Relato literario: Hacia la nada



Hacia la nada  
       
 Cuando entré aquella mañana en el Centro de Investigaciones Biológicas no sabía aún que jamás saldría de ese edificio.
        Hasta entonces había oído hablar de dicho Centro pero nunca había prestado interés a lo que se decía. Comentaban en los círculos de mis amigos médicos que esta institución era gemela de otra que existía en Boston y que tenía un presupuesto económico casi ilimitado para  investigación.
        Me decían que allí llegaban los casos más raros del mundo para ser estudiados. Se aplicaban técnicas diagnósticas y terapéuticas experimentales que no gozaban todavía de la aprobación y consenso de la ciencia oficial. Me dijeron también que no se sabía con certeza de donde provenían los fondos para el mantenimiento de esta organización.
     Mi enfermedad, si es que así se le podía llamar, había comenzado poco tiempo antes pero en las cuarenta y ocho horas previas a mi ingreso en el Centro tuvo un agravamiento que me llevó a consultar con un neurólogo amigo de mi padre.
     Éste, al que mi padre llamaba Josema, dado que eran amigos desde una infancia común en Azcoitia, nos hizo pasar y nos saludó con sincera amabilidad.
     Apenas fijó la mirada en mí, se quedó casi inmovilizado, tanto que con dificultad alcanzó a sentarse en el cómodo sillón de su despacho.
     Casi al mismo tiempo que se sentaba, me hizo la primera pregunta. A ésta siguieron muchísimas más. Daba la impresión que él, sin yo decírselo, sabía a lo que había ido o lo que me pasaba.
     Después me examinó  y nos pidió que saliésemos un momento de su consultorio.
     Mi padre y yo que estábamos sorprendidos y muy preocupados por su actitud y por los cambios que se habían producido en su semblante, salimos casi sin darnos cuenta.
     A través de la puerta oímos que Josema hizo varias llamadas telefónicas y éstas parecían a personas importantes, dada la forma protocolaria y de cortesía en que se realizaron.
     Tras un silencio de unos diez minutos, que más tarde pensé fueron los necesarios para escribir la carta de presentación que luego yo me llevaría en el bolsillo; nos hizo pasar y nos explicó lo que él creía que me estaba ocurriendo.
     Josema me miró fijamente a la cara y me habló como si mi padre no estuviese allí. Trató de buscar las palabras adecuadas para expresar algo que  creía grave, pero procurando al mismo tiempo no angustiarme.
     Jon, me dijo – no estoy seguro pero pienso que tienes un síndrome que los médicos hasta ahora negábamos, pero que a la luz de las evidencias que vamos recibiendo en estos dos últimos años, comenzamos a aceptarlo como una enfermedad de las tantas a la que la medicina aún no tiene respuestas.
    - Esta enfermedad, dijo, tras hacer una pausa y jugar nerviosamente con el cortapapeles que tenía en su mesa, presenta variados síntomas y signos, de los cuales el primero o más frecuente es una variante de la prosopagnosia. En estos casos las personas comienzan no reconociéndose parte de su propio cuerpo o lo sienten diferente. Pero lo extraordinariamente llamativo e inexplicable, prosiguió, es que en fases más avanzadas, los que los rodean o los observadores también los perciben de forma anómala. Algunos le llaman síndrome de transparencia progresiva. Terminan estos pacientes siendo “invisibles” y “olvidados”.
     Le interrumpí en ese momento y le dije – Josema, a mí lo que me pasa es que observo una parte de mi cuerpo como transparente a nivel de la piel; veo mis vasos sanguíneos en actividad y solo en algunos momentos percibo en este brazo un rojo intenso, como si al mismo tiempo ardiera y fuese a estallar.
     -Sí, me cortó Josema, es una forma de comienzo aunque se dan muchas variantes. Hasta ahora se han descrito un centenar de casos.
     Hizo una pausa y continuó – no se sabe aún por qué, pero está más extendida en personas en las que su visión del entorno y del mundo es más monolítica, dogmática y visceral. Tan apasionados son estos individuos, que mantienen relaciones de odio con los que consideran que son sus enemigos. Tienen a veces rasgos psiquiátricos paranoides; se sienten víctimas y toda su carga vital está dirigida contra los que considera son sus victimarios.
    - La mayoría de los casos, pero no todos, siguió Josema, se han dado en jóvenes con personalidades algo mesiánicas, que tienen inclusive una forma especial de vestirse, de andar y de comportarse.
     Aunque me sentí en cierto modo descrito como perteneciente a ese grupo de personas, en mi fuero interno lo negaba y casi dejé de escuchar a Josema. Pensé en otra gente que podría encajar mejor que yo en esas descripciones y sin embargo no tenían mi “enfermedad”.
    En ese preciso momento recordé, que la primera vez que noté cambios en la percepción de mi cuerpo, fue el día en que envié aquella carta anónima a mi profesora de Universidad, amenazándola y acusándola de complicidad con la ocupación de Euskal Herría.
     Josema notó que yo había dejado de escucharlo y me dijo, dando por terminada su explicación, que lo mejor era que acudiese al Centro de Investigaciones que estaba en Málaga, para que allí confirmasen la sospecha diagnóstica y decidieran el tratamiento correspondiente.
     Mi padre quería preguntarle muchas cosas, pero entre Josema y yo había surgido de repente una hostilidad tan grande, que provocaba en mí un deseo irrefrenable de marcharme cuanto antes  y así lo hicimos.
      Cuando bajaba en el ascensor con mi padre, empecé a denostar de su amigo, pero un dolor quemante como nunca había sentido antes se apoderó de todo mi brazo izquierdo.
      Fue un dolor tan intenso que en un movimiento reflejo me quité la manga de mi sudadera para ver que me ocurría. Me quedé aterrorizado al ver a través de la piel mis propios huesos del antebrazo, que tras presentar un color purpurado, desaparecían, al menos ante mi vista.
     Pasó el dolor en segundos. Miré a mi padre y busqué en su mirada la confirmación de lo que yo había visto.
     Él me observaba con perplejidad; sin atinar a decir nada. Pasó su brazo sobre mi hombro y salimos a la calle.
     Cuando llegué a casa me encerré en mi cuarto. Escuchaba hablar a mis padres en el salón sobre los pasos a seguir para trasladarnos cuanto antes a Málaga.
     Esa noche me acosté confuso por la rabia que me había producido la descripción hecha por Josema y decidí no acudir a ningún centro fuera de Euskal Herría.
     Al despertarme por la mañana, fui a ducharme y me miré distraídamente en el espejo. Quedé petrificado. Sentí un miedo atroz; nunca había podido imaginar que se podía sentir de ese modo. Me miraba en el espejo, me veía, pero mi rostro reflejado no tenía ojos.
     Pensé que todo era un sueño o que me estaba volviendo loco. Reflexioné unos segundos sobre distintas explicaciones pero al mirarme al espejo, seguía mi rostro sin ojos.
     Me invadió una opresión angustiosa  y punzante en el pecho. Permanecí unos minutos sentado en el cuarto de baño.
     Bajé a desayunar temblando; no sabía que iba a pasar cuando mis padres me viesen en la cocina que era el sitio donde nos reuníamos todas las mañanas.
     Entré con gran ansiedad que casi me eché en los brazos de mi madre. Ella solo me dijo que al día siguiente me llevarían al Centro de Investigaciones de Málaga.
     Me miró a los ojos y no noté ningún cambio en su tono de voz ni en su rostro. Salí rápidamente de la habitación y busqué el espejo que había en el recibidor, y lo confirmé ¡ no tenía ojos! . Me puse a llorar y me quedé sentado en el suelo largo rato.
     Mis padres acudieron y me abrazaron en silencio.
     Estuve varias horas en mi habitación. No atendí las llamadas de teléfono de algunos amigos; pero por la tarde, llamé a Mikel para decirle que no contaran conmigo para las acciones del sábado y que pasara a recoger el material que tenía yo guardado en casa ya que no sabía cuando volvería.
     No le conté nada de lo que me pasaba; eludí las preguntas sobre mi viaje y después dejé descolgado el teléfono para que nadie me llamase.
     Sentía cierta desazón por ir a un sitio fuera de mi tierra. Cuando era niño hice con la familia un viaje por casi todo el estado español, pero entonces yo no tenía capacidad de análisis de lo que me rodeaba.
     Al día siguiente mis padres y yo llegamos al aeropuerto de Málaga. Cuando aterrizamos recordé que el año pasado me había alegrado cuando estalló allí una bomba que significaba el inicio de la campaña de verano que la organización ejecutaba todos los años.
     En ese mismo momento sentí una sensación de calor y frío alternos de gran intensidad en mis genitales. Me quedé pálido; no podía hablar; me invadió un sudor tan espectacular que dejé mojado el asiento del avión.
     Todos los pasajeros bajaban por la escalerilla y las azafatas no entendían por que yo entraba en ese momento en el lavabo que había al final del pasillo.
     Bajé bruscamente la cremallera del pantalón y después el calzoncillo y vi horrorizado que no tenía genitales. Proferí un grito desgarrador, casi animal y después solo sentí desamparo.
     Permanecí unos minutos en el lavabo y más tarde salí con un sentimiento de despersonalización y de abatimiento.
   Mis padres, en silencio, me acompañaron a bajar a tierra ante la mirada sorprendida del personal del avión.
     En Azcoitia, la tarde anterior al viaje, estuve varias horas pensando en las sensaciones que tendría al llegar a España; sin embargo en las pocas horas que estuve en Málaga antes de dirigirme al Centro, no aprecié diferencias subjetivas ni objetivas respecto a lo que vi o sentí cuando me desplacé al aeropuerto de Bilbao.
     Pero estas observaciones, que antes de viajar, pensaba que iban a ser importantes para mí, no tenían en ese momento el menor interés.
     A mis veinticinco años, que los acababa de cumplir, me sentía mutilado, ciego, monstruoso y con un tremendo temor a lo que podría venir después.
     Deseaba que el taxi que nos llevaba a la zona del Parque Tecnológico de Málaga llegara pronto al Centro. Lo necesitaba.






Cuando estuvimos frente al edificio, este me pareció imponente por lo raro, diferente y peculiar. No era grande pero parecía inmenso; no aparentaba tener ventanas pero tenía muchísimas. En cierta forma me recordaba a la arquitectura del Guggenheim.
     Al despedirme de mis padres en la sala de espera del Centro, tampoco sabía entonces que nunca más los volvería a ver.
     Allí estaban informados de que yo acudiría a consulta ese día. Me atendieron con amabilidad y cortesía. Me llamó la atención el silencio que se apreciaba en todos los sitios; también el color de las paredes que con el transcurrir del tiempo variaban su tinte cromático. El sitio era luminoso y no había música ambiental. Cuando llevaba allí quince minutos me encontraba más tranquilo.
     Se abrió una puerta y una recepcionista me pidió que la acompañara. Subimos dos plantas en ascensor  y nuevamente me encontré en otra sala de espera.
      En ella había otras tres personas; no hablamos entre nosotros y casi no nos miramos pero seguramente todos pensamos cuál sería la peculiaridad de la enfermedad que tenía cada uno de los presentes en esa sala.  Teníamos un rictus de ansiedad y verdadera preocupación.  Transcurridos veinticinco minutos salió de un despacho un enfermero y nos dijo que el doctor que nos debía ver ya comenzaría a pasar consulta y se disculpó por la demora.
            Mientras esperaba comencé a recordar hechos inconexos de mi pasado reciente, de mi militancia en la organización, de mi “enfermedad”y de cómo y por qué me encontraba en este sitio y en esta situación. Pero cuando profundizaba en mis reflexiones, oí que una enfermera me llamaba por mi nombre. Era mi turno para pasar al despacho del médico.
            Al entrar en el consultorio del Dr. Braun, éste se puso de pié y se acercó a la puerta extendiéndome la mano e invitándome a sentarme. Era alemán, aunque hablaba un perfecto castellano.    
            El despacho era amplio, luminoso, con una tonalidad general de tinte verde claro que sugerían relajación y paz. Apenas me senté me llamó la atención que hubiese otra persona en la habitación. Estaba sentado en una silla a mi derecha frente a la mesa del despacho del médico.
             A primera vista, daba la impresión de ser un “cabeza rapada” aproximadamente de mi misma edad; vestido con vaqueros azules, camiseta y botas negras; el pelo muy corto, tez blanca, y con un desarrollo muscular conseguido seguramente tras muchas horas de gimnasio. No se movió de la silla ni me miró. Su vista estaba dirigida a un cuadro que había en la pared que estaba a espaldas del doctor Braun.
            Mi observación se vio interrumpida por lo que el doctor me dijo.
 - Jon, tenemos información preliminar de lo que te ocurre pero vamos a elaborar de forma completa y precisa tu historia clínica; tenemos que hacerte pruebas bioquímicas, genéticas y de imagen. Según los resultados te ofreceremos una terapia adecuada para resolver tu problema.
 Iba a interrumpirlo para preguntarle sobre lo que él pensaba que me ocurría, cuando Braun prosiguió.
 - Éste que está al lado tuyo se llama Borja y presenta los mismos síntomas que tú. Tiene tu edad, políticamente es nacionalista español, racista y xenófobo. Tiene una clara formulación teórica sobre lo que quiere y para ello encuentra justificado matar, secuestrar, torturar, é intimidar. Es decir, defiende que el fin justifica los medios; defiende también que los derechos de los pueblos están por encima de los derechos humanos y otras cosas más que ahora no me extenderé.
 Mi coyuntural compañero de habitación permanecía inmutable y sin mirarme. Intenté nuevamente hablar, pero no supe bien qué decir. El doctor Braun siguió explicándome que ambos seríamos sometidos a similares pruebas. Además de los exámenes biológicos nos someterían a pruebas psicológicas que valorarían nuestra respuesta ante situaciones de problemáticas humanas y sociales en general.
 Esta vez si tuve decisión para interrumpir al doctor. Le dije que no entendía nada y que no sabía cual era el objeto de esos estudios en relación a los síntomas que yo presentaba.
 Braun hizo una pausa y me contestó con algo que después no olvidaría; me dijo – Es un estudio sobre variantes de la maldad. Hizo otra pausa y continuó. - Es un estudio genético, biomolecular y funcional sobre el sustrato orgánico de la maldad.
            En ese momento pensé que estaba en una casa de locos o que quizás era un proyecto más de la lucha del poder central  para anular la fuerza revolucionaria de los pueblos oprimidos. Este Centro podría servir para desactivar a militantes mediante programados lavados de cerebro.
            Al mismo tiempo que pensaba esto comencé a sentir una sensación de estrangulamiento en el cuello con cambios térmicos de frío-calor en la cara y en el resto de la cabeza. Unos segundos después me encontraba mejor y volví a conectar mi atención a lo que decía el doctor Braun. Estaba relatando su hipótesis de la enfermedad.
 -Se trata, decía, de una alteración progresiva de un grupo de genes llamados LIFJ; éstos cambios están desencadenados o estimulados por factores ambientales y socioculturales como son la violencia, la intolerancia, y el odio, entre otras manifestaciones, es decir lo que hoy llamamos ambioma. Estos genes normalmente modulan funciones de áreas del cerebro al parecer relacionadas con sentimientos y comportamientos que han servido a la especie humana para avanzar como grupo, dado que han sido controladores o frenadores de otras áreas más antiguas del sistema nervioso central. Estas áreas más antiguas expresaban la agresividad interespecie y la negación del espíritu solidario y gregario.
            Más tarde me enteré que habían llamado LIFJ a este grupo de genes por que correspondían a las letras iniciales de objetivos abstractos del cerebro como libertad, igualdad, fraternidad y justicia.
            Salí del despacho del doctor Braun muy confuso pero pensando que estaba en una especie de manicomio de lujo donde los médicos e investigadores eran los primeros dementes.
            Durante las dos semanas siguientes me realizaron innumerables pruebas de imagen, donde valoraban  la respuesta a estímulos visuales y auditivos, casi siempre éstos de contenido social o político. Me hicieron visualizar películas de atentados; del estado de las víctimas, de los supervivientes y de sus familias. Yo tenía libertad para expresar mis ideas plenamente, y al mismo tiempo me practicaban exámenes  en los que convertían en gráficos mis respuestas en un modo que yo no lo comprendía.
            Varias veces en esas dos semanas coincidí con Borja el skinhead; sentía hacia él un odio creciente aunque solo nos mirábamos y balbuceábamos insultos en voz baja; nunca hablamos entre nosotros.
            A medida que pasaban los días me sentía peor.     
            Según me dijeron, ya habían iniciado pautas de tratamiento con unos líquidos de sabor peculiar que nos daban por la mañana. Pero yo no apreciaba ninguna mejoría excepto que ya no sentía dolor ni los bruscos cambios de temperatura.
            Aunque en los folletos explicativos que me entregaron sobre mi síndrome decían que esto era algo parecido a una enfermedad autoinmune progresiva muy acelerada e incluso iniciada por el medio ambiente, yo no terminaba de estar convencido. Puede parecer una tontería, pero lo que si me alegró fue ver que el folleto que estaba escrito y traducido a veinte lenguas, una de ellas era el euskera.
            Las horas que pasaba solo en la habitación me parecieron siglos. No recibía ninguna visita ni llamadas.
             Día a día iba sintiendo que la “enfermedad” avanzaba, ya no veía ni percibía gran parte de mi cuerpo, pero no sentía dolor y me angustiaba menos que cuando llegué al Centro. En momentos puntuales tenía crisis de pánico pero en general estaba sereno, como si asumiese con naturalidad el tremendo cambio que se estaba produciendo en mi cuerpo y en mi persona.
 Esto me recordaba al personaje de La metamorfosis de Kafka. Lo único que me animaba era saber, por lo que me contó el doctor Braun, que a Borja le ocurría lo mismo.
            Una noche, la auxiliar de cocina que me llevaba la cena a la habitación y con la que había iniciado una relación más personal, me dijo que había oído que Borja y yo seríamos trasladados al módulo G. Se comentaba en el Centro que el módulo G, también llamado de los “iluminados”, era el sitio destinado a genocidas, criminales de limpieza étnica, dictadores, fundamentalistas religiosos y terroristas. Este último término me exasperaba, pero a la hora de entendernos con otros pacientes del Centro terminé aceptándolo y empleándolo en mis conversaciones.
            El módulo G era el módulo misterioso, ya que según se decía,  no coincidían el escaso número de habitaciones e infraestructura de que disponía con la gran cantidad de personas que se suponía había allí dentro.
            Cuando la mañana siguiente el doctor Braun me dijo que pasaría al módulo G y que compartiría habitación con Borja, tuve el último impulso agresivo que recuerdo. Insulté a Braun, intenté agredirle pero fui contenido por dos auxiliares que estaban a unos pasos de mi sillón.
            Braun apenas se alteró; me dijo que esperaba esa reacción y que en ese módulo no se mataba a nadie, más aún, me dijo que tendría total libertad para salir y marcharme si lo deseaba. Pero que creía que, dado mi estado evolutivo, probablemente desarrollaría el cuadro de “El ángel exterminador”.Me quedé mirándolo y  le dije que no sabía que era eso.
            Braun me respondió – Se llama así a un comportamiento similar al de los personajes de la película de Buñuel que lleva ese nombre. Es decir, que al igual que esos personajes, aún teniendo libertad para marcharte no podrás hacerlo ya que te sentirás atrapado en el ambiente.
            Me levanté empujando la silla con violencia y salí de la habitación seguido por los dos auxiliares, que simplemente me acompañaban a unos metros detrás de mí.
            Cuando esa tarde entré en el módulo G, no tenía voluntad de resistirme a nada. Ya no veía, ni sentía mi cuerpo. Frente al espejo no existía, pero yo sabía que estaba allí y los demás también.
            Días después me dijeron que estaba en la misma habitación que Borja pero no llegábamos a vernos o sentir la presencia uno del otro. Llegué a la conclusión de que estaba loco.
            Pedí a una enfermera que me trajera aquella película de Buñuel y la vi en mi habitación.
            Comencé a comprender lo que me había explicado Braun. También entendí más tarde por que allí éramos muchísimos y sin embargo no ocupábamos espacio. Vi llegar al Centro a algunos conocidos pero no me pude comunicar con ellos. Ya no solo nosotros no nos veíamos sino que también los demás dejaron de oírnos, de atendernos... No existíamos y, sin embargo, en mi habitación había más personas, pero no éramos capaces de contactar unos con otros. Quizás al igual que yo, los demás también  estaban atrapados en esta especie de “ángel exterminador” que nos impedía marcharnos.
Durante mucho tiempo y no sé cuanto transcurrió, pensé que eso era la muerte. Lo veía todo pero yo no existía. El Centro pasó a ser mi hogar definitivo; la vida monótona y la pérdida de interés por el paso del tiempo solo fue sacudida por los preparativos especiales que se realizaron en el módulo G para recibir a un nuevo paciente-huésped.
            Éste, al parecer, era muy importante. Después me enteré que era un líder político del país que ahora gobierna el mundo.
            No sé cuanto tiempo ha transcurrido desde que estoy aquí y tampoco sé por qué comenzó todo. Solo sé que estoy en la nada.
J.P

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