendación concreta bien conocida y muchas veces repetida. Dada la rapidez con la que los científicos han conseguido vacunas efectivas y dada la lentitud con la que se está llevando a cabo la vacunación en la mayoría de los países, así como los errores y trapacerías que hemos visto en su compra y distribución, me parece que tenemos mucho que aprender de cómo funciona la ciencia, tal vez así también aprendamos a mejorar la gestión y, sobre todo, aprendamos a distribuir sus beneficios de forma justa entre la población. Apoyar el desarrollo de la ciencia sigue siendo la mejor apuesta para conseguir un futuro menos incierto.

 ACADEMIA MALAGUEÑA  DE CIENCIAS 

FEBRERO 2021



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