Relato literario de un pasado inmediato


El  incidente

Viernes 21 de Marzo. Donostia.

Eran las 8,45 de una mañana  primaveral en aquel festivo en la que la luminosidad del día  prometía una jornada espléndida en  mi querida ciudad.
Había sonado el despertador pero aún así permanecí unos quince minutos más en la cama. Arantxa seguía dormida a mi lado y su cuerpo pegado a mí, pero inmóvil, demostraba poco interés en comenzar la jornada.
Hasta no hacía mucho tiempo era ella la que se levantaba primero y tiraba de mí lanzándome a la calle con variados planes para aprovechar un día de fiesta. Antes, locuaz, alegre, emprendedora y optimista había sufrido una transformación lenta pero progresiva en su carácter desde que ocurrió aquel incidente en mi trabajo.
Tras acariciarle el pelo sin respuesta, me levanté y me dirigí a la ventana de nuestro dormitorio. Como tantas veces, me extasiaba mirando desde mi piso el panorama de la ciudad comenzando un día tranquilo, soleado y con muy pocos coches en la calles. Desde allí la observación de los tejados de las casas y parte de la playa de La Concha me producían un placer sensorial intenso solo opacado por el miedo que se había instalado en nuestras vidas desde aquella noche traumática.
Preparé el desayuno y en una bandeja lo llevé a nuestro dormitorio. Desperté a Arantxa y desayunamos casi sin hablar.
Nuestra relación había cambiado sustancialmente desde hacía ya unos meses. Aunque ella me apoyó en todo momento después del incidente en la universidad, su carácter se fue agriando y tornándose  triste y apagado sobre todo tras mi negativa a marcharme de Euskadi.

Arantxa había nacido al igual que yo en Hondarribia y amaba esta tierra, pero le era insoportable vivir con miedo, desconfianza, sin libertad y sobre todo, despreciaba la irracionalidad, las creencias identitarias y la intolerancia ideológica que se había ido instaurando de forma progresiva en la sociedad.
Hasta hacía muy poco un placer del que ella disfrutaba consistía en pasear en un día como hoy por el casco viejo de la ciudad y que nos tomásemos unos vinos y unas tapas en cualquiera de los numerosos bares o tabernas  que proliferan en aquella zona.
 Pero ahora, hacía ya unos seis meses desde nuestro último paseo por allí. Desde entonces había decidido no volver por esos sitios después de que presenciásemos en la cola del cine aquella agresión cruel y cobarde contra aquel hombre solitario.
 Al parecer según nos enteramos ese día en los corrillos del tumulto esta persona había rechazado de forma vehemente colaborar con una petición para los presos etarras, manifestando además que éstos merecían estar en la cárcel. Fue en ese momento cuando de forma salvaje y con gran violencia fue atacado por un grupo de unos ocho jóvenes de esos que de forma mesiánica se consideran a sí mismos los liberadores de los ciudadanos vascos. Dejaron a este hombre tumbado en el suelo retorciéndose de dolor y sangrando por la boca y la nariz y sin que nadie se acercase a socorrerlo. Fue un espectáculo  inolvidable y doloroso ya que nosotros al igual que decenas de personas que presenciamos esta agresión, a los pocos minutos, abandonamos el lugar continuando con nuestro paseo o perdiéndonos en las tabernas de la zona, no sé si ya por vergüenza o por cobardía.
Aquel día quedamos ambos sumidos en un gran mutismo; sin embargo mi cabeza no dejó de recorrer como en un mecanismo de asociación libre mi juventud de militancia sindical, las luchas por las libertades en la época de la dictadura, los recuerdos de imágenes vistas en el cine de los camisas pardas nazis en la Alemania de antes de la guerra. En fin todo era vertiginoso en mi cerebro, pero lo que más me sobrecogía era recordar las caras de los fanáticos agresores de esa tarde cuando insultaban a aquel hombre diciéndole fascista, sin ser conscientes que esa palabra era precisamente la que mejor describía sus conductas.
Ahora ya pasado un tiempo pienso que estos individuos al igual que aquellos camisas pardas, estaban consiguiendo mediante el terror que fuésemos todos cómplices silenciosos de sus comportamientos liberticidas.
Para evadirme de estos penosos pensamientos decidí salir a dar un paseo. Antes llamé a mi hermano que ahora vive en Madrid intentando hablar con alguien querido y de confianza y así mitigar en algo la sensación de soledad e incomunicación que ahora me invadía. Mi sobrino me dijo que no estaba. Había salido con su mujer a correr por el parque del Retiro.
Arantxa no quiso acompañarme, por lo que decidí ir solo. Salí andando ya que hoy no usaría el coche y por lo tanto no tendría que mirar en los bajos del mismo para saber si una vez más había tenido la suerte de no ser el destinatario de una bomba colocada por los que me consideran enemigo de Euskal Herría.
Comencé a caminar por el paseo de la Concha, después por la avenida de la Libertad y tras media hora de recorrer diferentes calles terminé sentado enfrente del Kursaal.
A mis oídos llegaba el bullicio de unos niños que jugaban en la playa cercana, vi pasar algunas parejas disfrutando tal vez de la jornada de descanso, y a unos jóvenes practicando diferentes deportes. El día era hermoso; corría una brisa agradable y el sol majestuoso pero tibio nos envolvía a todos placenteramente.

En ese momento observé en un muro lateral del palacio de congresos  una multitud de carteles pidiendo en euskera la libertad de los presos y también la ya clásica y fatídica diana amenazando de muerte a un político que conocí tiempo atrás.
De repente otra vez me invadió el miedo y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Me sentí solo, extraño en mi propia tierra y reflexioné si no nos estábamos volviendo locos en esta sociedad fanatizada cada vez más tolerante de la violencia y la sinrazón.  Pensé en Arantxa y decidí acabar el paseo. Volví a casa.
Al entrar, Arantxa que seguía en la cama, giró su cuerpo para decirme que había llamado mi hermano.
Me senté al lado del teléfono y tardé bastante en marcar los números ya que habían desaparecido de mí las ganas de hablar. Al fin lo hice y mi hermano Mikel contestó al instante y como siempre estaba alegre, optimista y exultante.
Me contó que esa mañana había ido con su mujer a caminar por el Retiro y que más tarde acudieron a una exposición de arte en el museo Reina Sofía. Esto lo había contagiado como siempre de creatividad, ideas e ilusiones. Él era arquitecto y tenía unas inquietudes culturales intensas, al igual que yo tiempo atrás. Lo oí con cierta envidia y lejanía pero no se lo manifesté. Hablábamos todas las semanas pero él ya no me preguntaba sobre mis proyectos y miedos. Me había insistido tantas veces que me marchara de Euskadi que ante mi negativa había optado por no tocar estos temas.
Después de colgar el teléfono me quedé pensativo, rememorando diferentes momentos de mi historia personal que pasaban por mi mente de forma rápida hasta detenerme una vez más en aquella noche, la noche del incidente que cambió mi vida.

 Recordé que tras aquella conferencia,  pasé de sentirme o de creerme un hombre libre a ser un individuo amenazado, apartado y temeroso en mi propio país. Quizás hasta ese momento no había querido ver que ya antes muchos otros habían dejado de vivir en libertad.
Recordé también con más detalles a aquel joven que tras mi conferencia sobre los cambios sociales y la globalización me preguntó en la mesa redonda sobre los nacionalismos. Le respondí con toda mi franqueza intelectual que los consideraba como una de las facetas más destacadas de la imbecilidad humana en el siglo XXI y que las ideologías que lo sustentaban eran obsoletas y arcaicas pero efectivas para envenenar a la población apelando a victimismos exagerados. En esa noche, aquella respuesta modificó mi existencia y la de mi familia.
Un ruido en el dormitorio me hizo recordar que Arantxa seguía en la cama. Me aproximé a la puerta de mi despacho y vi mis libros desordenados y algo abandonados sobre el escritorio donde antes yo preparaba las clases. Desde hacía un tiempo que había abandonado ese quehacer ya que me dedicaba ahora a funciones auxiliares en la facultad.
Permanecí más de una hora sentado en mi despacho y en mi cabeza bullían mil pensamientos. Sentí una sensación angustiosa e inquietante en mi interior y sin siquiera darme cuenta unas lágrimas humedecieron mis ojos.
Después de un tiempo y sin saber muy bien porqué me dirigí a mi dormitorio y con decisión, ternura y mucho cariño logré convencer a Arantxa que se levantara y me acompañara a dar un paseo por nuestra ciudad.
Fue un hermoso día. Comimos fuera, tomamos el sol y caminamos hasta el atardecer por la playa. Esa noche al regresar a nuestra casa volvimos abrazados y sonrientes como antes. Oímos música, hicimos el amor y repasamos nuestro álbum de fotos. Más tarde, me volví a sentar enfrente de mi ordenador después de mucho tiempo.

Comencé a escribir un artículo para enviar al periódico, aún dudando si llegaría a publicarse, pero necesitaba expresar mis sentimientos y mi posición intelectual frente a la pérdida de libertades impuesta por el miedo en nuestra sociedad. Al menos esa noche dormí más tranquilo. 
J.P


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