Una reflexión sobre los Premios Nobel

Hacía ya cuarenta años que no sabía de mi amigo Juan L. Serra. Por estas cosas de las redes sociales volví a contactar con él y compartió conmigo una serie de relatos y reflexiones que había escrito tiempo atrás. Desde el otro lado del "charco" nos ofrece esta colaboración para meditar sobre ella


Lo bueno, lo malo y lo feo

“Después de todo, te enseñaron que el fin justifica los medios, pero vos ya no te acordás mucho de cuál es el fin. Tu especialidad siempre fueron los medios, y éstos deben ser contundentes, implacables, eficaces”. Mario Benedetti

Alfred Nobel (1833-1896) fue el industrial sueco que en 1886 inventó la dinamita. Hijo de un fabricante de armas, rápidamente se encariñó con los explosivos que supieron darle fama y convertirlo en millonario.
Una vez patentado, el explosivo hallazgo comenzó a usarse en minería, petróleo y construcción de caminos: era un buen destructor de rocas. Al poco tiempo la industria militar comprobó que también era un buen destructor de personas.
Esto último produjo algunos remordimientos en la conciencia de Alfred Nobel, que debió dedicar parte de su tiempo a buscar cómo tranquilizarla.

Lo primero que se le ocurrió fue pensar una máquina tan terriblemente mortífera que haría que los ejércitos, temiéndola, no la utilicen.
Su inteligencia no pudo hallar tremenda máquina, tampoco la fórmula química que reconstituyera los cuerpos rotos o diera vida a los miles de cadáveres que iba dejando el revolucionario invento. Pero su porfía redentora tuvo un destello de lucidez: puso en el testamento que se disponga de sus bienes para premiar a todos aquellos que, desde distintas disciplinas científicas,
contribuyan al progreso y bienestar de la humanidad.
Así nacieron, a partir de 1901, los Premios Nobel para química, física, medicina y literatura. Así nació también el Premio Novel de la Paz. Y a partir de 1969, cuando el neo-liberalismo asomaba elevando la economía al top ten de las ciencias, nació el Novel de Economía.
Hoy son premios muy famosos y respetados por la cultura de Occidente. Son también un buen argumento para aquellos que creen que las cosas horribles pueden transformarse en cosas bellas, siempre que sepamos ingeniárnosla para armar una buena cadena de valor que lave culpas y reparta beneficios, como el caso de la cadena explosivo-muerte-dinero-premios- progreso.

Como tantas cosas que admiramos, los Premios Nobel amasan lo bueno, lo malo y lo feo, con tal de hornear un budín que traerá “progreso y bienestar para la humanidad”. Basta ver algunos de los personajes distinguidos con el Novel de La Paz: Henry Kissinger, Marthin Luther King, Adolfo Pérez Esquivel, Dalai Lama, La Cruz Roja Internacional, Mijail Gorvachov, Rigoberta Manchú, Nelson Mandela, Yasir Arafat, American Friends Service, Jimmy Carter y Barack Obama, para notar la mezcla de pacifistas y guerreros. Lo cierto es que en todos los casos se premiaron los fines que, como toda utopía, nunca llegaron. Para los medios, que llegan todos los días y son los que en realidad afectan nuestras vidas, no hubo premios ni castigos.
Pero no seamos injustos con Nobel y las mentes brillantes que fueron premiadas.
El progreso, ya sea hacia un capitalismo individualista o un socialismo solidario, ha sabido bendecir todos los caminos, atajos, tácticas y estrategias.
El paradigma de que los fines justifican los medios, tal vez el virus más potente con que cuenta la modernidad para reproducirse, recibe el reconocimiento de conservadores, demócratas izquierdas, derechas, religiones y progresismos diversos.
Si hacemos un zoom desde los Nobel hasta nuestra realidad cotidiana, podemos ver que nos hemos acostumbrado a pelearnos a muerte por la disputa sobre el modelo de país, el programa que vendrá o la utopía deseada, pero luego se comparte la forma o los medios con los que todos los días entramos a las trincheras y aseguramos que, obtenido el triunfo, cambiaremos rápidamente el traje de combate por otro de primera comunión.
La realidad parece desmentir la sinceridad de este cambio de prendas, simplemente porque el cuerpo y el alma sigue siendo el mismo y, lo que es peor, la trinchera en vez de purificarlo lo contamina.
¿Acaso podemos ser lo que no aprendimos en el hacer?
¿No será que los medios van definiendo los fines?
¿No será que la forma en cómo nos comportamos en el diario vivir va construyendo la persona que somos y la sociedad que deseamos?
¿Por qué esperar que ciudadanos que viven como ricos actúen en favor de los pobres?, ¿por qué esperar que dirigentes y partidos autoritarios se conviertan en demócratas?, ¿por qué esperar que consumidores individualistas se conviertan en ciudadanos solidarios?

Renegamos del pensamiento mágico pero terminamos aplicándolo cuando se trata del comportamiento humano.
¿No estaremos siendo ingenuos?, o ¿dándole más valor al discurso que a la forma de vida?
Los dirigentes que ante cada cambio de gobierno cambian sus discursos, ¿cambiaron acaso su forma de vida? Y cuando desde los gobiernos se implementa un cambio, ¿cómo se sostiene si los beneficiados no cambian?

Y nobleza obliga, para otorgar una chance de perdón a Alfred Nobel y a gran parte de nuestros dirigentes locales, recordamos que Estados Unidos tiene alrededor de 800 bases militares en todo el mundo “para garantizar la paz”, y que Nikita Kruschev, líder de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas durante la “guerra fría”, pensaba instaurar el socialismo construyendo un estado con más y mejores misiles nucleares que los Norteamericanos...”primero los igualaremos y luego los superaremos”, expresaba el político soviético.
Bien nos vendría reflexionar sobre la cita de Mario Benedetti al principio de esta nota para intentar comprender muchos de los mal llamados “inexplicables comportamientos” del ciudadano argentino y de sus dirigentes.
Si seguimos produciendo, comercializando, financiándonos, educándonos, comunicándonos, etc., usando los mismos medios que reproducen nuestros males, y encima tratamos de ser
“eficientes, implacables y eficaces”, seguiremos tomando al toro por la cola y no por las astas.
No es para ahondar en el pesimismo, sino para poner más atención en la construcción del sentido común, que parece estar más cerca de los medios que de los fines.
Esto nos convoca a replantear la vieja pregunta: ¿Cómo se construye lo nuevo? No será que mezclar lo bueno, lo malo y lo feo, si bien se presenta como el camino más corto, al final resulta un camino sin fin con eternos retornos?
Juan L. Serra



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