Cataluña: Decálogo para el "diálogo". Federico Soriguer
Días pasados en el periódico Diario Sur, Federico Soriguer plantea en una columna de opinión un decálogo como propuesta para un diálogo eficaz sobre el tema de Cataluña. El artículo lo ha titulado Interlocutores Válidos.
Opinión
INTERLOCUTORES VÁLIDOS
Federico Soriguer Escofet
Es este un momento crítico de la política nacional
en el que la formación de gobierno va a necesitar mucho dialogo En estas misma
páginas de Diario SUR, el pasado día 20 de noviembre el filosofo Daniel
Innerarity, incluía a España en la categoría de las democracias «iliberales»,
por su incapacidad para resolver el conflicto de Cataluña. Una cuestión para
cuya solución recomendaba «diálogo». Menos mal, pues a casi nadie se le había
ocurrido antes esta genial solución.
Es este un momento crítico de la política nacional
en el que la formación de gobierno va a necesitar mucho diálogo. Como
Innerarity no nos dice nada cómo y de que hay que hablar, me he permito aquí
resumir en forma de decálogo algunas
premisas que me parecen imprescindibles para que el dialogo sea fructífero.
Primero: Para hablar hacen falta «interlocutores válidos».
Debo el concepto a Adela Cortina quien en su libro 'Ética de la razón cordial',
lo desarrolla como una condición necesaria para el diálogo. Dialogar exige la
aceptación de unas reglas mínimas, las del interlocutor válido, sobre las que
se pueda ir construyendo una conversación.
Segundo: Quienes hablan en nombre del pueblo tienen primero que demostrar que tal
cosa existe. La palabra «pueblo» aplicada a una comunidad, es la sustitución
moderna del concepto de «raza» y tan prepolítica y anticuada como esta. No
existe tal cosa como un pueblo (catalán, vasco, o español) solo existe una
comunidad de ciudadanos, (un demos), sujetos de derechos y por tanto sometidos
al imperio de la ley. Lo demás es barbarie. E igual ocurre con la idea de
nación, esa construcción idealizada, que hunde sus raíces en un pasado heroico,
en donde habita un pueblo portador de una cultura y unos valores comunes y por
tanto políticamente homogéneos. Es por esto que el debate sobre la naturaleza
de cada uno de los territorios de España es irracional, prepolítico e
intelectualmente prescindible.
Tercero: No existe tal cosa como los derechos históricos. Eso es tan predemocrático o más que la idea de «pueblo». No hay pueblo sin historia. La historia tal vez explique, pero no justifica, los desvaríos del presente. Eso se llama determinismo histórico, cuyos excesos han llevado a la desolación y a la muerte a los países que han caído en el historicismo (Popper dixit).
Tercero: No existe tal cosa como los derechos históricos. Eso es tan predemocrático o más que la idea de «pueblo». No hay pueblo sin historia. La historia tal vez explique, pero no justifica, los desvaríos del presente. Eso se llama determinismo histórico, cuyos excesos han llevado a la desolación y a la muerte a los países que han caído en el historicismo (Popper dixit).
Cuarto: La identidad nacional es una falacia, como lo es
la reclamación de determinados derechos en nombre de las «diferencias». El
identitarismo esconde un supremacismo en el que hoy, a «las mosquitas muertas»
postmodernas, les resulta insoportable reconocerse. Pero no otra cosa parecen
los argumentos de los soberanistas.
Quinto: El derecho de autoderminación es una fantasía
postcolonial. Hay que demostrar previamente que se es un pueblo «diferente» y
que se es un pueblo oprimido. La autodeterminación de Cataluña es un sarcasmo.
La autodeterminación hoy no es sino «la secesión de los ricos»
(Ariño&Romero) (Piketty), los únicos que de verdad la están consiguiendo.
Algo que al parecer le es indiferente a tanto revolucionario postmoderno e
ilustrado. Qué ironía.
Sexto: La democracia plebiscitaria es la enfermedad
infantil de la democracia representativa. Solo una comunidad infantilizada
puede creer que decisiones tan complejas como la independencia de un trozo de
un país democrático se puede resolver con una pregunta binaria e irreversible.
En España desde hace 40 años el demos viene bien definido por la Constitución y
ese demos se ha autoderminado más de 50 veces en estos años. Ahora lo quieren
resolver con un SÍ o un NO. ¿De verdad nos creen tan estúpidos?
Séptimo: La calificación de España como estado fascista es
un insulto repetido y gritado por los violentos y por todas las angélicas almas
independentistas. Refutar la falsedad del insulto no exige mayores esfuerzos y
descalifica moral e intelectualmente a quienes desde las instituciones y las
calles de Cataluña lo proclaman.
Octavo: Agotados los insultos, rebatidos los argumentos
que justifican el victimismo nacionalista, el argumentario independentista se
ha refugiado en las emociones y los sentimientos. «Tú no lo puedes entender
porque no eres catalán» excluyendo así de un plumazo a la mitad mas uno de los
ciudadanos de Cataluña, a todos los oriundos como el que esto escribe y, por
supuesto, al resto del mundo. A esto, popularmente, antes se le llamaba
«ombliguismo». Hoy se llama «emotivismo». La falacia de la democracia
sentimental la ha analizado magistralmente un malagueño, Manuel Arias Maldonado
y al libro con el mismo título me remito.
Noveno: La vociferación de conceptos como «democracia de
las masas y de la calle» o «desobediencia civil», es una artimaña para revestir
de pontifical el incumplimiento de la ley. Cuando en una democracia alguien se
salta la ley, el tercer poder del Estado, los jueces, persiguen de oficio a los
delincuentes. La democracia no está por encima de la ley. ¡Eso sí que es
fascismo¡
Décimo: Llamar «tsunami democrático» a lo que está
ocurriendo en Cataluña no es ni una paradoja ni un sarcasmo. Es un oxímoron. Esa
figura retórica de pensamiento que consiste en complementar una palabra con
otra que tiene un significado opuesto. Otros, más sofisticados, le llaman
pensamiento débil.
Epílogo. ¿Alguien cree que el Sr. Torra está dispuesto a
negociar a partir de estos puntos? Frente al emotivismo de las masas, frente al
apoyo de estos demócratas pusilánimes y circunstanciales que se tornan
independentistas cuando, como adolescentes malcriados, «algo no les gusta»,
frente a la cursilería de una izquierda infantilizada que se ha convertido en
la mejor aliada del capitalismo de casino, apoyando a las revoluciones
intimistas e identitarias de los ricos, los constitucionalista tienen la
obligación de unir sus voces y resistir. Para controlar los desordenes de orden
público el estado democrático tienen el monopolio de la fuerza. Frente a la
deriva ideológica de quienes desprecian, insultan e intentan destruir el orden
constitucional los ciudadanos tenemos la obligación de utilizar hasta el
agotamiento la legitimidad moral y argumental que da el pertenecer a un país
democrático, pues no se le puede dejar a los enemigos de la democracia el
monopolio de eso que ahora se llama el relato
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